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— Quizá —dijo ella con tono de duda.

Maliánov sorbió el té con cuidado, tratando de no hacer mucho ruido. Parecía haberse producido una pausa en la chacota. Algo le preocupaba a Lídochka.

—¿Quizás tú y yo ya nos conocimos en alguna parte? — preguntó de pronto.

—¿Dónde? Yo lo habría recordado.

— Es posible que por accidente. En la calle, o en un baile.

—¿Un baile? — replicó Maliánov—. He olvidado cómo se baila.

Y los dos dejaron de hablar. Tan profundo era el silencio, que los dedos de los pies de Maliánov se contrajeron, incómodos. Era esa horrible situación en la cual no se sabe adonde mirar, y en que el cerebro está lleno de frases que ruedan como piedras en una barrica, y que no tienen utilidad alguna en lo referente a cambiar de tema o iniciar una nueva conversación. Como por ejemplo: «Nuestro Kaliam va directamente al inodoro». O «Este año no hay muchos tomates en las tiendas». O: «¿Qué te parecería otra taza de té?» O, digamos: «Bien, ¿y qué opinas de nuestra ciudad?»

Maliánov inquirió, con voz intolerablemente falsa:

— Buen, ¿y qué planes tienes en nuestra hermosa ciudad, Lídochka?

Ella no respondió. Clavó en él, en silencio, los ojos, abiertos en extrema sorpresa. Luego apartó la vista, frunció la frente. Se mordió el labio. Maliánov siempre se consideraba un mal psicólogo, y por lo general no tenía la menor idea de los sentimientos ajenos. Pero le resultaba muy claro que la pregunta estaba más allá del alcance de la hermosa Lida.

—¿Planes? — murmuró ésta al cabo—. Bueno, es claro. ¡Naturalmente! — Pareció recordar—. Bien, el Hermitage, por supuesto… los impresionistas… la Perspectiva Nevski… ¿y sabes? nunca vi las Noches Blancas.

— Un modesto itinerario de turista — dijo Maliánov con rapidez, para ayudarla. No podía soportar que una persona mintiese—. Déjame que te sirva un poco de té.

Y ella volvió a reír, fresca como antes.

— Dímochka — dijo frunciendo bonitamente los labios—. ¿Por qué me persigues con tu té? Si quieres saberlo, nunca lo bebo. ¡Y especialmente con este calor!

—¿Café? —ofreció Maliánov enseguida.

Ella se opuso al café en forma categórica. Con el calor, y en especial a la hora de acostarse, no se debía beber café. Maliánov le contó que lo único que lo ayudó en Cuba fue beber café… y el calor allí era tropical. Explicó el efecto del café sobre el sistema nervioso autónomo. Y también le dijo, ya que estaba en eso, que en Cuba las bragas debían verse debajo de la minifalda, y que si…

EXTRACTO 4…luego le sirvió otra copa de vino. Surgió la decisión de usar el pronombre personal ruso «tú» para los brindis. Sin los besos. ¿Por qué habría de haber besos entre dos personas inteligentes? Lo importante era el contacto espiritual. Brindaron por el uso del «tú» informal, y hablaron de la intimidad espiritual, de los nuevos métodos de parto, y de las diferencias entre el denuedo, la intrepidez y el valor. El Riesling se terminó, y Maliánov dejó la botella vacía en el balcón y fue al bar a buscar algún Cabernet. Decidieron beber el Cabernet en las copas favoritas de Irina, de cristal ahumado, que primero enfriaron. La conversación sobre la feminidad, que vino a continuación de la relacionada con la masculinidad y la valentía, combinaba muy bien con el helado vino tinto. Se preguntaron que asnos habían decretado que el vino tinto jamás debía enfriarse. Discutieron el asunto. ¿No era verdad que el vino tinto helado es especialmente bueno? Sí, por supuesto. De paso, las mujeres que beben vino tinto helado se vuelven particularmente bellas. En alguna parte parecen hechiceras, donde, con exactitud. En alguna parte. Maravillosa expresión: «en alguna parte». Eres un cerdo en alguna parte. Adoro esa expresión.

De paso, hablando de hechiceras… ¿qué te parece que es el matrimonio? un matrimonio de verdad. Un matrimonio inteligente. El matrimonio es un contrato. Maliánov volvió a llenar las copas y desarrolló el pensamiento. En el sentido de que un hombre y su esposa son ante todo amigos, para quienes la amistad es lo más importante. Honestidad y amistad. Un contrato acerca de la amistad, ¿entiendes? Tenía la mano apoyada en la rodilla desnuda de Lídochka, y la sacudía para dar énfasis a sus palabras. Tómanos, por ejemplo, a Irina y a mí. Conoces a Irina…

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién puede ser? — preguntó Maliánov mirando el reloj—. Me parece que estamos todos en casa.

