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Eran las primeras horas de la tarde cuando el automóvil dejó a Chris Collins frente al ornamentado edificio rojo que albergaba la Imprenta del Gobierno.
– Estacione el automóvil entre las calles G y H -le ordenó Collins a Pagano, y añadió-: Pase a recogerme dentro de una media hora.
Pasó al lado de un grupo de jóvenes negros que se hallaban conversando junto a la entrada y continuó hacia el interior, pero no se molestó en entrar en la Sala de Publicaciones. Tras consultar su reloj, volvió sobre sus pasos y salió de nuevo a la acera. Miró precavidamente a su alrededor para comprobar que no le seguían. No había nadie sospechoso a la vista. Estaba casi seguro de que Tynan no se habría molestado en hacerle seguir después de la escena del otro día y de su consiguiente rendición. A pesar de ello, le había entregado una llave de su casa al colega de Pierce, Van Allen, para que éste llevara a cabo un registro electrónico de la vivienda y se cerciorara de que aquella noche pudiera hablar tranquilamente por teléfono.
Satisfecho, Collins echó a andar en dirección a la Oficina Central de Correos. Al llegar a la esquina de la calle E, giró a la izquierda y se dirigió hacia la Estación Unión.
La lluvia había cesado y el aire aparecía diáfano. Respirando hondo, Collins siguió andando a grandes zancadas, embargado por el júbilo y la emoción. Iba a ser difícil, lo sabía, pero ahora se abría ante él una posibilidad.
Se estaba acercando a la fachada de estilo clásico de la Estación Unión; pasó junto a la fuente y las estatuas de la plaza, esquivó varios taxis ocupados, hizo caso omiso de la cola de recién llegados que esperaban con sus maletas algún taxi libre y penetró en el edificio.
La espaciosa sala de la Estación Unión -copia de la sala central de las termas de Diocleciano, según había leído una vez-estaba casi vacía. Collins se dirigió hacia el puesto de libros y revistas de la izquierda, miró con disimulo mientras adquiría un ejemplar del Washington Post y dedujo que había sido el primero en llegar.
Habían elegido la sala de espera de la Estación Unión por considerarla un lugar de cita seguro, ya que los agentes del FBI jamás utilizaban el tren para salir de Washington, ni siquiera cuando se trataba de trasladarse a la cercana Filadelfia. Bajo el régimen de Tynan, todos ellos tomaban ahora el avión o el helicóptero. La presencia de un agente del FBI en la estación sería advertida inmediatamente y podrían adoptarse las medidas adecuadas para evitarle.
Collins se acomodó en un asiento desocupado frente a la entrada de la estación y abrió el periódico, aunque no se molestó en leerlo. Por encima del mismo mantenía los ojos clavados en la entrada.
No tuvo que esperar mucho. En cuestión de minutos vio entrar al hombre de cabello color arena. Éste miró hacia Collins, movió muy levemente la cabeza y se dirigió hacia el puesto de libros y revistas. Echó un breve vistazo a las estanterías, eligió un libro en edición de bolsillo, pagó y cruzó la estación en dirección a Collins.
Tony Pierce se acomodó en otro asiento a escasa distancia de Collins.
– Casi no puedo creerlo -dijo Pierce en voz baja-. Es fantástico. ¿Es posible que el muchacho, ese Rick, lo grabara todo con su pequeño cassette?
– Eso dice. Se trata probablemente de un aparato muy bueno. Rick me ha asegurado que la fidelidad de la grabación había sido perfecta.
– ¿Y oyó a Tynan hablar del Documento R?
– Con toda claridad.
– ¿Cómo reconoceremos la cinta?
– Es una cassette Memorex y lleva escrito encima «ASJ» y «Enero», que fue cuando se efectuó la grabación. No tendría que resultar difícil encontrarla entre las cintas de Noah, pues éste utilizaba cintas en miniatura Norelco de quince minutos de duración, cassettes de dos pulgadas y cuarto por una y media, cuando dictaba en casa.
– Ha hecho usted muy bien sus debéres -dijo Pierce, complacido.
