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«-Sí — repuse —, es una región poco interesante. ¿Nos vamos, Thomas? ¿Qué te parece?

«-¿Irnos? — se asombró —. Pero ¿cómo… Tom?

«Su tono había dejado de gustarme.

«-¿Es que quieres quedarte aquí? — pregunté.

«-¿Y tú no?

«"Se hace el loco — pensé —, pero ya basta de tales tonterías."»-Vamos — dije —, hemos de volver. ¿Dónde está tu pistola?

«-La he perdido al morirme.

«-¿Qué?

«-Pero no importa — dijo —. Un muerto no necesita pistola.

«-Claro, claro — asentí —. Ven, te pondré el cinturón y nos marcharemos.

«-¿Estás loco, Tom? ¿Adonde?

«-Al Prometeo.

«-Ya no está aquí…

«-Está algo más lejos. Vamos, déjame ponerte el cinturón.

«-Espera — dijo, apartándome —. Hablas de un modo extraño. ¡Tú no eres. Tom!

«-Claro que no. Soy Hal.

«-¿Tú también has muerto? ¿Cuándo?

«Ahora yo ya sabía más o menos de qué iba, así que empecé a darle la razón.

«-Pues, mira — contesté —, hace algunos días, Ven, déjame ponerte el cinturón.

«Pero él no se dejaba, y empezamos a pelear, al principio como en broma y después en serio; traté de agarrarle, pero no lo conseguía por culpa del traje espacial. ¿Qué hacer? No podía dejarle solo ni un momento, pues ya no le encontraría por segunda vez; un mismo milagro no se produce dos veces. Y él quería quedarse allí como si hubiera muerto. Y entonces, durante nuestra disputa, cuando ya me parecía que le había convencido y estaba de acuerdo, permití que me cogiera la pistola… Acercó mucho su rostro al mío, de modo que yo casi vi por el doble cristal y gritó:

«-¡Cerdo, me has engañado! ¡Estás vivo! — y me disparó.

Hacía mucho rato que sentía el rostro de Eri apretado contra mi hombro. Al oír mi última palabra se estremeció como si hubiese recibido un golpe, y cubrió mi cicatriz con la mano.

Callamos durante argo rato.

— Era un buen traje espacial — dije —. No se rompió, ¿sabes? Cedió hasta el fondo, me rompió algunas costillas, las metió dentro, me aplastó algunos músculos, pero no se rompió. Ni siquiera perdí el conocimiento, sólo tuve inutilizado el brazo derecho durante un rato y sentí el calor de la hemorragia bajo el traje.

«Estuve aturdido algún tiempo, y cuando me levanté, Thomas ya no estaba allí y yo no tenía ni idea de cuándo había desaparecido o hacia dónde. Le busqué a tientas, y en vez de encontrarle a él, di con la pistola. Debió de tirarla en seguida después de disparar. Y fue con su ayuda que pude salir de allí.

«Ellos me vieron inmediatamente cuando salté sobre la nube. Olaf acercó más la nave y me recogieron. Dije que no le había encontrado, sólo descubierto el cohete vacío, y mi pistola se me cayó de la mano y se disparó cuando tropecé con algo. El traje espacial tiene doble grosor. Se desprendió un trozo de chapa de la parte interior, y lo tengo aquí, bajo las costillas.

De nuevo el silencio y el creciente y prolongado rumor de las olas, que volvían a bañar todas las playas sin dejarse amilanar por la derrota de las infinitas olas que las habían precedido. Al aplanarse, se arqueaban, rompían; se oía su chasquido suave, cada vez más tenue y cercano, hasta que se rendía en el nuevo silencio.

— ¿Os alejasteis?

— No. Esperamos. Al cabo de dos días la nube se posó, y yo volé de nuevo hacia allí, solo.

¿Comprendes por qué, aparte de todos los demás motivos?

— Sí, lo comprendo.

— Le encontré en seguida porque su traje brillaba en la oscuridad. Yacía bajo una pared de rocas. No se le veía el rostro, ya que el visor estaba cubierto de escarcha por dentro. Cuando le levanté, tuve la impresión de sostener una escafandra vacía… casi no pesaba nada. Pero era él, sin duda alguna. Le dejé allí y volví en su cohete. Más tarde lo examiné con atención y comprendí por qué había pasado aquello. Su reloj, un reloj corriente, se paró, y perdió la noción del tiempo. Aquel reloj indicaba los días además de las horas. Lo reparé y coloqué de nuevo, para que nadie pudiera descubrir el secreto.

