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– Voy a salir de aquí -dijo el chico en voz baja-. Mis padres me han dicho que lo haga. Ahora.

– ¿Pero cómo? -preguntó ella-. Los policías no te dejarán.

El chico la miró. Tenía su misma edad, diez años, pero parecía mucho mayor. Ya no quedaba ningún rasgo infantil en él.

– Encontraré la manera -respondió-. Mis padres me han dicho que me vaya. Ellos me han arrancado la estrella. Es la única forma. Si no, se acabó. Será el fin para todos nosotros.

La chica volvió a sentir que la invadía un pavor gélido. ¿Tendría razón el chico? ¿De verdad iba a ser el fin?

Él la miró con gesto un tanto desdeñoso.

– No me crees, ¿verdad? Deberías acompañarme. Quítate la estrella y ven conmigo. Nos esconderemos. Yo cuidaré de ti: sé lo que he de hacer.

La chica pensó en su hermanito, que la esperaba en el armario, y metió la mano en el bolsillo para tocar la llave. Podía escaparse con aquel niño tan rápido y espabilado. Así podría salvar a su hermano, y también a sí misma. Pero se sentía demasiado pequeña y vulnerable para hacer algo así ella sola. Estaba demasiado asustada. Y sus padres… ¿Qué les pasaría a ellos? ¿Y si lo que decía el chico no era verdad? ¿Podía confiar en él?

El chico le puso la mano en el brazo, intuyendo su reticencia.

– Ven conmigo -la animó.

– No sé -musitó ella.

El chico se apartó.

– Yo ya me he decidido. Me marcho. Adiós.

Lo vio dirigirse hacia la entrada. La policía hacía pasar a más gente: ancianos en camillas, en sillas de ruedas, grupos de niños que gimoteaban y mujeres que lloraban. Vio a Léon deslizarse entre la muchedumbre, a la espera del momento adecuado.

En un momento, un policía le agarró por el cuello de la camisa y lo lanzó hacia atrás. Léon se levantó ágilmente y se acercó centímetro a centímetro hacia las puertas, como un nadador que avanza con destreza contra la corriente. La chica observaba, fascinada.

En la entrada irrumpió un grupo de madres airadas que pedían agua para sus hijos. Los policías parecieron confusos por un momento, sin saber qué hacer. La chica vio a Léon deslizarse con facilidad entre el caos, rápido como un rayo. Luego desapareció.

Volvió con sus padres. Empezaba a caer la noche y, con ella, la chica sentía que su desesperación y la de las miles de personas encerradas en aquel lugar empezaba a crecer como un ser monstruoso, fuera de control, una desesperación pura y absoluta que la llenaba de pánico.

Trató de cerrar los ojos, la nariz y los oídos para cerrar el paso al olor, el polvo, el calor, los quejidos de angustia, la visión de adultos llorando y niños gimiendo. Pero no podía.

Lo único que podía hacer era observar, desvalida, callada. Advirtió un repentino alboroto arriba, cerca del tragaluz, donde la gente se sentaba en pequeños grupos. Hubo un alarido sobrecogedor, un borrón de ropas que caía como una cascada desde el palco, y un golpe sordo contra el duro suelo de la pista. Después se oyó un grito ahogado entre la multitud.

– Papá, ¿qué ha sido eso? -preguntó.

Su padre intentó apartarle la cara.

– Nada, cariño, nada. Sólo es ropa que ha caído desde arriba.

Pero la chica lo había visto, y sabía lo que había pasado. Una mujer joven, de la edad de su madre, y un niño pequeño. La mujer había saltado de la barandilla más alta con el niño agarrado.

Desde donde estaba sentada, la chica podía ver el cuerpo desmadejado de la mujer y el cráneo ensangrentado del niño, abierto como un tomate maduro.

La chica agachó la cabeza y lloró.

Cuando era niña y vivía en el 49 de Hyslop Road en Brookline nunca imaginé que un día me iría a vivir a Francia y me casaría con un francés. Suponía que iba a quedarme en Estados Unidos toda la vida. Cuando tenía once años estaba colada por Evan Frost, el chico que vivía en la casa de al lado. Tenía la cara llena de pecas, como los niños de los cuadros de Norman Rockwell, y tenía un aparato dental y un perro, Inky, al que le encantaba retozar sobre los primorosos parterres de mi padre.

