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el muchacho había intentado pasar a través de mí, tomándome por un irreal camarada de Merlín.

El propio Merlín nos recibió en un ala alejada del castillo, rodeado de cortesanos enmascarados que, inmóviles, le asistían en sus artes mágicas. Pero yo ya estaba harto de todo ello y contemplé sus hechicerías con indiferencia. El espectáculo fue breve y los presentes ya empezaban a irse cuando Merlín, magnífico con su melena plateada, nos cortó el camino y nos indicó en silencio una puerta forrada de crespón que había en el extremo opuesto.

Sólo invitó a franquearla a nosotros tres. El no nos siguió. Nos encontramos en una sala no muy grande, pero alta de techo, una de cuyas paredes era un espejo que llegaba hasta el suelo de baldosas blancas y negras. Por ello la habitación parecía de tamaño doble del real, y daba la impresión de contener a seis personas en un tablero de ajedrez.

No había muebles; sólo una esbelta urna de alabastro con un ramo de flores semejantes a orquídeas, pero que tenían cálices extraordinariamente grandes. Cada flor era de un color diferente de las otras. Nos detuvimos ante el espejo.

De pronto mi imagen me miró. Este movimiento no era el reflejo de mi propia persona; yo estaba inmóvil. El otro — alto, fornido- miró primero lentamente a la mujer de cabellos oscuros, y luego a su acompañante. Ninguno de nosotros se movió; sólo nuestras imágenes, independizadas de modo incomprensible, vivían y representaban en silencio una pantomima.

El joven del espejo se acercó a la mujer y la miró a los ojos; ella negó con la cabeza, tomó las flores de la urna, las separó con los dedos y eligió tres: una blanca, una amarilla y una negra. Le dio a él la blanca y se acercó a mí con las otras dos. A mí… en el espejo. Me alargó las dos flores. Yo cogí la negra. Entonces ella volvió a su sitio y los tres — allí, en la sala del espejo — adoptaron exactamente las mismas posiciones en que nosotros nos habíamos inmovilizado. Al ocurrir esto, las flores que sostenían nuestros dobles desaparecieron. Ahora eran normales reflejos que repetían todos los gestos.

La puerta de la pared opuesta se abrió: bajamos por una escalera de caracol. Los nichos, columnas y bóvedas se confundían con el plata y el blanco de los corredores de plástico.

Seguimos adelante en silencio, ni solos ni acompañados; esta situación me oprimía cada vez más, pero ¿qué podía hacer? ¿Presentarme en una ceremonia propia del savoir vivre del siglo pasado?

Sones de música lejana. Estábamos en una especie de bastidores de un escenario invisible.

En el interior había un par de mesas vacías y sillas apartadas. La mujer se detuvo y preguntó a su acompañante:

— ¿No vas a bailar?

— No me apetece — repuso él. Era la primera vez que yo oía su voz.

Era apuesto, pero en cierto modo insensible, de una pasividad extraña, como si nada en el mundo le inspirase interés. Tenía una boca maravillosa, casi femenina. Me miró, y después la miró a ella. No dijo nada más.

— Bueno, pues vete, si quieres… — instó ella. El apartó la cortina que servía de pared y se fue.

Yo le seguí.

— ¡Escuche! — oí a mis espaldas.

Me detuve. Tras la cortina sonaron unos aplausos.

— ¿No quiere sentarse?

Me senté sin decir nada. El perfil de la mujer era magnífico. Sus orejas estaban cubiertas por discos cuajados de perlas.

— Soy Aen Aenis.

— Hal Bregg.

Pareció asombrada. No de mi nombre, que nada podía decirle, sino más bien de que yo escuchara su nombre con tanta indiferencia. Ahora podía contemplarla de cerca. Su belleza era perfecta y, en cierto modo, despiadada, así como sus movimientos, tranquilos, mesurados y negligentes. Llevaba un vestido gris rosado, más gris que rosa, que era como un fondo para su rostro blanco y sus manos blancas.

— ¿No le gusto? — interrogó con acento sereno.

Ahora fui yo quien se asombró.

— No la conozco.

— Soy la Ammai, de los Verídicos.

— ¿Quiénes son los Verídicos?

Su mirada se posó en mí con interés.

— ¿No ha visto a los Verídicos?

— Ni siquiera sé qué son.

— ¿De dónde ha venido usted?

