– Eso no les gustará, señor Collins. No tendrán tiempo de encontrar a otro orador que le sustituya.
– Siempre hay alguien -dijo Collins bruscamente-. Vamos a hacer una cosa… será mejor que hable yo con ellos personalmente. Les llamaré cuando haya adelantado un poco el trabajo que tengo. En cuanto a Tony Pierce, usted misma podrá resolver el asunto. Llame a sus oficinas de la ODLD de Sacramento, localícele, dígale que he anulado mi viaje a Chicago y ruéguele que me espere en Sacramento. Dígale que le veré en Sacramento mañana por la mañana. Le llamaré a primera hora de la mañana para concertar la cita. ¿Lo ha entendido?
– Llamaré al señor Pierce -repuso ella asintiendo con la cabeza. Después preguntó en tono vacilante:- ¿De veras desea usted que anule todas las citas?
– Todo. Ya basta de preguntas. Tengo muchas cosas que hacer.
Una vez Marion se hubo marchado, Collins empezó a abordar el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio: informes y sumarios que tenía que leer y documentos para firmar. Se alegró al comprobar que uno de los memorandos estaba dirigido al Servicio de Inmigración y Naturalización: se trataba de su autorización personal a la entrada en los Estados Unidos, procedente de Francia, de Emmy, la futura esposa de Ishmael Young. Lo firmó y se lo entregó a Marion ordenándole que lo enviara de inmediato y que remitiera una copia a Ishmael Young.
Al regresar a su despacho, se detuvo ante la chimenea pensando en lo que todavía le quedaba por hacer en aquélla su última tarde como secretario de Justicia de los Estados Unidos. A continuación, redactaría la carta de dimisión. Después sacaría todas sus pertenencias de los cajones del escritorio y recogería lo demás que hubiera en el saloncito del otro lado del despacho de Marion. Y, finalmente, llamaría a Chicago y anularía el discurso que hubiera tenido que pronunciar al día siguiente.
Ante todo, la carta de dimisión.
Se acercó al jarro de plata que había sobre la mesita del teléfono al lado de su escritorio, se llenó un vaso de agua y bebió. Contempló las repletas estanterías adosadas a la pared y empezó a pasear por el espacioso despacho tratando de bosquejar la carta. ¿Sencilla o grandilocuente? Ninguna de las dos cosas. ¿Agresiva o defensiva? No, ni lo uno ni lo otro. Al final, consiguió dar con el tono más adecuado. Dimitía de su cargo de secretario de Justicia por apremiantes motivos de conciencia. Tras reflexionar detenidamente, había llegado a la conclusión de que no podía seguir mostrándose de acuerdo con la administración en su apoyo a la Enmienda XXXV. Consideraba que podría servir mejor los intereses de su conciencia y de su país dimitiendo de su cargo con el fin de dedicar, libre de trabas, todos sus esfuerzos a combatir la aprobación de la Enmienda XXXV. El tono adecuado.
Se sentó apresuradamente junto al escritorio, tomó una hoja de papel oficial y puso rápidamente por escrito lo que ya había formulado mentalmente.
Después decidió que, en lugar de enviar la carta manuscrita a la Casa Blanca, la mandaría mecanografiar y la firmaría. Los medios de difusión podrían manejar más fácilmente las copias de una carta mecanografiada que las de una carta manuscrita. Sí, le diría a Marion que la pasara a máquina y mandaría sacar fotocopias.
Volvió a leer la carta de dimisión y después se levantó tratando de hallar algún medio de mejorarla. Empezó a pasear una vez más por el despacho y después se dirigió a la contigua sala de conferencias. Pisando la alfombra roja estampada, se detuvo ante el retrato de Alphonso Taft, secretario de Justicia bajo el presidente Ulysses S. Grant. Se preguntó por qué demonios estaría allí, pensó que al día siguiente ordenaría que lo retiraran y entonces recordó que quien iba a retirarse al día siguiente iba a ser él.
Siguió paseando por la estancia bordeando la alargada mesa de conferencias con sus dieciséis sillones de cuero rojo. Se detuvo hacia la mitad de la pared del otro lado frente al busto de mármol blanco de Oliver Wendell Holmes. Su secretaria Marion le alcanzó precisamente junto a aquel busto de mármol.