Era poco menos de las diez. Mientras repetía «Me parece que estamos, todos aquí», fue a abrir la puerta, y por supuesto, pisó a Kaliam en el vestíbulo. Kaliam maulló.

—¡Ah, maldito seas, demonio! — le dijo Maliánov, y abrió la puerta.

Resultó ser su vecino, el tan misterioso Arnóld Pávlovich Snegovoi.

—¿Es demasiado tarde? — rugió éste por debajo del cielo raso.

—¡Arnóld! — dijo Maliánov, alborozado—. ¿Qué quiere decir «tarde» entre amigos? ¡Entra!

Snegovoi vaciló, intuyendo la causa del júbilo, pero Maliánov lo tomó de la manga y lo arrastró al vestíbulo.

— Llegas a tiempo — dijo, remolcando a Snegovoi—. ¡Conocerás a una mujer maravillosa! — prometió, mientras maniobraba a Snegovoi hasta llevarlo a un rincón de la cocina—, ¡Lídochka, este es Arnóld! — anunció—. Buscaré otra copa, otra botella.

Las cosas comenzaban a nadar ante sus ojos. Y no poco, a decir verdad. No debía seguir bebiendo. Se conocía. Pero quería que las cosas fuesen bien, que todos quisieran a todos. Espero que congenien, pensó con generosidad, bamboleándose ante el bar abierto y atisbando en la penumbra amarilla. Está bien para él, es soltero. Yo tengo a Irina. Agitó el dedo en el espacio y se zambulló en el bar.

Gracias a Dios, no rompió nada. Cuando regresó con una botella de Sangre de Toro y una copa limpia, la situación en la cocina no le agradó. Los dos fumaban en silencio, sin mirarse. Y por algún motivo, Maliánov pensó que sus rostros eran malévolos: el de Lídochka era malévolamente bello, y el de Snegovoi, con cicatrices de antiguas quemaduras, malévolamente severo.

—¿Quién acalló la voz de la alegría? — interrogó Maliánov—. ¿Todo eso es tontería! En el mundo existe un solo lujo. ¡El lujo del contacto humano! No recuerdo quién lo dijo. — Extrajo el corcho—. Gocemos del contacto… del lujo.

El vino fluyó en abundancia, y por toda la mesa. Snegovoi se levantó de un salto para proteger sus pantalones blancos. Era anormalmente gigantesco, de veras. La gente no debería ser tan grande en nuestra época compacta. Mientras desarrollaba su pensamiento, Maliánov limpió la mesa. Snegovoi se sentó otra vez en el taburete. El taburete crujió.

Hasta ese momento, el lujo del contacto humano se expresaba en exclamaciones mutiladas. ¡Maldita sea esa timidez de los intelectuales! Dos personas absolutamente hermosas no son capaces de abrirse en el acto, la una a la otra, meterse una a otra en el corazón y el espíritu, ser amigas desde el primer segundo. Maliánov se puso de pie, sosteniendo la copa a la altura de la oreja, y expuso el tema en voz alta. No sirvió. Bebieron. Tampoco eso ayudó. Lídochka miraba por la ventana, aburrida. Snegovoi empujaba la copa sobre la mesa, de atrás adelante, con las enormes manos morenas. Maliánov advirtió por primera vez que los brazos de Arnóld estaban quemados… hasta el codo, y aún un poco más arriba. Eso lo empujó a preguntar:

— Bien, Arnóld, ¿cuándo volverás a desaparecer?

Snegovoi se estremeció en forma perceptible y lo miró, y luego contrajo el cuello y enarcó los hombros. Maliánov tuvo la impresión de que se disponía a ponerse de pie, y de pronto se dio cuenta de que su pregunta, para decirlo con suavidad, había podido entenderse de otra manera.

—¡Arnóld! — gritó, levantando los brazos al cielo—. ¡Dios, no es eso lo que quise decir! Lídochka, debes darte cuenta de que este hombre es totalmente misterioso. Viene aquí con la llave de su departamento, y se esfuma. Se ausenta durante uno o dos meses. Y entonces suena el timbre, y está de vuelta. — Sintió que parloteaba, que ya era bastante, que era hora de cambiar de tema—. Arnóld, sabes muy bien que te quiero de veras, y que siempre me alegro de verte. De modo que ni hablar de que te vayas antes de las dos de la mañana.

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