Abracé a Eri. Sentí que mi aliento movía ligeramente sus cabellos. Ella tocó mi cicatriz, y de pronto esta caricia se convirtió en una observación:

— Tiene una forma tan singular…

— Sí, ¿verdad? Es porque hubo de coserla dos veces; la primera no cicatrizaron los puntos…

Thurber me curó. Entonces Venturi, nuestro médico, ya no vivía.

— ¿El que te dio un libro rojo?

— Sí. ¿Cómo lo sabes, Eri? ¿Te lo he contado yo? No, es imposible.

— Se lo dijiste a Olaf… aquel día… ¿sabes?

— Es verdad. ¡Pero que te hayas acordado! Es una bagatela. Ah, soy realmente un cerdo.

Este libro se quedó en el Prometeo junto con todas las otras cosas.

— ¿Es allí donde tienes tus cosas? ¿En la Luna?

— Sí, pero no vale la pena ir a recogerlas.

— Claro que sí, Hal.

— Amor mío, todo ello formaría un museo de recuerdos, y esto me parece horrible. Si las recojo, será sólo para quemarlas. Sólo me guardaré un par de tonterías que he heredado de otros. Esta piedrecita…

— ¿Qué piedrecita?

— Tengo más como ella. Una es de Kerenea, otra del planetoide de Thomas…, ¡pero no pienses que he hecho una colección! Estas piedrecitas se metieron simplemente en las ranuras de mis suelas. Olaf las extrajo, les puso el letrero correspondiente y las conservó. No pude quitarle la idea de la cabeza. Es una tontería, pero… tengo que contarte esto. Sí, he de hacerlo para que no pienses que allí todo era horrible y no ocurría nada más que accidentes mortales.

Verás…, imagínate una reunión de mundos. Primero rosa, un espacio infinito del rosa más fino y pálido, y en él, penetrando en él, un segundo espacio ya más oscuro, y después, de un rojo ya casi azulado, pero muy lejos, y rodeándolo todo, la fosforescencia, sin gravedad, no como una nube ni como la niebla…, diferente. No encuentro palabras para explicarlo. Salimos los dos del cohete y lo contemplamos. Eri, no lo comprendo. Verás, incluso ahora siento un nudo en la garganta, de tan hermoso que era. Piensa esto: allí no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni pájaros, nada, ningunos ojos que puedan contemplarlo. Estoy completamente seguro que desde la creación del mundo nadie lo había visto, y Arder y yo fuimos los primeros. Y si nuestro graví metro no se hubiera estropeado, por lo que tuvimos que aterrizar allí; para arreglarlo, pues el cuarzo estaba roto y se había escapado el mercurio. Nadie habría estado allí hasta el fin del mundo, nadie lo habría visto. ¡ Es realmente misterioso! Se tienen unos deseos directos… Oh, no sé… No podíamos irnos, sencillamente. Olvidamos por qué habíamos aterrizado y permanecimos quietos, mirando. — ¿Qué era, Hal?

— No lo sé. Cuando volvimos y lo explicamos, Biel quería volar hacia allí inmediatamente, pero no pudimos: no teníamos demasiada energía de reserva. Tomamos muchas fotografías, pero no salió nada. En las imágenes todo era leche rosada con estacas lilas, y Biel disparó sobre la fosforescencia de las exhalaciones silihidrógenas, aunque me parece que ni él mismo lo creía; pero la desesperación de no poder investigarlo le inducía a buscar alguna explicación. Era como… como nada en el mundo. No conocemos nada semejante. No se parecía a ninguna cosa conocida. Tenía una profundidad gigantesca, pero no era un paisaje.

Ya te he mencionado esos matices que se alejaban y oscurecían hasta que la vista se nos iba.

Un movimiento…, no, no lo era. Fluía y al mismo tiempo estaba inmóvil. Cambiaba, como si respirase, pero continuaba siendo igual. Quién sabe si lo más importante de todo ello era tal vez aquella gigantesca magnitud. Como si detrás de la pavorosa negrura existiera una segunda eternidad, un segundo infinito, tan concentrado y grande, tan claro, que cuando el hombre cerraba los ojos dejaba de creer en él. Cuando nos miramos el uno al otro… Tendrías que haber conocido a Arder. Te enseñaré una foto suya. Era un muchacho más alto que yo, daba la impresión de poder atravesar cualquier muro y, además, sin darse cuenta de hacerlo.

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