No resultó claro a quién se refería.
— Quiero decir que puedo entenderlo todo — dijo Maliánov—. Pero ese investigador…
—¿Quieres más café? —interrumpió Viecherovski.
Maliánov negó con la cabeza, y Viecherovski se puso de pie.
— Vamos a mi habitación — dijo.
Pasaron al estudio. Viecherovski se sentó a su escritorio, desnudo aparte de un papel que había en el medio, tomó de un cajón una guía telefónica, oprimió un botón, leyó la página y disco el número.
— El Investigador Superior Zíkin, por favor — dijo con tono seco, brusco—. Quiero decir Zíkov, Igor Petróvich. ¿Está en una misión? Gracias. — Colgó—. El investigador superior Zíkov está en misión — dijo a Maliánov.
— Está bebiendo mi coñac con algunas chicas, eso es lo que está haciendo — gruño Maliánov.
Viecherovski se mordió el labio.
— Eso no interesa. ¡Lo que importa es que existe!
—¡Es claro que existe! Me mostró sus documentos. ¿Por qué, creías que eran malhechores?
— Lo dudo.
— Eso es lo que pensé yo también. Armar toda esa historia nada más que por una botella de coñac, y al lado mismo de un departamento sellado…
Viecherovski asintió.
— Y tú dices… ¡la función de Hartwig! ¿Cómo puedo trabajar en un momento así? Están pasando demasiadas cosas.
Viecherovski lo miró con atención.
— Dmitri — dijo—. ¿No te sorprendió que Snegovoi se interesara por tu trabajo?
—¡Y cómo! Antes, nunca habíamos hablado de eso.
—¿Y qué le dijiste?
— Bien, en términos muy generales… en rigor, no pidió detalles.
—¿Y que dijo?
— Nada. Creo que se desilusionó. Dijo: «Donde está la hacienda y donde está el agua».
—¿Qué?
— «Donde está la hacienda y dónde está el agua.»
—¿Y qué se supone que significa eso?
— Es una referencia literaria… ¿Sabes? como decir que es algo traído de los cabellos.
— Ahá. —Viecherovski parpadeó con sus pestañas bovinas, y luego tomó de un alféizar un cenicero prístino, chispeante, y una pipa y tabaquera, y comenzó a llenar la pipa—. Ahá… «Donde está la hacienda y dónde está el agua»… Eso me gusta. Tendré que recordarlo.
Maliánov esperó con impaciencia. Tenía una gran confianza en él. Viecherovski era dueño de un cerebro totalmente inhumano. Maliánov no conocía a ningún otro que pudiera presentar conclusiones tan inesperadas.
—¿Bien? — preguntó al cabo.
Viecherovski había llenado su pipa y ahora la fumaba con lentitud, y la saboreaba. La pipa hacía ruiditos gorgoteantes. Mientras inhalaba, Viecherovski dijo:
— Dmitri… pf-pf-pf… ¿cuánto avanzaste desde el jueves? Creo que el jueves… pf-pf-pf… fue la última vez que hablamos.
—¿Qué importancia tiene? — inquirió Maliánov, disgustado—. Ahora no tengo tiempo para eso.
Viecherovski dejó que las palabras pasaran de largo. Siguió mirando a Maliánov con sus ojos rojizos, y chupando la pipa. Así era Viecherovski. Hizo una pregunta, y ahora esperaba la respuesta. Maliánov cedió. Creía que Viecherovski sabía mejor que él qué era importante y qué no lo era.
— Avancé muchísimo — dijo, y describió cómo había reformulado el problema, para reducirlo a una ecuación en forma de un vector, y luego a una integral-diferencial; cómo empezó a tener una imagen física; cómo imaginó las cavidades M, y cómo, por fin, la noche anterior, entendió que debía usar las transformaciones de Hartwig.
Viecherovski escuchó con atención, sin interrumpir ni hacer preguntas, y una sola vez, cuando Maliánov se arrebató, y tomó el papel y trató de escribir en él, lo detuvo y le dijo:
— Con palabras, con palabras.
— Pero no tuve tiempo para hacer nada al respecto — terminó Maliánov, triste—. Porque primero empezaron los estúpidos llamados telefónicos, y después vino el tipo de la tienda. — Pero no tuvo tiempo para hablar a Viecherovski de eso, porque recordó algo más.
— Escucha — dijo, excitándose—, me había olvidado por completo. Weingarten, cuando llamó ayer, quiso saber si conocía a Snegovoi.
—¿Sí?
