Cuando terminó con el arcón y volvió al trabajo, se enteró de que su descubrimiento, por decirlo así, había sido descubierto. Es claro que todavía quedaban muchas cosas obscuras, y que era preciso reducir todo a fórmulas — trabajo nada fácil, de pasada—, pero no cabían dudas: había hecho su descubrimiento. Weingarten se puso a trabajar como una ardilla en la rueda giratoria. Puso fin a todas las pendencias en el laboratorio. («Amigos, ¡los mandé a todos al demonio, en sus vacaciones!»), en veinticuatro horas trasladó a Capi y a las chicas al campo, canceló todas sus entrevistas y se acomodó en su casa, con vistas a dar los toques finales, cuando llegó el día de anteayer.
Anteayer, cuando Weingarten se disponía a trabajar, apareció en el departamento el pelirrojo… un tipo bajo, rojizo, de rostro muy pálido, embutido en una antigua chaqueta negra de corte y estilo antiguos. Salió del cuarto de los chicos, y mientras Val lo miraba boquiabierto, en silencio, se sentó en el borde del escritorio y empezó a hablar. Sin preámbulos, anunció que una civilización extraterrestre venía vigilándolo a él, a V.A. Weingarten, desde hacía bastante tiempo, siguiendo con atención y ansiedad su trabajo científico. Que los últimos trabajos del mencionado V.A. Weingarten les provocaban mucha ansiedad. Que él, el pelirrojo, estaba autorizado para pedir a V. A. Weingarten que abandonase en el acto el proyecto y destruyera todos los papeles relacionados con él.
No hace falta en absoluto que sepa por qué y cómo exigimos eso, dijo el pelirrojo. Es preciso informarle que probamos otros medios, para hacer que pareciese en todo sentido natural. No debe formarse la impresión de que el puesto de director que se le ofreció, el nuevo proyecto, el descubrimiento de las monedas o inclusive el incidente de las vacaciones en los laboratorios fueron puramente accidentales. Tratamos de detenerlo. Pero como sólo nos fue posible demorarlo, y no por mucho tiempo, nos vemos obligados a embarcarnos en una medida extrema, como lo es la de visitarlo. Y también debe saber que todos los ofrecimientos que se le hicieron eran y siguen siendo válidos, y que todavía puede aceptarlos, si se satisfacen nuestros pedidos. Y si está de acuerdo, nos encontramos dispuestos a ayudar a complacer sus pequeños y muy comprensibles deseos, que son el producto de su naturaleza humana. Como símbolo de esa promesa, permítame entregarle este regalito.
Y con estas palabras el pelirrojo sacó del aire un paquete y lo arrojó en el escritorio, delante de Weingarten. Resultó que contenía maravillosos sellos, cuyo valor ni siquiera podría imaginar quien no fuese un filatelista profesional.
Weingarten, continuó el pelirrojo, no debía pensar que fuese el único terráqueo vigilado por la supercivilización. Había por lo menos tres personas, entre los amigos de Weingarten, cuyos trabajos estaban a punto de ser cortados en capullo. El, el pelirrojo, podía enunciar nombres tales como Dmitri Alexéievich Maliánov, astrónomo; Zájar Zájarovich Gúbar, ingeniero, y Arnóld Pávlovich Snegovoi, físico. Le daban a V.A. Weingarten tres días, a partir de ese momento mismo, para pensarlo, después de lo cual la supercivilización consideraría que tenía derecho a emplear las un tanto severas «medidas de tercer grado».
— Mientras me decía todo eso — dijo Weingarten—, amigos, lo único que yo pensaba era cómo se había metido en el departamento sin una llave. En especial visto que yo tenía la puerta con cerrojo. ¿Era posible que fuese un ladrón que se había introducido hacía tiempo, y que se aburrió de estar oculto debajo de la cama? Bien, ya le enseñaré, pensé. Pero mientras pensaba todo eso, el pelirrojo terminó su discursito. — Weingarten hizo una pausa efectista.
— Y salió volando por la ventana — dijo Maliánov, haciendo rechinar los dientes.
—¡Esto para tu vuelo por la ventana! — Weingarten, sin turbarse por la presencia del chico, hizo un ademán elocuente—. ¡Sencillamente desapareció!
— Val — dijo Maliánov.
