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— ¡Señor! — exclamó algo; ignoraba la causa de mi certeza, pero adiviné que esta palabra iba dirigida a mí. No reaccioné.

— Señor, se lo ruego, atienda un momento. Señor, yo… soy diferente. Estoy aquí por un error…

Una confusión de voces.

— ¡Silencio! ¡Yo estoy vivo! — gritó para dominar el estruendo —. Es cierto, me metieron aquí, me recubrieron de hojalata a propósito, para que no se vea, pero acerque la oreja, ¡verá como me oye el pulso!

— ¡Yo también! — exclamó otra voz —. ¡Yo también! ¡ Señor! Caí enfermo, y durante mi enfermedad pensé que era una máquina. ¡Tal fue mi desvarío, pero ahora ya estoy sano!

Hallister, el señor Hallister puede confirmárselo, ¡se lo ruego, pregúntele! ¡Sáquenme de aquí, por favor!

— Porr fevorr, señorr…, se lo rrego.

— Break, break.

— A su servicio…

La barraca retumbaba y crujía al son de las voces oxidadas, y de repente un angustioso grito la invadió. Retrocedí y salté hacia el sol, deslumbrado, parpadeando; me quedé largo rato con la mano sobre los ojos y oí detrás de mí un ruido prolongado y rechinante; era el robot, que cerraba la puerta y pasaba el cerrojo.

— Señor… — se oía todavía una voz ahogada detrás de la pared —. Se lo ruego…, a su servicio…, un error…

Pasé por delante del pabellón de cristal; no sabía adonde ir, pero quería alejarme lo más posible de aquellas voces, no volver a oírlas; y me estremecí cuando de pronto alguien me tocó el hombro. Era Marger, el rubio, apuesto y sonriente Marger. — Ah, perdóneme, señor Bregg, le pido mil perdones. He tardado mucho…

— ¿Qué ocurrirá con ellos? — le interrumpí casi con brusquedad, señalando con la mano la barraca aislada.

— ¿Cómo dice? — Sus párpados temblaron —. ¿Con quién? — De improviso me comprendió —.

¿De modo que ha estado allí? No era necesario…

— ¿Qué quiere decir con que no era necesario?

— Es chatarra.

— ¿Qué?

— Chatarra para fundir después de la selección. ¿Nos vamos? Tenemos que firmar los papeles.

— Un momento. ¿Quién realiza esa… selección?

— ¿Quién? Los robots.

— ¿Qué? ¿Ellos solos?

— Pues claro.

Al fijarse en mi mirada, enmudeció.

— ¿Por qué no son reparados?

— Porque no compensa — dijo lentamente, con expresión de asombro.

— ¿Y adonde los llevan?

— ¿La chatarra? La transportan hasta allí — y señaló el alto y solitario horno Siemens-Martin.

Sobre la mesa de la oficina ya estaban preparados los papeles — el documento de control y otros papeluchos —. Marger rellenó las columnas correspondientes, firmó y me alargó la estilográfica. Yo la hice girar entre los dedos.

— ¿Y no existe ninguna posibilidad de error?

— ¿Cómo?

— Allí entre esa… chatarra, como usted la llama, podrían encontrarse algunos útiles y en bastante buen estado, ¿no cree?

Me miró como si no comprendiera lo que le decía.

— Yo he tenido esta impresión — añadí lentamente.

— Pero este asunto no nos concierne — replicó.

— ¿Ah, no? ¿A quién, pues?

— Es asunto de los robots.

— ¿Por qué? Nosotros hemos venido a controlar.

— No, no — dijo sonriendo, aliviado de haber averiguado por fin la causa de mi error —. Esto no tiene nada que ver con lo otro. Nosotros controlamos la sincronización de los procesos, su ritmo y su efectividad. No nos preocupamos de detalles como la selección. No es asunto nuestro. Aparte de que no es necesario, tampoco sería factible, ya que por cada persona hay actualmente dieciocho robots, y cinco de éstos terminan diariamente su ciclo y acaban en el montón de chatarra. Esto significa dos mil millones de toneladas por día.

Por lo tanto, comprenderá que sería imposible controlarlo. Además, la estructura de nuestro sistema reposa precisamente en el concepto opuesto: los robots nos sirven, no nosotros a ellos…

No pude aducir nada en contra. En silencio, firmé las hojas. Ya íbamos a separarnos cuando yo — de modo inesperado incluso para mí — le pregunté si producían robots a semejanza del hombre.

