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— ¿Qué quieres decir?

— ¿Sabes por qué anunciaron nuestra llegada?

— Algo debieron de decir en el real. Yo no lo vi, t>ero alguien me habló de ello.

— Es cierto. Pero si lo hubieras visto, te habrías muerto de risa. «Ayer a! amanecer regresó a la Tierra una expedición de investigación del espacio extraplanetario. Los participantes se encuentran bien y ya han iniciado el estudio de los resultados científicos de su expedición.» Cierre, punto y fuera.

— ¿Qué?

— Palabra de honor. ¿Y sabes por qué lo han hecho así? Porque nos tienen miedo. Por eso nos reparten por todo el mundo.

— No. Esto no lo comprendo. No son idiotas; tú mismo lo has dicho. ¡No van a pensar que somos fieras dispuestas a saltar al cuello de la gente!

— Si lo hubieran pensado, no nos habrían dejado volver. No, Hal. No se trata de nosotros, se trata de algo más. ¿Por qué no puedes comprenderlo?

— Soy un estúpido. Habla.

— La gente no se da cuenta del hecho…

— ¿De qué hecho?

— De que está desapareciendo el espíritu investigador. Saben que ya no hay expediciones, pero no piensan en ello. Creen que no las hay porque no son necesarias y ya está. Pero existen personas que saben perfectamente lo que ocurre y las consecuencias que se derivarán. Y las que ya empiezan a manifestarse.

— Bueno…, ¿y qué?

— Bombón. Bombones para toda la eternidad. Nadie volverá a volar a las estrellas. Nadie volverá a arriesgarse a realizar un experimento peligroso. Nadie volverá a probar en su propio cuerpo una nueva medicina. ¿Crees que no lo saben? ¡Claro que lo saben! Y si ahora publicaran quiénes somos en realidad, qué hemos hecho, por qué volamos, cómo ha sido realmente, ¡jamás, entonces, jamás podrían volver a ocultar esta tragedia!

— ¿Bombón? — pregunté, usando su palabra, que tal vez se habría antojado ridícula a un extraño que escuchara esta conversación. En cambio, yo no tenía ganas de reír.

— Claro. Y tú qué opinas, ¿no es una tragedia?

— Lo ignoro. Oh, escúchame. Al fin y al cabo, para nosotros tiene que ser algo grande, y siempre lo será. Permitimos que nos arrebataran todos estos años, y muchas cosas más, porque para nosotros era más importante. Pero quizá no lo sea. Hay que ser objetivo. Después de todo, dime, ¿qué hemos conseguido?

— ¿Qué estás diciendo?

— Vamos, vacíate bien todos los bolsillos. Enseña de una vez lo que te has traído de Fomalhaut.

— ¿Te has vuelto loco?

— Claro que no. ¿Cuál es, pues, la utilidad de nuestra expedición?

— Nosotros sólo éramos pilotos, Hal. Pregúntaselo a Gimma o Thurber.

— Oh, no digas tonterías. Estuvimos allí juntos, y tú sabes muy bien qué hicieron; qué hizo Venturi antes de morir, qué hizo Thurber… Vamos, ¿por qué me miras así? ¿Qué hemos traído? Cuatro sacos llenos de los más diversos análisis, espectrales y los que quieras, y muestras de minerales; y además ese foco, o ese metaplasma, o como se llame esta porquería de Arturo-Beta. Normers pudo verificar su teoría del torbellino gravimagnético, y también se pudo determinar que en los planetas del tipo C pueden existir, no triploides, sino tetraploides de silicona, y que en esa luna donde Arder estuvo apunto de reventar no hay más que lava y geodas del tamaño de un rascacielos. Y sólo para convencernos de que esa lava se solidifica en semejantes enormes y malditas geodas, hemos desperdiciado diez años y regresado aquí para convertirnos en seres grotescos y figuras de circo; ¿por qué, entonces, por todos los diablos, hemos tenido que trepar hasta allí? ¿Acaso puedes explicármelo? ¿Era necesario?

— Serénate — me dijo.

Yo estaba furioso, y él también. Entrecerró los ojos. Ya estaba pensando que íbamos a pegarnos, y mis labios temblaron, cuando de pronto me sonrió.

— Viejo alazán — murmuró —. Eres capaz de encolerizar al más pintado, ¿lo sabías?

— Al grano, Olaf, al grano.

