Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Alessandra tenía sangre italiana, piel tersa, y una ambición desmedida. Era una chica guapa, con rizos negros y lustrosos y la típica boca húmeda y carnosa que vuelve idiotas a los hombres. Era incapaz de decidir si me caía bien o mal. Tenía la mitad de mis años y ya ganaba casi lo mismo que yo, aunque mi nombre aparecía por encima del suyo en la cabecera.

Joshua repasó la lista de asuntos pendientes. Había que hacer un artículo de peso sobre las elecciones presidenciales, un tema candente desde la controvertida victoria de Jean-Marie Le Pen en la primera vuelta. No me entusiasmaba escribirlo, y en el fondo me alegró que se lo asignaran a Alessandra.

– Julia -dijo Joshua mirándome por encima de las gafas-, éste te viene de perlas: el sexagésimo aniversario del Vel' d'Hiv'.

Me aclaré la garganta. ¿Qué había dicho? Sonaba como «veldiv». Me quedé en blanco. Alessandra me miró con condescendencia.

– El 16 de julio de 1942. ¿Te suena? -dijo ella. A veces la odiaba cuando ponía esa voz de doña Sabelotodo. Por ejemplo, hoy.

Joshua prosiguió.

– La gran redada del Velódromo de Invierno. Eso es lo que resume «Vel' d'Hiv'». Un famoso estadio cubierto donde se celebraban pruebas ciclistas. Allí estuvieron hacinadas miles de familias judías durante varios días en unas condiciones espantosas. Después los enviaron a Auschwitz y los gasearon.

Me sonaba, pero sólo vagamente.

– Sí -respondí con seguridad mirando a Joshua-. Bien, ¿y entonces, qué?

Se encogió de hombros.

– Bueno, podrías empezar por buscar supervivientes del Vel' d'Hiv', o testigos. Luego, averigua en qué consiste la conmemoración, quién la organiza, dónde y cuándo va a tener lugar. Por último, los hechos: qué ocurrió exactamente. Ya verás que es un trabajo delicado. A los franceses no les gusta mucho hablar de Vichy, Pétain y todo eso. No es algo de lo que se enorgullezcan.

– Hay un hombre que puede ayudarte -dijo Alessandra, en tono algo menos condescendiente-: Franck Lévy. Él fundó una de las asociaciones más importantes para ayudar a los judíos a encontrar a sus familiares tras el Holocausto.

– He oído hablar de él -repuse mientras anotaba su nombre. Y era verdad que lo conocía. Franck Lévy era un personaje público. Daba conferencias y escribía artículos sobre los bienes robados a los judíos y los horrores de la deportación.

Joshua se terminó otro café de un trago y añadió:

– No quiero artículos insulsos. Nada de sentimentalismos: hechos, testimonios. Y -miró a Bamber- fotos impactantes. Busca también material antiguo. No hay mucho disponible, como comprobarás, pero tal vez ese tal Lévy pueda ayudarte.

– Empezaré visitando el Vel' d'Hiv' -anunció Bamber-. Echaré un vistazo.

Joshua sonrió con ironía.

– El Vel' d'Hiv' ya no existe. Lo destruyeron en el año 59.

– ¿Dónde estaba? -pregunté, aliviada por no ser la única ignorante.

Alessandra respondió una vez más:

– En la calle Nélaton. En el distrito XV.

– Aun así, podemos ir -dije mirando a Bamber-. Tal vez quede gente en esa calle que recuerde lo que ocurrió.

Joshua se encogió de hombros.

– Podéis intentarlo -aceptó-, pero no penséis que vais a encontrar a mucha gente dispuesta a hablar con vosotros. Como ya os he dicho, los franceses son muy susceptibles, y se trata de un asunto muy delicado. No olvidéis que quien arrestó a todas esas familias judías fue la policía francesa, no los nazis.

Escuchando a Joshua me di cuenta de lo poco que sabía sobre lo ocurrido en París en julio de 1942. No lo había estudiado en clase, cuando vivía en Boston. Y desde que me vine a París hace veinticinco años no había leído gran cosa sobre el tema. Era como un secreto, algo enterrado en el pasado. Algo que nadie mencionaba. Me moría por sentarme delante del ordenador y empezar a buscar en Internet.