– El problema no es cómo identificar la cinta -dijo Collins-, sino cómo llegar hasta ella. Ya se lo he dicho. Se encuentra en el primer cajón de arriba del archivador de Noah, que Tynan conserva ahora en su despacho.
– Yo también he hecho mis deberes -dijo Pierce-. Tynan permanecerá en su despacho hasta las ocho y cuarenta y cinco de esta tarde. Lo abandonará entonces para trasladarse directamente al aeropuerto y tomar el avión de Nueva York; una vez allí, desde el aeropuerto Kennedy tomará el vuelo de las once en punto a San Francisco, desde donde se trasladará en automóvil a Sacramento.
– Hasta ahora, todo bien.
– Su despacho quedará vacío. Nosotros estaremos cerca. En cuanto se nos comunique que no hay moros en la costa, usted y yo penetraremos en el edificio Hoover a través de una entrada que hay en la calle Diez. Ya le dije que disponemos de dos confidentes en el propio edificio del FBI y que uno de ellos es un agente del turno de noche. Bien, pues éste nos franqueará la entrada. Y se encargará también de que la puerta del despacho del director no esté cerrada con llave.
– Pero es posible que el archivador de Noah sí lo esté.
– Lo estará -dijo Pierce-. Es un anticuado archivador Victor Firemaster que cierra por combinación. Lo abriré. Ya le he dicho que nosotros hemos hecho también nuestros deberes. -Estupendo -dijo Collins con admiración.
– Y en cuanto a su esposa…
– ¿Sí?
– Para que se tranquilice, le diré que Jim Shacks sabe dónde se encuentra en Forth Worth. Está bien.
– ¿Dónde se encuentra?
– Shack no nos lo ha dicho. Pero no importa. Lo más importante es que hemos echado un vistazo al expediente de Tynan sobre el caso de su esposa. Hemos averiguado el nombre y la dirección de la testigo que Tynan se está reservando. Una tal Adele Zurek. Ahora vive en Dallas. ¿Le suena ese nombre, Zurek?
– Karen jamás lo ha mencionado.
– Lo suponía. Era una mujer de la limpieza que trabajaba a horas. Cuando la asistenta de su esposa tenía el día libre, la señora Zurek la sustituía. Jim Shack acudirá a verla esta tarde. Si logra averiguar algo, le llamará a usted esta noche.
– Pero es que estaremos fuera.
– Lo sabe. Llamará a partir de las diez y seguirá probando hasta que usted le conteste.
– Gracias, Tony.
– Ahora, hablemos de esta noche. Calles E y Doce. A dos manzanas del edificio del FBI. Hay un establecimiento especializado en hamburguesas con un rótulo de neón en el que puede leerse: «Café hasta el borde». Esté allí a las ocho en punto.
– Allí estaré -le aseguró Collins-. Esperemos que nos vaya todo bien -dijo con inquietud.
– No se preocupe por eso -dijo Pierce-. Lo importante es que el contenido de la cinta merezca la pena.
– Fue Noah quien estableció una relación entre el Documento R y la Enmienda XXXV…, quien advirtió que era peligroso y tenía que darse a conocer. Tendremos que confiar en él.
– Ojalá resulte interesante -dijo Pierce-. Porque es nuestra última esperanza antes de mañana. De ello depende nuestro éxito. -Miró a su alrededor al tiempo que se guardaba el libro en el bolsillo.- Bueno, yo me iré primero. Nos veremos esta tarde.
– Hasta entonces.
Eran las ocho y media de la noche cuando Chris Collins, lleno de inquietud, abandonó el taxi junto a la confluencia de las calles E y Doce. Tres puertas más allá de la esquina descubrió el rótulo de neón rojo y blanco en el que podía leerse: «Café hasta el borde».
La barra estaba llena, pero sólo algunas de las mesas de formica blanca se hallaban ocupadas. En la situada en el rincón más alejado pudo ver a Tony Pierce.
Collins se acercó y se acomodó al lado de éste, que se estaba terminando muy tranquilo un bocadillo de hamburguesa.
– Llega usted muy puntual -le dijo Pierce entre bocado y bocado.
– Estoy hecho un manojo de nervios -reconoció Collins.