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—¿Y quién entonces?

— Otra vez con lo mismo… una pregunta tan buena como el oro — dijo Viecherovski, y fue tan poco de él, que reí nervioso. Histérico. Y escuché sus satisfechas risotadas marcianas.

— Oye — dije—, al demonio con ellos. Bebamos un poco de té.

Temí que respondiera que ya era hora de irse, que mañana tenía que presidir exámenes o terminar su capítulo, así que añadí enseguida:

—¿De acuerdo? Tengo una caja de golosinas escondida en alguna parte… Pensé: ¿por qué atiborrar con todas las cosas la cara de Weingarten? ¡Démonos una satisfacción!

— Con placer — dijo Viecherovski, y se puso de pie en el acto.

—¿Sabes? uno piensa y piensa — dije mientras íbamos a la cocina y ponía el agua—. Piensa y piensa, hasta que todo se vuelve negro. Eso es una equivocación. Eso fue lo que liquidó a Snegovoi. Ahora lo sé. Sentando en su departamento, a solas, con todas las luces encendidas, ¿pero de qué le sirvió? Ese tipo de oscuridad no se puede iluminar ni con todas las lámparas del mundo. Pensó y pensó, y luego algo chasqueó, y fue el final. No se puede perder el sentido del humor, ese es el asunto. En realidad es gracioso, ¿sabes?: todo ese poder, toda esa energía… nada más que para impedir que un hombre investigue qué sucede cuando una estrella cae en una nube de polvo. ¡Quiero decir, pienso en eso, Fil! Es gracioso, ¿no?

Viecherovski me miraba con una expresión desconocida.

—¿Sabes, Dmitri? — repuso—, no sé porqué, pero nunca consideré el aspecto humorístico de la situación.

—¿No? Pero cuando se piensa en eso… Ahí están, y empiezan a calcular cosas: cien megavatios en la investigación de los anélidos, setenta y cinco multivatios para llevar adelante este proyecto, y diez bastarán para detener a Maliánov. Y alguno objeta que diez no bastan. Después de todo, hay que enloquecerlo con llamados telefónicos; darle coñac y una mujer, y van dos. — Me senté con las manos apretadas entre las rodillas— No, en realidad es gracioso.

— Si — admitió Viecherovski—, por cierto que es gracioso, pero no mucho. La pobreza de tu imaginación resulta abrumadora. Me sorprende que hayas terminado por conseguir tus burbujas.

—¿Qué burbujas? No hay burbujas. Ni las habrá. Deja de acosarme, señor director. No vi nada, no oí nada, no veo nada malo, no oigo nada malo. Y de cualquier modo, mi trabajo oficial es con el espectrómetro IK. Todo lo demás es apenas la hibris de los intelectuales, un complejo de Galileo.

Guardamos silencio. La tetera comenzó a jadear con suavidad, e hizo un ruido de «pf-pf-pf», como si estuviese a punto de hervir.

— Bueno, está bien — dije—. Pobreza de imaginación. De acuerdo. Pero tienes que admitir que si olvidas los detalles diabólicos, todo el asunto resulta fascinante. En realidad parece como si existieran. La gente ha parloteado tanto, conjeturado tanto, mentido tanto en la invención de esos platillos idiotas, misteriosas explicaciones para las terrazas de Baalbek… y en verdad existen. Pero es claro que no tal como creíamos. De paso, yo siempre tuve la certeza de que cuando ellos se anunciaran, serían muy distintos de todo lo que habíamos inventado al respecto.

—¿Quiénes son «ellos»? — interrogó Viecherovski, distraído. Encendía la pipa.

— Los alienígenas — contesté—. O para usar el término científico, la supercivilización.

— Ahá —dijo Viecherovski—. Entiendo. Nadie sugirió nunca que pudiesen ser policías con pautas de conducta aberrantes.

— Muy bien, muy bien — dije. Me levanté y puse dos tazas y platillos para té—. Puede que mi imaginación sea pobre, pero tú no tienes ninguna.

— Es probable — convino Viecherovski—. Soy totalmente incapaz de imaginar algo que no puede existir. El flogisto, por ejemplo, o un termógeno, o, digamos, el éter universal. No, no, por favor, prepara un poco de té fresco. Y no escatimes.

— Sé cómo prepararlo — gruñí—. ¿Qué decías sobre el flogisto?