En cuanto acabó la reunión, me fui a mi despacho, un cuchitril con vistas a la ruidosa calle Marbeuf. Trabajábamos en un espacio muy reducido, pero me había acostumbrado y no me importaba. En casa no tenía sitio para escribir. Bertrand me había prometido que en el apartamento nuevo tendría un despacho muy amplio para mí sola, mi propia oficina privada. Por fin. Sonaba demasiado bonito para ser cierto, un tipo de lujo al que tardaría un tiempo en acostumbrarme.

Encendí el ordenador, entré en Internet y luego en Google. Escribí: «vélodrome d'hiver vel' d'hiv'». Había muchas entradas. La mayoría estaba en francés, y algunas eran muy minuciosas.

Estuve trabajando toda la tarde. No hice más que leer, archivar información y buscar libros sobre la Ocupación y las redadas. Comprobé que muchos de esos libros estaban agotados, y me pregunté por qué. ¿Era porque nadie quería leer acerca del Vel'd'Hiv'? ¿O acaso porque ya no le importaba a nadie? Llamé a un par de librerías y me dijeron que iba a ser complicado conseguir esos volúmenes. «Por favor, inténtenlo», les pedí.

Cuando apagué el ordenador tenía un cansancio tremendo. Me dolían los ojos, y todo lo que había averiguado hacía que sintiera un gran peso en la cabeza y en el corazón.

Encerraron a más de cuatro mil niños judíos de entre dos y doce años en Vel' d'Hiv'. La mayoría de esos niños eran franceses, nacidos en Francia.

Ninguno regresó de Auschwitz.

El día se hacía eterno, interminable, insoportable. Acurrucada junto a su madre, observaba cómo las familias a su alrededor iban perdiendo la cordura. No había nada que beber ni que comer. El calor era sofocante. El aire estaba cargado de un polvo ligero y seco que le irritaba los ojos y la garganta.

Las grandes puertas del estadio estaban cerradas. En cada pared había policías de gesto sombrío que les amenazaban en silencio con sus armas. No había adónde ir ni nada que hacer, salvo quedarse sentada y esperar. ¿Esperar a qué? ¿Qué iba a pasarles a su familia y a todo aquel gentío?

Su padre la acompañó a buscar los baños, al otro extremo del estadio. Se encontraron con un hedor inimaginable. Eran muy pocos baños para semejante multitud, enseguida se averiaron. La chica tuvo que ponerse en cuclillas contra el muro para aliviarse, mientras luchaba contra las ganas de vomitar tapándose la boca con una mano. La gente orinaba y defecaba donde podía, avergonzados, destrozados, acurrucados como animales sobre aquel suelo inmundo. La chica vio a una anciana pudorosa que se escondía tras el abrigo de su marido. Otra mujer jadeaba de espanto, se tapaba la boca y la nariz con las manos y meneaba la cabeza.

La chica siguió a su padre por entre la multitud, de vuelta al lugar donde habían dejado a su madre. Tuvieron que abrirse paso a través de la muchedumbre. Los pasillos estaban repletos de bultos, bolsas, colchones, cunas, y la pista, atestada de gente. ¿Cuánta gente habría allí?, se preguntó. Los niños corrían por los pasillos, desaliñados y sucios, pidiendo agua a gritos. Una embarazada, debilitada por el calor y la sed, gritaba con todas sus fuerzas que se iba a morir, que se iba a morir en cualquier momento. Un hombre se desplomó de repente y quedó tendido sobre el polvo del suelo. Tenía la cara azulada y un rictus le deformaba el gesto. Nadie se movió.

La muchacha se sentó al lado de su madre, que se había tranquilizado, y apenas hablaba. La chica le cogió la mano y la apretó, pero ella no respondió. El padre se levantó y se acercó a un policía para pedirle agua para su hija y su esposa. El hombre respondió en tono brusco que de momento no había. El padre dijo que era una vergüenza, que no podían tratarles como a perros. El policía se dio la vuelta y se alejó.

La chica volvió a encontrarse con Léon, el chico al que había visto en el taller. Caminaba entre la multitud, mirando hacia las puertas. Se dio cuenta de que no llevaba la estrella amarilla. Se la habían arrancado. Se levantó y se dirigió hacia él. Tenía la cara sucia, una magulladura en la mejilla izquierda, y otra junto a la clavícula. La chica se preguntó si ella parecería tan exhausta y molida como él.

7
{"b":"113322","o":1}