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– ¿Qué hacemos? -preguntó Rachel-. ¿Lo paramos?

La chica vio otros dos faros sombreados, y luego otros dos más. Una larga hilera de coches se acercaba a ellas.

– Agáchate -susurró a Rachel, tirándole de la falda-. ¡Rápido!

No había arbustos tras los que esconderse. La chica se tumbó boca abajo, con la barbilla en la tierra.

– ¿Por qué? ¿Qué haces? -preguntó Rachel.

Entonces lo comprendió.

Soldados. Era una patrulla nocturna de soldados alemanes.

Rachel se tiró al suelo junto a la muchacha.

Los coches se acercaban haciendo rugir sus potentes motores. A la luz atenuada de los faros, las chicas distinguieron los cascos redondos y brillantes de los soldados. Nos van a ver, pensó la chica. No podemos escondernos. No hay donde esconderse, nos van a ver.

Pasó el primer jeep, seguido del resto, levantando una espesa nube de polvo blanco que se metió en los ojos de las niñas. Intentaron no toser ni moverse. La joven estaba tumbada boca abajo en el polvo, tapándose los oídos con las manos. La fila de coches parecía interminable. ¿Verían sus siluetas oscuras al borde de aquel camino de tierra? Se preparó para oír los gritos, el frenazo de los coches, los portazos y los pasos rápidos de los soldados, para después sentir el contacto de unas manos rudas que la agarraban por los hombros.

Pero los últimos coches pasaron de largo y el zumbido de sus motores se perdió en la noche. Volvió a hacerse el silencio, y el camino se quedó vacío, salvo por la polvareda blanca que ondeaba sobre él. Esperaron un momento y luego gatearon por el camino en sentido opuesto al de los coches.

A través de los árboles se veía una luz, que parecía atraerlas con su resplandor blanco. Se acercaron, siempre caminando por fuera de la carretera. Abrieron la puerta de una verja y entraron con sigilo en una propiedad. Parecía una granja, pensó la chiquilla. A través de una ventana abierta vieron a una mujer que leía junto a la chimenea y aun hombre que fumaba en pipa, y también les llegó hasta la nariz un suculento olor a comida.

Sin vacilar, Rachel llamó a la puerta. Se abrió una cortina de algodón. La mujer que las observaba a través del cristal tenía una cara alargada y huesuda. Se quedó mirándolas y volvió a correr el visillo, sin abrir la puerta. Rachel volvió a llamar.

– Por favor, madame, necesitamos algo de comida y un poco de agua…

La cortina no se movió. Las niñas se acercaron a la ventana abierta. El hombre de la pipa se levantó de su silla.

– Fuera de aquí -ordenó en voz baja y amenazante-. Largaos de aquí.

Detrás de él, la mujer de la cara huesuda las contemplaba sin decir nada.

– Agua, por favor… -suplicó la chiquilla.

La ventana se cerró de golpe.

A la chica le dieron ganas de llorar. ¿Cómo podían ser tan crueles esos granjeros? Había visto que sobre la mesa tenían pan, y también una jarra de agua, pero Rachel tiró de ella y ambas volvieron a aquella sinuosa calzada de tierra. Encontraron más granjas, pero en todas ellas ocurrió lo mismo: las echaban con cajas destempladas, y ellas debían marcharse.

Ya era muy tarde. Estaban exhaustas y hambrientas y a duras penas podían caminar. Llegaron a una alquería grande y antigua, a poca distancia del camino, alumbrada por una farola alta y con la fachada cubierta de hiedra. No se atrevían a llamar. Delante de la casa había una gran perrera vacía. Entraron en ella gateando. La caseta era cálida, estaba limpia y había en ella un olor a perro que no resultaba desagradable. Hallaron un cuenco con agua y un hueso roído. Bebieron el agua a lengüetazos, primero una y después la otra. La chica temía que el perro pudiera volver y morderlas, y se lo dijo a Rachel con un hilo de voz, mas su amiga ya se había quedado dormida, enroscada como un animalillo. La chica contempló su cara de agotamiento, las mejillas chupadas, las cuencas de los ojos hundidas. Parecía una anciana.

