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— Voy a ver a Viecherovski. Volveré enseguida.

Subí las escaleras con lentitud, paso a paso, acomodando el sobre que a cada rato se me resbalaba. Quién sabe por qué, las luces estaban apagadas en las escaleras. Reinaba la oscuridad y el silencio, y oí el agua que chorreaba del techo, a través de las ventanas abiertas. En el rellano del sexto piso, junto al vertedero de basura, donde antes se besaban los amantes, me detuve y miré hacia el patio. Las hojas mojadas del gigantesco árbol relucían, negras, en la noche. El patio se hallaba desierto; los charcos brillaban, ondulados bajo la lluvia.

No encontré a nadie en las escaleras. Pero entre el séptimo y el octavo pisos un hombrecito se acurrucaba en los peldaños, y tenía a su lado un anticuado sombrero gris. Di la vuelta en torno de él, con cuidado, y seguí, y en ese momento habló:

— No subas, Dmitri.

Me detuve y lo miré. Era Glújov.

— No subas ahora — repitió—. ¡No lo hagas!

Se levantó, tomó el sombrero, se enderezó poco a poco, tomándose de la espalda, y vi que tenía el rostro manchado de algo negro… barro u hollín. Sus gafas estaban ladeadas y sus labios se retorcían de verdadero dolor. Se acomodó los anteojos y habló casi sin mover los labios:

— Otro sobre. Blanco. Otra bandera de rendición.

No dije nada. Se golpeó el sombrero contra la rodilla, sacudiendo el polvo, y luego trató de limpiarlo en la manga. Tampoco dijo nada, pero no se fue. Esperé a ver qué diría.

—¿Sabes? — dijo por último—, siempre es desagradable capitular. En el siglo pasado la gente se mataba antes que capitular. No porque tuviesen miedo de la tortura o de los campos de concentración, y no porque temieran derrumbarse bajo la tortura, sino porqué estaban avergonzados.

— Eso también ocurre en nuestro siglo — repuse—. Y no muy de vez en cuando.

— Sí, es claro — admitió—. Es claro. A uno le resulta muy desagradable darse cuenta de que no es todo lo que creía ser. Quiere seguir siendo lo que fue toda la vida, y eso es imposible si capitula. Por lo tanto debe… Pero hay una diferencia. En nuestro siglo la gente se mata porque se avergüenza ante los demás… la sociedad, los amigos… En el siglo pasado se mataban porque se avergonzaban ante sí mismos. Sabes, por alguna razón, en nuestro siglo todos creen que una persona siempre puede entenderse consigo misma. Quizá sea cierto. No sé por qué. No sé qué está ocurriendo aquí ¿Tal vez se trata de que el mundo se ha vuelto más complicado? ¿O de que existen tantos otros conceptos, aparte del orgullo y el honor, que pueden usarse para convencer a la gente?

Me miró, expectante, y yo me encogí de hombros.

— No sé. Es posible.

— Yo tampoco lo sé. Cualquiera creería que soy un capitulador experimentado, lo vengo pensando desde hace tanto tiempo, no pienso en otra cosa, y se me han ocurrido tantos argumentos convincentes… Uno cree que ya ha llegado a un acuerdo con eso, se tranquiliza, y entonces todo empieza de nuevo. Es claro que existe una diferencia entre los siglos XIX y XX. Pero una herida es una herida. Se cura, desaparece, y uno se olvida de ella, y luego el tiempo cambia, y duele. Así fue siempre, en todos los siglos.

— Entiendo — contesté—. Lo entiendo todo. Pero una herida es una herida. Y en ocasiones la herida de otro es mucho más dolorosa.

—¡Dios mío! — susurró—. No trato de… Nunca me atrevería. Estoy hablando, nada más. Por favor, no creas que quiero convencerte, que te doy consejos. ¿Quién soy yo? ¿Sabes? no hago más que pensar: ¿qué somos? Quiero decir, la gente como nosotros. O bien hemos sido muy bien educados por nuestros tiempos y nuestro país, o somos remoras, trogloditas. ¿Por qué sufrimos tanto? No lo entiendo.

No dije nada. Se caló el cómico sombrero con un gesto débil, fláccido, y dijo:

— Bien, adiós, Dmitri. Creo que no volveremos a vernos, pero no importa, me alegro de haberte conocido. Y tu té es excelente.

Saludó con la cabeza y bajó.