— Vine desde el hotel.

— ¿Ah, sí? Desde el hotel… — En su voz había una clara ironía —. ¿Y puede saberse dónde estaba antes…, antes de ir al hotel?

— Claro que se puede. En Fomalhaut.

— ¿Qué es eso?

— Una constelación.

— ¿Qué?

— Un sistema de estrellas que está a veintitrés años luz de distancia de aquí.

Parpadeó. Abrió la boca. Era muy hermosa.

— ¿Astronauta?

— Sí.

— Comprendo. Yo soy una realista… bastante conocida.

No dije nada. Guardamos silencio. La música continuaba.

— ¿Sabe bailar?

Casi me eché a reír.

— Lo que ahora se baila… no.

— Lástima. Pero puede aprender. ¿Por qué hizo aquello?

— ¿Qué?

— Allí, en el puente.

No contesté en seguida.

— Fue… una reacción involuntaria.

— ¿Lo conocía?

— ¿Este viaje artificial? No.

— ¿No?

— No.

Un momento de silencio. Sus ojos, antes verdes, eran ahora casi negros.

— Sólo puede verse algo así en algunas copias muy antiguas — dijo como de pasada —. Nadie puede fingirlo. Es imposible. Cuando le vi, pensé que usted…

Me quedé esperando.

— …sería capaz de hacerlo. Porque se lo tomó en serio, ¿no es verdad?

— No lo sé. Tal vez.

— No importa. Yo lo sé. ¿Le gustaría? Me llevo muy bien con Frenet. ¿Quizá ignora usted quién es? El productor jefe del real. Tengo que decírselo. Si usted quiere…

Solté una carcajada. Ella se estremeció.

— Perdone, pero… ¡por los cielos negros y azules! ¿Pensaba usted contratarme…?

— Sí.

No parecía ofendida, más bien lo contrario.

— Gracias, pero no. Lo prefiero, ¿sabe?

— ¡ Pero al menos dígame cómo lo hizo! ¿O es un secreto?

— ¿Qué quiere decir? Usted misma vio cómo lo hice. — Me interrumpí —. ¿Se refiere a cómo logré hacerlo?

— Es usted muy perspicaz.

Sabía, como nadie, sonreír sólo con los ojos.

«Espera, pronto te pasarán las ganas de halagarme», pensé.

— Muy sencillo. No es ningún secreto. No estoy be trizado.

— Ah…

Por un momento pensé que se levantaría, pero consiguió dominarse. Abrió mucho los ojos, grandes, lánguidos. Me miró como quien mira a una fiera que está a un paso de distancia, como si encontrara un placer perverso en el terror que yo le inspiraba. Esto constituyó una mayor ofensa para mí que el simple temor.

— ¿Puede usted…?

— ¿Matar? — pregunté, sonriendo ingenuamente —. Sí, puedo hacerlo.

Callamos. La música seguía sonando. Levantó la mirada hacia mí un par de veces. No habló, y yo tampoco. Música. Aplausos. Música. Continuamos así un buen cuarto de hora. De repente se puso en pie.

— ¿Quiere irse conmigo?

— ¿Adonde?

— A mi casa.

— ¿Para beber brit?

— No.

Dio media vuelta y empezó a andar. La odié. Sin volverse, caminaba de un modo diferente de todas las mujeres que había visto en mi vida. No caminaba: se deslizaba. Como una reina.

La alcancé entre los setos, donde ya era casi oscuro. El resto de luz del pabellón se mezclaba con el resplandor azulado de la ciudad. Ella debía de oír mis pasos, pero siguió andando sin volverse a mirar, como si estuviera sola, incluso cuando la cogí del brazo; fue como una bofetada. La agarré por los hombros y la volví hacia mí; su rostro, blanco en la oscuridad, se levantó: me miró a los ojos y no intentó desasirse. Por otra parte, no lo habría conseguido. La besé impetuosamente, lleno de odio, y noté que temblaba.

— Tú… — dijo con voz profunda cuando nos soltamos.

— Calla.

Pero ahora trató de apartarse.

— Aún no — le ordené, y volví a besarla. De pronto mi cólera se transformó en asco hacia mí mismo y la solté. Pensé que huiría, pero no se movió. Intentó ver mi rostro. Yo torcí la cabeza.

— ¿Qué tienes? — preguntó en voz baja.

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