— Pues no — repuso, y añadió titubeando-: En un tiempo nos dieron mucho que hacer…

— ¿Por qué?

— Verá. ¡ Ya conoce a los ingenieros! Han llegado a ser tan perfectos en la imitación que ciertos modelos no podían distinguirse de los seres vivientes. Mucha gente no podía soportarlo.

De pronto recordé la escena en la nave con la cual había venido de la Luna.

— ¿No podían soportarlo? — repetí —. ¿Era tal vez una especie de… fobia?

— No soy psicólogo, pero creo que podría llamarse así. Pero ocurrió hace ya mucho tiempo.

— ¿Ya no hay robots semejantes?

— Sí, muchas veces se les ve en cohetes de corto alcance. ¿Ha visto alguno?

Di una respuesta evasiva.

— ¿Le queda tiempo para hacer sus gestiones? — preguntó con voz llena de ansiedad.

— ¿Qué gestiones?

Me vino a la memoria que había fingido tener que atender un asunto en la ciudad. Nos separamos a la salida de la estación, pues me acompañó hasta la puerta Deambulé un buen rato por las calles, fui al realon, salí sin esperar siquiera la mitad de la representación y volví a Klavestra de pésimo humor. A un kilómetro de la villa envié el glider a su punto de origen y caminé el resto del trayecto.

«No pasa nada. Son mecanismos de metal, alambres y vidrio, pueden montarse y desmontarse», dije para mis adentros. Pero no puedo huir del recuerdo de aquella sala, aquella oscuridad con las voces entrecortadas, aquel tartamudeo desesperado que ocultaba un significado excesivo, un exceso del temor más normal. Al fin y al cabo, yo era un experto en tales cosas. El horrible temor de una súbita destrucción no era irreal para mí como lo era para los otros, para estos sensatos constructores que lo habían fabricado todo tan bien. Los robots trabajaban hasta el fin con los de su especie, y los hombres no se mezclaban en sus cosas. Era un círculo cerrado de maquinaria precisa, que se creaba a sí misma, se reproducía y se aniquilaba. Sólo que yo había escuchado innecesariamente los síntomas de su agonía mecánica.

Hice un alto en la colina. Bajo el sol oblicuo, el paisaje era de una belleza indescriptible.

De vez en cuando, luminoso como un proyectil negro, un glider pasaba por la cinta de la carretera, que apuntaba hacia el horizonte, sobre el cual se perfilaban los contornos de las montañas azulados y desdibujados por la distancia.

Y de pronto sentí que no podía contemplar aquello, como si no tuviera derecho a hacerlo y como si en ello se ocultara un terrible engaño. Me senté bajo los árboles, me cubrí el rostro con las manos y lamenté haber regresado. Cuando llegué a la casa, se me acercó el robot blanco.

— Le llaman por teléfono, señor — dijo en tono confidencial —. Conferencia de Eurasia.

Le seguí a toda prisa. El teléfono se encontraba en el vestíbulo, por lo que mientras hablaba podía ver el jardín a través de la puerta de cristal.

— ¡Hal! — gritó una voz lejana pero clara —. ¡Soy Olaf!

— ¡Olaf…! ¡Olaf! — repetí en tono triunfante —. Muchacho, ¿dónde estás?

— En Narvik.

— Y ¿qué haces? ¿Cómo te va? ¿Has recibido mi carta?

— Claro. Por eso he sabido dónde buscarte.

Una breve pausa.

— Dime, ¿qué haces? — repetí, inseguro de pronto.

— Vamos, ¿qué quieres que haga? Nada. ¿Y tú?

— ¿Estuviste en el ADAPT?

— Sí. Pero sólo un día. Luego me esfumé. No podía, ¿sabes?

— Sí, lo sé. Escucha, Olaf. He alquilado una villa aquí, ni yo mismo sé por qué, pero ¡escucha! ¡Ven a verme!

No contestó en seguida. Cuando habló de nuevo, en su voz había cierta vacilación.

— Me gustaría ir. Quizá iría, Hal; pero ya sabes lo que nos han dicho…

— Sí, pero no pueden hacernos nada. Por otra parte, ¡ que se vayan al cuerno! Limítate a venir.

— ¿Para qué? Reflexiona, Hal. Tal vez será…

— ¿Qué?

— Peor.

— ¿Cómo sabes que a mí no me va bien?

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