— Podrías tomar el ascensor — dije a su espalda que se alejaba.

No se volvió, y no contestó. Escuché sus pisadas que bajaban cada vez más, escuché hasta oír el chirrido de la puerta, muy abajo. Luego se cerró de golpe, y todo volvió a quedar en silencio.

Reacomodé el sobre bajo el brazo, pasé el último rellano, y tomándome del pasamanos subí el último tramo. Escuché, ante la puerta de Viecherovski. había alguien adentro. Voces desconocidas. Tal vez pudiese regresar en otro momento, pero no tuve fuerzas. Tenía que terminar. Y terminar pronto.

Toqué el timbre. Las voces continuaron. Esperé y llamé otra vez, y no solté el botón hasta que oí pasos, y a Viecherovski que preguntaba:

—¿Quién es?

No sé por qué, no me sorprendí, aunque Viecherovski siempre abría la puerta a todos, sin preguntar nada. Como yo. Como todos mis amigos.

— Soy yo. Abre.

— Espera. — Hubo un silencio.

Ya no se escucharon más voces, sólo el ruido que hacía alguien, muchos pisos más abajo, que abría el incinerador de desperdicios. Recordé la advertencia de Glújov, de no venir. "No vayas allá, Warmold. Quieren envenenarte." ¿De dónde era eso? Algo muy familiar. Al diablo. No tenía adonde ir. Ni tiempo. Otra vez escuché pisadas detrás de la puerta, y la llave que giraba. La puerta se abrió.

Retrocedí involuntariamente. Nunca había visto así a Viecherovski.

— Entra — dijo con voz ronca, y se apartó para dejarme paso.

CAPÍTULO 12

EXTRACTO 21…—Así que de todos modos lo trajiste — dijo Viecherovski.

— Bóbchik — respondí, y dejé mi sobre en la mesa.

Asintió y se untó el hollín en la cara con la mano sucia.

— Te esperaba — declaró—. Pero no tan pronto.

—¿Quién está aquí?

— Nadie — contestó—. Sólo nosotros dos. Nosotros y el Universo. — Se miró las manos sucias, e hizo una mueca—. Perdóname, primero me lavaré.

Salió, y yo me senté en el brazo del sillón y miré en torno. Parecía como si un cartucho de pólvora negra hubiese estallado en la habitación. Manchas de hollín, negras, en las paredes. Delgados hilos de hollín flotando en el aire. Un desagradable tinte amarillento en el cielo raso. Y un desagradable olor químico… ácido y acre. El piso de parquet estaba arruinado por una depresión redonda, sucia de carbón. Y había otra en la ventana, como si hubiesen encendido una hoguera en ella. Sí, por cierto que se la habían dado a Viecherovski.

Miré el escritorio. Estaba repleto de papeles. Una de las carpetas de Weingarten se encontraba abierta en el centro, y otra, todavía atada, junto a ella. Y había otra, anticuada, de cubierta marmolada y un rótulo en el cual se leía: "EE.UU.-Japón. Relaciones interculturales. Materiales". Y había páginas cubiertas con lo que juzgué que eran dibujos de esquemas electrónicos, y uno estaba firmado con letra rasgada, cuidadosa: "Gúbar, Z. Z.", y abajo, en letras mayúsculas: "Desvanecimiento". Mi sobre blanco, nuevo, se hallaba en el borde del escritorio. Lo tomé y lo deposité en mi regazo.

El agua del baño dejó de correr, y poco después Viecherovski me llamó.

— Dmitri, ven aquí. Beberemos un poco de café.

Pero cuando entré en la cocina no había café, sino una botella de coñac y dos exquisitas copas de cristal. Viecherovski no sólo se había lavado, sino, además, cambiado de ropa. Había reemplazado su elegante chaqueta, con el enorme agujero bajo el bolsillo del pecho, y los pantalones color crema, por un liviano conjunto de entrecasa. Y no llevaba corbata. Su cara lavada estaba muy pálida, lo que hacía que sus pecas se destacaran aún más, y un mechón de cabellos rojos mojados le caía sobre la abultada frente. En su semblante había algo más, aparte de la palidez, que resultaba fuera de lo común. Y entonces me di cuenta de que tenía las cejas y pestañas chamuscadas. Sí, se la habían dado a Viecherovski, de veras.

— Un tranquilizante — dijo, mientras servía el coñac—. ¡Probst!

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