Durmió a ratos, apoyada en Rachel, y tuvo una extraña pesadilla en la que veía a su hermano muerto en el armario, y a la policía golpeando a sus padres, y lloró en sueños.

Cuando la despertaron unos ladridos furiosos, le dio un codazo a Rachel. Oyeron la voz de un hombre cuyos pasos se acercaban crujiendo sobre la grava. Ya era tarde para escapar. Se abrazaron desesperadas, mientras la niña pensaba: Estamos perdidas. Nos van a matar ahora mismo.

El amo tiró del perro hacia atrás. La muchacha vio una mano que tanteaba en el interior de la caseta, agarraba su brazo y luego el de Rachel. Las dos salieron reptando.

El hombre era bajito, estaba calvo y lleno de arrugas y tenía el bigote canoso.

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -murmuró, observándolas a la luz de la farola.

La chica notó que Rachel se ponía rígida y supuso que iba a echar a correr como un conejo.

– ¿Os habéis perdido? -preguntó el viejo, en tono que parecía preocupado.

Las jóvenes estaban sorprendidas. Se esperaban amenazas, golpes, cualquier cosa menos amabilidad.

– Por favor, señor, tenemos hambre -imploró Rachel.

El hombre asintió.

– Ya me lo imagino.

Se agachó para hacer callar al perro, que no dejaba, de gañir. Después dijo:

– Venid, niñas. Seguidme.

Ninguna de las dos se movió. ¿Podían confiar en aquel anciano?

– Aquí nadie os hará daño -les aseguró.

El hombre sonrió de forma amable y bondadosa.

– ¡Geneviève! -gritó volviéndose hacia la casa.

Una señora mayor con una bata azul salió al porche.

– ¿Por qué está ladrando ahora el bobo del perro, Jules? -preguntó la señora, enfadada.

Entonces vio a las niñas y se llevó las manos a la cara.

– Santo cielo… -murmuró.

La anciana se acercó. Tenía un gesto apacible, la cara redonda y el pelo recogido en una gruesa trenza blanca. Se quedó mirando a las niñas con gesto de pena y consternación.

A la chiquilla le dio un vuelco el corazón. La anciana se parecía a su abuela polaca, la de la foto. Los mismos ojos de color claro, el pelo blanco, la misma silueta regordeta y tranquilizadora.

– Jules -susurró la anciana-, ¿son…?

El anciano asintió.

– Creo que sí.

La señora repuso en tono decidido:

– Que entren. Debemos esconderlas de inmediato.

Bajó con un curioso anadear y escudriñó a ambos lados del camino.

– Vamos, niñas -las instó al tiempo que las tomaba de la mano-. Aquí estaréis a salvo. Con nosotros no corréis peligro.

Tras una noche terrible, me levanté con la cara hinchada por la falta de horas de sueño. Me alegré de que Zoë ya se hubiera marchado al colegio. No me apetecía que me viera en semejante estado. Bertrand se mostró amable y afectuoso, y me dijo que teníamos que hablar más del asunto. Podíamos hacerlo por la noche, cuando Zoë se durmiera. Dijo todo esto en un tono muy calmado y gentil, pero yo sabía que ya se había decidido. Nada ni nadie iba a conseguir que quisiera tener a ese bebé.

Me faltó valor para contárselo a mis amigos y a mi hermana. La decisión de Bertrand me había afectado hasta tal punto que prefería tragármelo todo yo sola, al menos por el momento.

Aquella mañana me costó mucho ponerme en marcha. Cualquier cosa que hacía me resultaba fatigosa, y cada movimiento suponía un gran esfuerzo. No dejaban de venirme a la cabeza las imágenes de la noche anterior y los comentarios de Bertrand. La única solución era enfrascarme en el trabajo. Aquella tarde iba a reunirme con Franck Lévy en su oficina. De repente lo del Vel' d'Hiv' me parecía muy lejano. Me sentía como si hubiera envejecido de la noche a la mañana. Ya nada importaba, salvo el bebé que llevaba en mi vientre y que mi marido no quería.

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