— Jamás creí en el flogisto. Y nunca creí en las supercivilizaciones. Tanto el flogisto como las supercivilizaciónes son demasiado humanos. Como en Baudelaire. Demasiado humanos, y por lo tanto animales. No son un producto de la razón, sino de la falta de razón.

—¡Un minuto! — exclamé, con la tetera en la mano y una caja de té de Ceilán en la otra—. Pero tú mismo admitiste que nos vemos ante una supercivilización.

— Nada de eso — replicó Viecherovski, inconmovible—. Lo admitieron ustedes. Yo sólo aproveché las circunstancias para reorientarlos.

El teléfono sonó en mi habitación. Me estremecí, dejé caer la tapa de la tetera, mascullé, mientras miraba a Viecherovski y la puerta, una y otra vez.

— Vé —dijo Viecherovski con calma—. Yo prepararé el té.

No tomé el teléfono enseguida. Tenía miedo. Nadie podía llamar, en especial a esa hora. ¿Tal vez un Weingarten borracho? El estaba solo. Tomé el aparato.

—¿Hola?

La voz de ebrio de Weingarten dijo:

— Bueno, es claro que no duermo. ¡Saludos, víctima de la supercivilización! ¿Cómo estás ahí?

— Muy bien — dije, con gran alivio—. ¿Y tú?

— Todo va a la perfección — anunció Weingarten—. Pasamos por el Astoria. El Austeria, ¿entiendes? Conseguimos una botella de medio litro, pero no pareció suficiente. Así que llevamos dos medios litros, o sea un litro, a casa, y ahora nos sentimos muy bien. ¿Quieres venir?.

— No — repuse—. Viecherovski todavía está aquí. Bebemos té.

— El té te tetera — rió Weingarten—. Bueno. Llama si pasa algo.

— No entiendo, ¿estás sólo, o con Zájar?

— Los tres — dijo Weingarten—. Es muy lindo. Así que si pasa algo ven. Te esperamos. — Y colgó.

Regresé a la cocina. Viecherovski servía el té.

—¿Weingarten? — interrogó.

— Sí, es agradable que algunas cosas sigan igual, aun en toda esta locura. La constancia de la locura. Nunca pensé que un Weingarten bebido fuese algo tan bueno.

—¿Qué dijo?

— Dijo «El té te tetera».

Viecherovski rió entre dientes Weingarten le gustaba. Muy a su manera, pero le gustaba. Consideraba a Weingarten un enfant terrible… un enfant terrible grande, sudoroso, ruidoso.

Rebusqué en la refrigeradora, y encontré una costosa caja de golosinas Dame Pique.

—¿Ves esto?

— Ohó —dijo Viecherovski, respetuoso.

Admiramos la caja.

— Saludos de la supercivilización — dijo—. ¡Oh, sí! ¿Qué estabas diciendo? El me confundió por completo. ¡Ah, ya recuerdo! Quiere decir que, después de todo esto, sigues afirmando…

— Ahá. Sigo afirmando. Siempre supe que no había supercivilizaciónes. Y ahora, después de todo esto, como dices tú comienzo a adivinar porqué no existen.

— Espera. — Dejé la taza—. Por qué, etc., etc., todo eso es teórico. Dime esto: si no es una supercivilización, si no son alienígenas, ¿qué es? — Estaba furioso—. ¿Sabes algo, o estás ejercitando la lengua, divirtiéndote con paradojas? Un hombre se suicidó, otro se convirtió en jalea. ¿De qué estas parloteando?

No, aun a simple vista se advertía que Viecherovski no se divertía con paradojas ni parloteaba. De pronto el rostro se le puso gris y pareció fatigado, y apareció en la superficie una tensión enorme, cuidadosamente oculta. O tal vez era empecinamiento… un empecinamiento salvaje, tenaz. Dejó de parecer el mismo. Por lo general su rostro se veía un tanto marchito, con una adormilada flaccidez aristocrática… pero ahora era duro como la piedra. Y volví a asustarme. Por primera vez se me ocurrió que Viecherovski no me acompañaba para darme apoyo moral. Y que no era por eso qué me había invitado a pasar la noche, y antes a trabajar en su departamento. Y aunque estaba muy asustado, de pronto experimenté una oleada de piedad, sin base alguna, por cierto, aparte de unos vagos sentimientos, y del cambio operado en su rostro.

Y entonces recordé, sin motivo, que tres años antes Viecherovski había sido hospitalizado, pero no por mucho tiempo…

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