— ¿Qué significa eso aquí de «al grano»? Tú mis — ¡no te vas por las ramas. ¿Y si hubiéramos traído un elefante de ocho patas que supiera álgebra… estarías satisfecho? ¿Qué esperabas realmente de Arturo? ¿Un paraíso? ¿Un arco de triunfo? ¿Qué quieres? En diez años no te he oído decir tantas tonterías como ahora en un solo minuto.

Contuve la respiración.

— Olaf, no me trates como a un idiota. Sabes perfectamente a qué me refiero. Me refiero a que la humanidad también puede vivir sin esto…

— ¡Cómo no! ¡Desde luego!

— Espera. Pueden vivir igual, y si es cierto lo que tú dices, de que a causa de la betrización ya no volverán a volar, entonces, amigo mío, queda por contestar la pregunta de si ha valido la pena. De si compensa haber pagado un precio tan alto.

— Ya. ¿Y si te casas? ¿Por qué me miras así? ¿Acaso no puedes casarte? Claro que puedes.

Te lo digo yo: puedes casarte. Y tener hijos. Y entonces los llevarás con alegría a que sean betrizados. ¿O no…?

— Con alegría, no. Pero ¿qué otra cosa podría hacer? No voy a luchar contra el mundo entero…

— Muy bien. Entonces, que todos los cielos te sean benignos — replicó —. Y ahora, cuando quieras, podemos ir a la ciudad.

— Estupendo — accedí —. Dentro de dos horas y media servirán el almuerzo, así que podemos estar de vuelta a la hora oportuna.

— Y si no llegamos a la hora oportuna, ¿no nos dan de comer?

— Sí, pero…

Enrojecí mientras me miraba. El pareció no advertirlo, ocupado en sacudirse la arena de los pies. Subimos al piso de arriba, nos cambiamos y fuimos a Klavestra en el coche. El tráfico de la carretera era bastante intenso. Por primera vez vi gliders de colores: rosados y de color limón. Encontramos un taller de coches. Me pareció leer el asombro en los ojos de cristal del robot que examinó mi coche averiado. Dejamos allí el coche y volvimos a pie. Resultó que había dos Klavestras: la vieja y la nueva:

era en la vieja donde había estado la víspera con Marger, en el centro industrial. La barriada moderna, o ciudad de verano, estaba repleta de gente, casi exclusivamente joven, entre quince y veinte años. Con sus trajes luminosos, de vivos colores, la juventud parecía ir disfrazada de soldados romanos: el material de las prendas brillaba al sol como armaduras muy cortas.

Había gran número de muchachas, en su mayoría bonitas, muchas con traje de baño, más atrevidos que los que había visto hasta ahora. Durante el paseo con Olaf sentí las miradas de toda la calle. Grupos policromos se detenían bajo las palmeras, contemplándonos. Éramos más altos que todos ellos; la gente se paraba, se volvía a mirarnos; era una sensación penosa y ridícula.

Cuando por fin llegamos a la carretera y alcanzamos los campos en dirección al sur y a nuestra villa, Olaf se secó la frente con el pañuelo. Yo también estaba algo sudado.

— Que se les lleve el diablo — dijo.

— Reserva este deseo para mejor ocasión.

Sonrió sin ganas.

— ¡Hal!

— ¿Qué?

— ¿Sabes a qué se parecía? A una escena de un plato: romanos antiguos, cortesanas y gladiadores.

— ¿Los gladiadores éramos nosotros?

— Exactamente.

— ¿Echamos a correr? — pregunté.

— Ahora mismo.

Corrimos a través de los campos. Eran unos ocho kilómetros. Pero nos desviamos un poco hacia la derecha y tuvimos que volver atrás. De todos modos, aún nos sobró tiempo para bañarnos antes del almuerzo.

Llamé a la puerta de Olaf.

— Si no es un extraño, ¡adelante!

Estaba desnudo en medio de la habitación y se rociaba el cuerpo con un líquido amarillo que se convertía inmediatamente en algo esponjoso al salir de la botella.

— ¿Usas esta ropa líquida? — pregunté —. ¡No sé cómo puedes!

— No me he traído una camisa de quita y pon — rezongó —. ¿A ti no te gusta esto?

— No. ¿Y a ti?

— Es que me han roto la camisa.

Ante mi mirada inquisitiva, añadió con una mueca simpática:

— Ese tipo sonriente, ¿sabes?

No dije nada más. Se puso sus viejos pantalones, que yo ya conocía del Prometeo, y bajamos. En la mesa sólo había tres cubiertos y el comedor estaba vacío.

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