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— Sí — repuso lacónicamente.

— Recuerdo un trabajo de Mianikovsky… — empecé.

— Oh, eso se ha quedado muy atrás. Por lo menos, va en la misma dirección.

— ¿Cuánto tiempo necesitaré para aprender todo cuanto se ha hecho entretanto? — pregunté.

Calló durante un rato.

— ¿Para qué lo necesita?

No supe qué contestar.

— No volará más, ¿verdad?

— No — repuse —. Soy demasiado viejo para ello.

Ya no podría resistir semejantes aceleraciones… y, además, no querría volver a volar.

Tras estas palabras nos sumimos definitivamente en el silencio. La repentina emoción, con que había hablado de las matemáticas se desvaneció en seguida. Y ahora, sentado junto a él, sentí el peso de mi propio cuerpo y su inútil estatura. Aparte de las matemáticas no teníamos nada que decirnos y ambos lo sabíamos muy bien. De improviso, la emoción con que había hablado del papel salvador de las matemáticas durante el viaje se me antojó una falsedad. Me había engañado a mí mismo atribuyéndome la modestia y la aplicación de un piloto heroico que entre las nieblas cósmicas se dedicaba a estudios teóricos sobre el infinito. Totalmente falso. Porque, a fin de cuentas, ¿qué era? ¿Acaso un náufrago que vagara durante meses por los mares y, para no volverse loco, contara miles de veces las fibras leñosas en que consistía su balsa, podía alardear de ello al posar los pies en tierra firme? ¿Alardear de su voluntad de salvarse? Claro que no. ¿Acaso le importaba a alguien? ¿Qué interés podían tener las cosas con que había llenado mi desgraciado cerebro durante aquellos diez años, y por qué debían ser más importantes que lo que me llenaba los intestinos? «Es preciso acabar con este juego de heroicidades ascéticas — pensé —. Eso podré permitírmelo cuando tenga el mismo aspecto que él. Ahora debo pensar en el futuro.» — Ayúdeme a levantarme — murmuró.

Le llevé hasta el glider que estaba en la calle. Caminamos con extremada lentitud. En los espacios claros entre los setos nos seguían las miradas de la gente. Antes de subir al glider, se volvió e intentó despedirse de mí. Ni él ni yo encontramos una sola palabra. Hizo un movimiento incomprensible con la mano, levantó como una espada una de sus maletas, movió la cabeza y subió, y el oscuro vehículo se puso en marcha silenciosamente.

Desapareció, y yo permanecí allí con los brazos caídos hasta que el glider negro fue engullido por muchos otros. Entonces me metí las manos en los bolsillos y continué andando, sin poder encontrar una respuesta a la pregunta de quién de nosotros había hecho la mejor elección.

El hecho de que en la ciudad que un día abandonara no quedase piedra sobre piedra me parecía bien. Como si entonces hubiera vivido en otra Tierra, entre seres completamente distintos; existió y tocó a su fin; y ésta era nueva. No había ningún resto, ninguna ruina que pudiera poner en tela de juicio mi edad biológica. Había olvidado casi por completo esta compensación terrena, tan contraria a la naturaleza, cuando una improbable casualidad me reunió con alguien a quien abandonara siendo él todavía un niño. Todo el rato que pasé a su lado, contemplando su rostro seco como el de una momia, me sentí culpable, y fui consciente además de que él lo sabía.

«Qué improbable casualidad», repetí varias veces, casi sin pensarlo, hasta que se me ocurrió que tal vez él había acudido a aquel lugar por la misma razón que yo: allí había un castaño, un árbol todavía más viejo que nosotros dos juntos. Yo no tenía idea de hasta dónde habían logrado dilatar las fronteras de la vida, pero intuí que la edad de Roemer debía de ser una excepción: era probablemente el último o uno de los últimos hombres de su generación.

«Si no hubiera volado, ahora ya no viviría», pensé. Por primera vez la expedición me ofreció un aspecto inesperado: como si hubiera sido una trampa, un engaño monstruoso a los demás. Caminaba casi sin saber adonde, a mi alrededor crecía el clamor de la multitud, que me empujaba y llevaba consigo; y de repente, como si despertara, me detuve.

