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Pero últimamente había empezado a hacerme preguntas. Extrañas dudas que me revoloteaban por la cabeza, nada concreto. ¿Aún le creía?

«Si lo aceptas, es que eres tonta», me decían Hervé y Christophe. «Deberías preguntárselo a bocajarro», me aconsejaba Isabelle. «Estás loca si aceptas lo que dice» me reprendían Charla, mi madre, Holly, Susannah y Jan.

Decidí que esa noche iba a olvidarme de Amélie. Sólo contamos Bertrand, yo, y esta maravillosa noticia. Le di un sorbo a mi copa, mientras los camareros me sonreían. Me sentía bien, me sentía fuerte. Al cuerno con Amélie. Bertrand era mi marido y yo iba a tener un hijo suyo.

El restaurante estaba a rebosar. Miré a mi alrededor, a las mesas, todas ocupadas. Una pareja de ancianos con sendas copas de vino comían muy concentrados en sus platos. Un grupo de treintañeras se tronchaba de risa sin poder evitarlo mientras, en una mesa cercana, una mujer de gesto adusto que cenaba sola las miraba con el ceño fruncido. Unos hombres de negocios con trajes grises encendían sus puros, unos turistas americanos trataban de descifrar el menú y en otra mesa cenaba un matrimonio con sus hijos adolescentes. Había mucho ruido y también mucho humo, pero no me molestaba: estaba acostumbrada.

Bertrand se estaba retrasando, como de costumbre, pero me daba igual. Me había dado tiempo a cambiarme y a arreglarme el pelo. Me había puesto los pantalones color chocolate que tanto le gustaban, y un sencillo corpiño ceñido. Pendientes de perla de Agatha y mi reloj de pulsera Hermès. Me miré en el espejo que había a la derecha. Mis ojos parecían más grandes y azules de lo habitual, y mi piel resplandecía. No estaba nada mal para una mujer de mediana edad embarazada, me dije, y por la forma en que me sonreían los camareros debían de opinar lo mismo.

Saqué la agenda del bolso. Por la mañana, antes de nada, tenía que llamar a mi ginecóloga y pedirle cita de inmediato. Probablemente tendría que hacerme algunas pruebas. Para empezar, una amniocentesis, seguro. Ya no era una madre «joven»: el parto de Zoë se me antojaba algo remoto en el tiempo.

De pronto me sobrevino el pánico. ¿Sería capaz de pasar por todo eso once años después? El embarazo, el parto, las noches en vela, los biberones, los llantos, los pañales… Pues claro que puedes, me dije. Llevas diez años deseando esto, ¿cómo no vas a estar preparada? Y Bertrand también.

Pero mientras lo esperaba allí sentada, la ansiedad crecía en mi interior. Traté de ignorarla. Abrí mi libreta y leí las últimas notas que había tomado sobre el Vel' d'Hiv'. No tardé en concentrarme en mi trabajo, tanto que dejé de escuchar el jaleo del restaurante, las risas de la gente, las maniobras de los camareros por entre las mesas e incluso el rechinar de las patas de una silla en el suelo.

Alcé la vista y vi a mi marido sentado enfrente, observándome.

– ¿Cuánto tiempo llevas ahí? -le pregunté.

Él sonrió y me cogió la mano.

– Un buen rato. Estás muy guapa.

Bertrand llevaba su chaqueta de pana azul oscuro y una camisa blanca y recién planchada.

– Tú sí que estás guapo -dije.

Casi se lo suelto en aquel mismo momento. Pero no, era pronto. Demasiado rápido. Me contuve con dificultad, mientras el camarero le traía a Bertrand otro Kir royal.

– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Por qué estamos aquí, amour? ¿Algo especial? ¿Una sorpresa?

– Sí -respondí, alzando mi copa-. Una sorpresa muy especial. ¡Bebe! Brindemos por la sorpresa.

Chocamos nuestras copas.

– ¿Se supone que tengo que adivinar de qué se trata? -preguntó.

Me sentía como una niña traviesa.

– Nunca lo adivinarías. ¡Es imposible!

Él se rió, divertido.

– ¡Te pareces a Zoë! ¿Le has dicho a ella en qué consiste esa sorpresa tan especial?

Negué con la cabeza, cada vez más emocionada.

– No. Nadie lo sabe. Nadie excepto… yo.