—¡Te lo estoy diciendo, amigo! Estaba sentado delante de mí, en el escritorio. Y yo me encontraba a punto de dársela en la trompa, sin siquiera ponerme de pie… ¡cuando de pronto desapareció! Como en las películas, ¿sabes?
Weingarten se apoderó del último trozo de esturión y se lo metió en la boca.
—¿Moam? — dijo—. ¿Moam muam? — Tragó con dificultad y parpadeando, con los ojos llenos de lágrimas, prosiguió—: Ahora estoy un poco más tranquilo, amigos, pero entonces, déjenme que les diga, me apoyé en el respaldo de la silla, cerré los ojos y recordé las palabras de él; todo temblaba y se estremecía en mí, como la cola de un cerdo. Pensé que me moriría allí mismo. Nunca me había ocurrido nada parecido. No sé cómo, llegué hasta la habitación de mi suegra, tomé las gotas de valeriana de ella… no me sirvió de nada. Y entonces vi que tenía comprimidos de bromuro, y también tomé de ésos.
EXTRACTO 12…falsificados — dijo Maliánov por último. Despectivo, Weingarten no respondió—. Bueno, flamantes, entonces.
— Estúpido — ladró Weingarten, y guardó el álbum. Maliánov no encontró réplica ninguna. Si todo eso hubiese sido una mentira, o aun la verdad simple, antes que la horrible verdad, Weingarten lo habría hecho al revés. Habría mostrado primero los sellos, y luego inventado y ofrecido la fantástica historia, más o menos veraz, relacionada con ellos.
— Bien, ¿y qué hacemos ahora? — preguntó Maliánov, sintiendo que el corazón volvía a hundírsele en alguna parte.
Nadie contestó. Weingarten se sirvió otra copa, la bebió y comió el último arrollado de arenque. Gúbar miraba, indiferente, mientras su extraño hijo jugaba con las copas; se lo veía concentrado, con el rostro serio y pálido. Después Weingarten retomó el relato, esa vez sin bromas, como si estuviese demasiado cansado para ellas. Cómo llamó a Gúbar y Gúbar no atendió; cómo llamó a Maliánov y descubrió que Snegovoi existía; cuánto se asustó cuando Maliánov fue a dejar entrar a Lídochka y no regresó al teléfono durante tanto tiempo; cómo no durmió toda la noche, y se paseó por la habitación, pensando, pensando, pensando, tomando bromuro y pensando un poco más; y cómo llamó a Maliánov esa mañana y se dio cuenta de que también se habían puesto en contacto con él, y luego llegó Gúbar… con sus propios problemas.
CAPÍTULO 6
EXTRACTO 13…descubrió que Gúbar era perezoso y faltaba a la escuela de niño, y ya entonces se preocupaba mucho por el sexo. Abandonó la escuela después del noveno grado, trabajó de ordenanza, después como conductor de un camión transportador de fertilizantes, y luego de ayudante de laboratorio en el instituto, donde conoció a Val, y ahora trabajaba en un instituto de investigaciones, en un proyecto gigantesco e importantísimo, en algo relacionado con la energética. Zájar no tenía estudios especiales, pero siempre fue un fanático de la radio; llevaba la electrónica en el alma y en la médula de los huesos, y ascendió con rapidez en el instituto, aunque lo frenaba la falta de un diploma.
Patentó varios inventos, y dos o tres de ellos ya se aplicaban, y decididamente no sabía cuál era el que causaba esos problemas. Pero se le ocurría que debía de ser el del año anterior: había inventado algo relacionado con el «uso constructivo del desvanecimiento». Lo suponía, pero no estaba seguro.
El aspecto importante de su vida eran siempre las mujeres. Las atraía como la miel a las moscas. Y cuando por algún motivo dejaban de pegársele, él se pegaba a ellas. Una vez estuvo casado, y de la unión conservaba los recuerdos más desagradables y amargos; ahora mantenía el código más estricto respecto de esa institución. En una palabra, era un conquistador en el más alto grado, y en comparación con él Weingarten parecía un asceta, un anacoreta y un estoico. Pero a pesar de todo no era un libertino. Trataba a las mujeres con respeto, y hasta con temor, y en apariencia se veía como una humilde fuente del placer de ellas. Nunca tenía dos amantes al mismo tiempo; nunca caía en reyertas o en escenas horribles con ellas, y en apariencia, jamás hería a ninguna. De manera que en ese terreno, después de terminado su infortunado matrimonio, todo iba muy bien. Hasta hacía muy poco.