Mi padre, Sean Jarmond, daba clases en el MIT *. Era el típico «profesor chiflado», con el pelo rizado y unas gafas de culo de vaso. Era muy popular, y a los estudiantes les caía bien. Mi madre, Heather Carter Jarmond, era una campeona de tenis retirada de Miami, esa clase de mujer deportista, bronceada y esbelta que nunca parece envejecer. Le gustaban el yoga y los alimentos naturales.

Los domingos, mi padre y el vecino, el señor Frost, hacían concursos de gritos por encima del seto por culpa de Inky, que destrozaba los tulipanes de mi padre, mientras mi madre preparaba magdalenas de miel y salvado en la cocina y suspiraba. Odiaba los conflictos. Sin prestar atención a la trifulca, Charla, mi hermana pequeña, veía La Isla de Gilligan o Meteoro en el cuarto de la tele mientras se atiborraba de regaliz rojo. En el piso de arriba, mi mejor amiga, Katy Lacy, y yo observábamos por detrás de la cortina cómo el encantador Evan Frost jugaba con el objeto de la ira de mi padre, un labrador negro azabache.

Fue una infancia feliz, entre algodones, sin grandes arrebatos ni escenas entre mis padres. Iba al colegio Runkle, calle abajo. Días de Acción de Gracias tranquilos, Navidades entrañables, veranos largos y perezosos en Nahant. Las semanas apacibles se convertían en meses no menos apacibles. La única vez que tuve miedo fue cuando mi maestra de quinto, la rubia señorita Sebold, leyó en voz alta El corazón delator, de Edgar Allan Poe. Gracias a ella tuve pesadillas durante años.

Fue durante mi adolescencia cuando empecé a sentir los primeros anhelos por Francia, una insidiosa fascinación que fue creciendo con el paso del tiempo. ¿Por qué Francia? ¿Por qué París? Siempre me había atraído la lengua francesa. La encontraba más suave y sensual que el alemán, el español o el italiano. Imitaba a la perfección a Pepe Le Pew, la mofeta francesa de los Looney Tunes. En mi interior sabía que aquella pasión por París, que no dejaba de crecer, no tenía nada que ver con los típicos clichés americanos del romance, la sofisticación y el atractivo sexual. Era algo más que todo eso.

Cuando descubrí París por primera vez, enseguida me llamaron la atención sus contrastes: los barrios vulgares y chabacanos me atraían mucho más que los majestuosos distritos de Haussmann. Me fascinaban sus paradojas, sus secretos, sus sorpresas. Me llevó veinticinco años aclimatarme, pero lo conseguí. Me acostumbré a soportar a los camareros impacientes y a los taxistas maleducados. Aprendí a conducir por la plaza de L'Étoile, impasible ante los airados insultos que me lanzaban los conductores de autobús y, lo que es más sorprendente, rubias elegantes y llamativas al volante de brillantes Minis negros. Aprendí a domar a concierges arrogantes, vendedoras altivas, operadoras telefónicas displicentes y médicos pedantes. Descubrí que los parisinos se consideraban superiores al resto del mundo, en especial a los demás ciudadanos franceses desde Niza hasta Nancy, y con un desprecio particular hacia los habitantes de los suburbios de la Ciudad de la Luz. Me enteré de que el resto de Francia llamaba a los parisinos «caraperros»: «Parisién Tête de Chien», y de que no les profesaban demasiado cariño. Nadie amaba más París que un auténtico parisino. Nadie estaba más orgulloso de su ciudad que un auténtico parisino. Nadie era tan arrogante, tan orgulloso, tan engreído y, sin embargo, tan irresistible. Me preguntaba a mí misma por qué adoraba París. Tal vez porque nunca se entregó a mí. Se me acercaba, tentador, pero me dejaba claro cuál era mi lugar: el de la americana. Siempre sería la americana, l'Américaine.

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* Massachusetts Institute of Technology. [N. del T]

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