Reinaba un estrépito indescriptible: bajo una mezcla de gritos y sonidos musicales surcaban el cielo cohetes que se deshacían en haces policromos; sus bolas de fuego caían sobre las copas de los árboles vecinos. Y a todo esto se añadía, a intervalos regulares, un grito estridente, de mil voces, corno si en las cercanías se encontrara una montaña rusa; pero busqué en vano el perfil de su armazón.

En el centro del parque había un gran edificio con murallas y torres, como una fortaleza de la Edad Media: las frías llamas de neón que lamían el techo formaban de vez en cuando las palabras CASTILLO DE MERLIN. La multitud que me había traído hasta allí se movía ahora en dirección a la pared carmesí de un pabellón muy singular, ya que recordaba un rostro humano: sus ventanas eran ojos ardientes, y la enorme y sonriente boca, llena de dientes, se abría para tragar la siguiente porción de gente, que desaparecían entre la alegría general: el número de personas devoradas era cada vez el mismo: seis. Al principio quise apartarme de la gente y marcharme, pero no era nada sencillo. Como al fin y al cabo no tenía nada más que hacer, se me ocurrió pensar que tal vez ésta no era la peor manera de pasar la tarde.

Entre los que me rodeaban no había personas solas como yo: dominaban las parejas, chicos y chicas, hombres y mujeres, todos iban de dos en dos. Cuando me encontré en la hilera reclamada por un destello de los gigantescos dientes y la oscuridad carmesí de las misteriosas fauces, sentí una ligera timidez. No sabía si podía unirme a las seis personas ya preparadas para entrar. En el último momento me salvó una mujer, que estaba junto a un muchacho vestido con mayor extravagancia que todos los demás: cogió mi mano y me llevó consigo sin ceremonias.

Oscureció casi por completo: sentí la mano fuerte y cálida de la desconocida, el suelo empezó a rodar, la luz se intensificó y nos encontramos en una espaciosa gruta. Había que dar los últimos pasos para llegar arriba, sobre trozos de roca y entre deterioradas columnas de piedra. La desconocida me soltó la mano; en fila india pasamos agachados por la estrecha salida de la cueva.

Aunque ya estaba acostumbrado a las sorpresas, ahora me quedé atónito. Nos hallábamos junto a la vasta orilla de un río gigantesco, bajo los rayos ardientes del sol tropical. La remota orilla opuesta era como una jungla. En el agua inmóvil había botes, o más bien piraguas, que eran troncos de árbol vaciados; contra el fondo de las aguas de un gris verdoso, que se ondulaban morosamente, destacaban en poses hieráticas unos negros gigantescos, desnudos, brillantes de aceite y cubiertos por un tatuaje blanco como la cal; cada uno de ellos se apoyaba, a bordo de su bote, en un remo de pala.

Uno de ellos se alejaba de la orilla; su negro tripulante espantaba a golpes de remo y con gritos penetrantes a los cocodrilos adormilados en el fango, semejantes a troncos, que entonces daban media vuelta y, abriendo con impotencia sus fuertes fauces, se deslizaban hasta el agua. Éramos siete los que bajábamos por la escarpada orilla. Los cuatro primeros se aposentaron en el siguiente bote, los negros clavaron los remos con visible esfuerzo y empujaron la vacilante embarcación hasta que ésta pudo girar; yo permanecí un poco rezagado, detrás de la pareja a quien debía la decisión y también el inminente viaje. En seguida apareció otro bote, de unos diez metros de eslora; los remeros negros nos gritaron algo, lucharon con la corriente y alcanzaron la orilla con gran destreza. Salíamos a la primitiva embarcación, levantando nubes de polvo que olía a madera carbonizada. El joven del fantástico traje — una piel de tigre, que representaba a un tigre entero, ya que la parte superior del cráneo de la fiera, que le colgaba por la espalda, podía servirle en un momento dado para cubrirse la cabeza — ayudó a su pareja a sentarse. Tomé asiento frente a ellos; cuando hacía un rato que navegábamos, ya no estaba seguro de haber paseado por el parque hacía pocos minutos, en plena noche. El gigantesco negro lanzaba cada dos segundos, desde la afilada proa del bote, un grito salvaje, dos hileras de espaldas relucientes se inclinaban, los remos pagaya se sumergían breve y enérgicamente en el agua, hasta que el bote rozó el fondo, se deslizó de nuevo hacia delante y de pronto llegó a la corriente principal del río.

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