– Señor Collins -le dijo sin aliento la secretaria-. Está aquí el director Tynan y desea verle.
– ¿Tynan? -preguntó él-. ¿Aquí?
– Se encuentra en la sala de espera.
Collins se sentía confuso. Aquello resultaba totalmente inesperado. En el transcurso de la breve permanencia de Collins en el cargo, Tynan no había acudido ni una sola vez a visitarle personalmente al Departamento de Justicia.
– Bueno, dígales que le hagan pasar.
Hizo conjeturas acerca del asunto que podría motivar la visita del director. De una cosa estaba, sin embargo, seguro: Tynan era la última persona a la que hubiera deseado ver aquel día. Aguardó con hastío la llegada del director.
Casi inmediatamente vio aparecer junto a la puerta de la sala de conferencias la enorme mole de Vernon T. Tynan. Tynan, con su musculoso cuerpo enfundado en un ajustado traje azul marino de doble botonadura, se le acercó caminando a grandes zancadas. Las tensas facciones de su rostro presentaban su habitual expresión desdeñosa sin permitir adivinar lo más mínimo acerca de la misión que le había traído.
Al llegar a la altura de Collins, dijo:
– Siento interrumpirle de esta forma, pero me temo que es importante. -Dio unas palmaditas a la cartera de documentos que llevaba bajo el brazo.- Se trata de algo que tengo que discutir con usted ahora mismo.
– Muy bien -dijo Collins-. Vamos a mi despacho. Tynan no se movió.
– Creo que no -dijo sin inflexión alguna en la voz. Miró a su alrededor-. Creo que será mejor aquí. -Después añadió:- No quisiera que nadie pudiera escuchar lo que vamos a discutir. Y no creo tampoco que usted lo quiera.
Collins lo comprendió.
– Vernon, no tengo el despacho intervenido. No creo en la necesidad de grabar las palabras de mis visitantes.
– Pues se pierde usted muchas cosas -dijo Tynan con un gruñido; después colocó la cartera sobre la mesa de conferencias frente al sillón más próximo al de la cabecera-. Sentémonos. Lo que tengo que decirle no nos llevará mucho tiempo. Seré muy breve, señor Collins.
Molesto, Collins alcanzó el sillón de cuero rojo de la cabecera de la mesa y se acomodó a escasa distancia del director del FBI. Mientras esperaba, tomó su tabaco, le ofreció a Tynan un cigarrillo que éste rechazó, sacó uno para sí mismo y lo encendió. Tras dar un par de chupadas, se acercó un cenicero de cristal y preguntó:
– Bueno, ¿a qué debo el honor de su visita?
Tynan apoyó las manos sobre la mesa.
– Iré inmediatamente al grano -contestó-. El presidente me lo acaba de contar todo hace un rato. He sabido que ha acudido usted a verle. He sabido que tiene usted intención de dimitir de su cargo… y he sabido el porqué. -Tynan se reclinó en su asiento, miró a Collins de arriba abajo y sacudió la cabeza.- Ha sido una estupidez por su parte -dijo esbozando una sonrisa torcída-. Intentar conseguir la destitución de Vernon T. Tynan ha sido una verdadera estupidez. Le creía mucho más listo.
– He hecho lo que tenía que hacer -replicó Collins tratando de controlarse-. Usted lo está haciendo ahora, ¿no? Bueno, pues yo también lo he hecho.
Con enloquecedora deliberación, Tynan empezó a abrir la cartera de documentos.
– Sí, lo estoy haciendo -repitió en tono burlón-. Y, puesto que se ha estado usted entremetiendo en mis asuntos… y lo ha hecho…
– Ciertamente que sí -dijo Collins.
– … he pensado que sería justo que yo me entremetiera también un poco en los suyos.
– Estoy perfectamente al tanto de sus recientes actividades -dijo Collins-. Sabía que me estaba usted sometiendo a una nueva investigación.
-¿De veras? -preguntó Tynan mirándole-. ¿Lo sabía y no hizo nada al respecto?
– No había motivo para que lo hiciera. No tengo nada que ocultar.
– ¿Está seguro? -Tynan había estado examinando el contenido de la cartera y ahora extrajo de la misma una carpeta de cartulina.- Bueno, sea como fuere, he pensado que le halagaría a usted saber que le hemos estado investigando con gran cuidado… con amoroso cuidado.