— Sí. Y le dije que si.
—¿Y qué dijo él?
— Y dijo que él no lo conocía. Pero no se trata de eso. ¿Qué te parece, es una coincidencia? ¿O qué? Es una extraña coincidencia.
Viecherovski no dijo nada, siguió fumando la pipa. Después volvió a sus preguntas. ¿Cómo era el asunto de los comestibles? Más detalles. ¿Qué aspecto tenía el sujeto? ¿Qué dijo? ¿Qué llevó? ¿Qué queda de la entrega? El monótono interrogatorio deprimió por completo a Maliánov, porque no entendía que tenía que ver nada de eso con su mala suerte. Por último Viecherovski calló y hurgó en su pipa. Maliánov, esperó, y comenzó a imaginar que cuatro hombres irían a buscarlo, todos con anteojos para el sol, y que registrarían el departamento, arrancarían el empapelado y querrían saber si había tenido relaciones con Lídochka, y no le creerían, y al cabo se lo llevarían.
—¿Qué será de mí?
Viecherovski respondió.
—¿Quién sabe qué nos espera? ¿Quién sabe qué sucederá? Los fuertes serán, y los pillastres serán. Y vendrá la muerte y te sentenciará a muerte. No persigas el futuro…
Maliánov se dio cuenta de que eso era poesía solo porque Viecherovski cayó en risotadas contenidas que pasaban por ser una risa satisfecha. Es probable que ese fuese el ruido que harían los marcianos de H.G. Wells cuando bebiesen sangre humana. Viecherovski reía de ese modo porque le agradaba el poema que acababa de leer. Cualquiera creería que el placer que encontraba en la poesía era puramente físico.
— Vete al demonio — dijo Maliánov.
Y eso provocó una segunda tirada… esta vez en prosa.
— Cuando me siento mal, trabajo — dijo Viecherovski—. Cuando estoy deprimido, cuando tengo problemas, cuando estoy aburrido de la vida, me siento a mi trabajo. Es probable que existan otras recetas, pero no las conozco. O no funcionan en mi caso. ¿Quieres mi consejo? Aquí lo tienes: vé a trabajar. Gracias a Dios que la gente como tú o como yo sólo necesitamos un poco de papel y un lápiz para trabajar.
Pero para Maliánov no era tan sencillo. Sólo podía trabajar cuando sentía el corazón ligero y nada pesaba sobre él.
— Bonita ayuda eres — dijo—. Déjame llamar a Weingarten. Todavía me intriga que haya preguntado por Snegovoi.
— Es claro — dijo Viecherovski—. Pero si no te molesta llévate el aparato a la otra habitación.
Maliánov tomó el teléfono y arrastró el cable al cuarto contiguo.
— Si quieres, quédate aquí —le gritó Viecherovski—. Tengo papel, y te daré un lápiz.
— Muy bien, veremos.
Ahora Weingarten no contestaba. Maliánov dejó que el timbre sonara diez veces, y luego disco otra vez y lo dejó sonar diez más. ¿Qué debía hacer ahora? Es claro que podía quedarse allí. Reinaba el fresco, y había silencio. Todos los cuartos tenían aire acondicionado. No escuchaba los camiones ni el chirrido de los frenos, porque el departamento daba al patio. Y entonces se dio cuenta de que no era ese el problema. Sencillamente, tenía miedo de volver a su departamento. ¡Eso fue el colmo! Quiero mi casa más que a ninguna otra en el mundo, ¿y ahora temo volver a ella? Oh, no. No me harán hacer eso. Lo siento, pero no hay caso.
Maliánov tomó el teléfono con firmeza y lo llevó de vuelta. Viecherovsky se encontraba sentado, mirando el papel, tamborileando en él con su costosa estilográfica. La página estaba cubierta a medias de símbolos que Maliánov no pudo entender.
— Me voy, Fil — dijo.
Viecherovski lo miró.
— Es claro. Tengo que dirigir un examen mañana, pero hoy estaré en casa todo el día. Llámame o pasa por aquí.
— Muy bien.
Bajó con lentitud, no había prisa. Prepararé una taza de té fuerte, me sentaré en la cocina; Kaliam trepará a mi regazo. Lo acariciaré, sorberé mi té y trataré de desenmarañar esto con calma y sin nervios. Lástima que no tengamos un aparato de TV; sería bueno pasar la noche delante del aparato, viendo algo superficial, como una comedia o un poco de fútbol. Jugaré un solitario; hace siglos que no hago uno.