Estiré el brazo para agarrarle de la mano. Su piel era suave y bronceada.

– Bertrand… -empecé.

El camarero apareció por encima de nuestras cabezas. Decidimos pedir. Terminamos en un minuto: confit de canard para mí, cassoulet * para Bertrand y espárragos de entrante.

Cuando vi la espalda del camarero que se retiraba hacia la cocina, se lo dije muy rápido.

– Voy a tener un bebé.

Analicé su gesto. Esperé a que sonriera y abriera unos ojos como platos en gesto de alegría, pero los músculos de su cara permanecieron inmóviles, como una máscara. Parpadeó y me miró fijamente.

– ¿Un bebé? -retrucó.

Le apreté la mano.

– ¿No te parece estupendo, Bertrand?

Permaneció en silencio. Yo no podía entenderlo.

– ¿De cuánto tiempo estás? -preguntó por fin.

– Acabo de enterarme -musité, preocupada por aquella frialdad.

Se frotó los ojos, algo que hacía siempre cuando estaba cansado o enfadado. No dijo nada, y yo tampoco.

El silencio cayó sobre nosotros como una espesa niebla. Casi podía tocarlo con los dedos.

El camarero nos trajo el primer plato, pero ninguno de los dos tocó los espárragos.

– ¿Qué pasa? -quise saber, sin poder soportarlo más.

Bertrand suspiró, meneó la cabeza y volvió a frotarse los ojos.

– Creí que te alegrarías… Que te emocionarías… -dije, con los ojos húmedos.

Él se apoyó la barbilla en la mano.

– Julia, ya había renunciado.

– ¡Y yo también! ¡Me había rendido del todo!

Su mirada era seria, y no me gustaba nada la determinación que veía en ella.

– ¿Qué quieres decir? -le pregunté-. ¿Sólo porque hayas renunciado ya no puedes…?

– Julia, me quedan menos de tres años para cumplir los cincuenta.

– ¿Y qué? -pregunté, con las mejillas encendidas.

– Que no quiero ser un padre viejo -añadió en voz baja.

– Oh, por el amor de Dios…

Otro silencio.

– No podemos seguir adelante con ese bebé, Julia -me dijo con voz suave-. Ahora llevamos otra vida. Zoë será pronto una adolescente, y tú tienes cuarenta y cinco años. Nuestra vida ya no es la misma, y un crío no encaja en ella.

En ese momento las lágrimas me resbalaron por la cara y cayeron al plato.

– ¿Intentas decirme…? -pregunté, atragantada-. ¿Intentas decirme que debo abortar?

La familia de la mesa de al lado nos miró escandalizada. Me importaba un comino.

Como era mi costumbre en momentos de crisis, volví a mi lengua materna. Me resultaba imposible hablar en francés en un momento así.

– ¿Un aborto provocado después de tres naturales? -pregunté mientras negaba con la cabeza.

Su semblante era triste. Triste y también compasivo. Me dieron ganas de abofetearle la cara, de pateársela.

Pero no pude. Sólo fui capaz de llorar sobre la servilleta. Él me acarició el pelo, murmurando una y otra vez que me quería.

Yo había dejado de escuchar su voz.

Cuando las chiquillas se despertaron, ya había caído la noche. El bosque había dejado de ser aquel lugar frondoso y apacible por el que habían vagado durante la tarde. Ahora se veía inmenso y lúgubre, y estaba poblado de sonidos extraños. Poco a poco se abrieron camino entre los helechos, agarradas de la mano y parándose cada vez que oían un ruido. Tenían la sensación de que la noche era cada vez más negra. Siguieron caminando, internándose cada vez más en el corazón del bosque. La chica pensó que iba a derrumbarse de agotamiento, pero la mano cálida de Rachel le daba ánimos.

Por fin llegaron a un sendero ancho que serpenteaba entre unos prados llanos. Dejaron atrás la ominosa presencia del bosque y se asomaron a un cielo sombrío, sin luna.

– Mira -dijo Rachel, señalando hacia delante-. Un coche.

Unos faros, pintados de negro para que sólo dejaran pasar una estrecha ranura de luz, perforaban las tinieblas de la noche, acompañados por el ruido de un motor cada vez más próximo.

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* Carne de pato cocinada en su propia grasa. [N. del T.]

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** Guiso de alubias y carne típico del sur de Francia. [N. del T.]

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