Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– O por Vernon T. Tynan -dijo Collins.

– O por Tynan, sí -dijo Maynard conviniendo con él. Se había vuelto a guardar las servilletas en el bolsillo-. Señores, ¿cómo es posible que haya ocurrido tal cosa? El gobierno federal no tiene conocimiento de lo que está sucediendo aquí. Pero el estado de Arizona… Sería lógico suponer que el estado conociera la situación y actuara en consecuencia.

– No, yo comprendo muy bien que pueda darse esta situación -dijo Randeubaugh-. En una proporción de diez a uno, la Comisión Empresarial de Arizona, que es la que teóricamente debería controlar las empresas, está controlada por la Argo. Tynan descubrió algunas irregularidades cometidas por la Argo y decidió exigirles su colaboración en su gran experimento.

– Es la situación más espantosa que he visto jamás -dijo Maynard con voz sumamente agitada.

– No podemos cruzarnos de brazos sin hacer nada -dijo Collins-. En mi calidad de secretario de Justicia, tengo que intervenir. Puedo enviar aquí a un equipo de investigadores…

– No -le interrumpió Maynard levantando la mano-, ésa no debe ser nuestra preocupación más inmediata. Argo City, con sus catorce mil habitantes, no es lo más grave en estos momentos, porque no es más que una parte de un problema mucho más complejo. Usted mismo lo ha dicho, señor Collins. Están en juego otras muchas cosas… muchas más.

– Se refiere usted a la Enmienda XXXV.

– Sabemos que la comunidad exenta de criminalidad de Argo City le inspiró al director Tynan la idea del desarrollo de la Enmienda XXXV. Sabemos que en el transcurso de los últimos cuatro años ha comprobado y corregido diversos aspectos de la enmienda utilizando Argo City en calidad de laboratorio de experimentación de la supresión de libertades y la represión. Sabemos que hoy hemos visto un adelanto de lo que serán los Estados Unidos dentro de un año y en los años venideros si California ratifica la Enmienda XXXV y la convierte en parte de nuestra Constitución. -El presidente del Tribunal Supremo se levantó y cruzó la habitación pensativo. Parecía debatirse en un conflicto interno. Pero, al regresar junto a Collins y Radenbaugh, resultaba evidente que había llegado a una conclusión.- Señores -dijo-, he adoptado una decisión. En lo que de mí dependa, California no ratificará la Enmienda XXXV.

Collins no pudo ocultar su alborozo.

– ¿Va usted…? ¿Qué piensa usted hacer, señor Maynard?

– Voy a hacer lo que le prometí que haría si usted me demostraba con pruebas que nuestra democracia está corriendo un auténtico peligro -repuso Maynard-. Me ha mostrado usted una parte del Documento R, al parecer el plan magistral del director Tynan. He visto aceptar el fascismo a cambio de la seguridad. Y veo que este fascismo se extenderá a toda la nación bajo el disfraz de la ley. No puedo permitir que ello ocurra. -Maynard miró fijamente a Collins.- Primero voy a hablar con el presidente. Intentaré persuadirle de que modifique su postura. Si no lo consigo, hablaré públicamente. Si mi influencia, señor Collins, es tan grande como usted supone, no habrá Enmienda XXXV, no habrá en los Estados Unidos más localidades como Argo City y cesará nuestra angustia.

Collins tomó la mano de Maynard y la estrechó efusivamente. Radenbaugh asintió con gesto aprobatorio.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Maynard con aspereza-. Voy a mi habitación a por mis cosas. Me reuniré con ustedes en el pasillo exactamente dentro de un par de minutos.

Maynard se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

Collins y Radenbaugh recogieron alegremente sus cosas disponiéndose a salir. Ya junto a la puerta, Collins le preguntó a Radenbaugh:

– ¿Dónde va usted a ir desde Phoenix, Donald?

– Supongo que regresaré a Filadelfia.

– Venga a Washington. No puedo incluirle a usted en la nómina federal, pero puedo incluirlo en la mía personal. Le necesito. Nuestra misión no ha terminado. Una vez Maynard haya derrotado la Enmienda XXXV, necesitaremos un nuevo programa capaz de sustituirla, un programa que nos permita reducir el índice de criminalidad sin tener que sacrificar a cambio nuestros derechos civiles.

Radenbaugh estaba conmovido.

– ¿De veras puedo serle útil? Me encantaría, pero…

– Vamos. No perdamos el tiempo.

En el pasillo se reunieron con Maynard, que acababa de salir de su habitación. Descendieron juntos en el ascensor. Collins pagó en recepción la cuenta de los tres, y juntos cruzaron el vestíbulo saliendo a la soleada tarde.

Mientras Collins y Radenbaugh se dirigían al aparcamiento, Maynard se detuvo para adquirir la última edición del Bugle de Argo City en el tenderete de un ciego con barba que se encontraba situado junto a la entrada del hotel. Al escuchar el tintineo de las monedas, los ojos del vendedor, cubiertos por unas gafas ahumadas, no se alteraron, pero su boca se curvó en una sonrisa de agradecimiento.

Maynard se apresuró a dar alcance a sus compañeros. Minutos más tarde, Radenbaugh se sentaba al volante del Ford y, atravesando Argo City, los tres emprendían el camino hacia Phoenix y el aire libre.

Junto a la entrada del hotel Constellation, el vendedor ciego se guardó el dinero en el bolsillo, se levantó y apiló los periódicos que le quedaban sobre el tenderete.

Golpeando el suelo con su blanco bastón, pasó frente al hotel, siguió caminando en dirección al aparcamiento y después giró hacia la estación de servicio de la esquina. Siguiendo a su bastón, se encaminó sin vacilar hacia la más cercana de las dos cabinas telefónicas que había en la parte de atrás.

Penetró en la cabina, cerró la puerta y dejó el bastón apoyado en un rincón. Finalmente, volviendo la cabeza, se quitó las gafas ahumadas, se las guardó en el bolsillo, descolgó el teléfono, introdujo una moneda en la ranura y estudió distraídamente los números del disco mientras esperaba.

Contestó la telefonista. Él le facilitó el número y, a los pocos instantes, introdujo las monedas de cuarto de dólar.

Esperó. El teléfono estaba sonando. Se escuchó una voz desde el otro extremo de la línea.

– Por favor, póngame con el director Vernon T. Tynan lo más rápido posible. Es muy urgente -dijo en tono apremiante-. Dígale que es el agente especial Kiley informando desde la Oficina de Campaña R.

Esperó de nuevo, pero sólo unos segundos.

Escuchó con toda claridad la voz de Tynan, en la que se advertía también el mismo tono apremiante.

– ¿De qué se trata?

– Señor director. Aquí Kiley desde R. Eran tres. Sólo he podido reconocer a dos. Uno era el secretario de Justicia Collins. El otro era el presidente del Tribunal Supremo, Maynard… Sin la menor duda. Collins y Maynard…

7

Hacia la media mañana del día siguiente, el presidente Wadsworth había efectuado dos llamadas telefónicas en quince minutos.

Por primera vez que él recordara, el director Vernon T. Tynan se había negado a contestar a una llamada del presidente de los Estados Unidos. A puerta cerrada, y en compañía de Harry Adcock, había estado profundamente ocupado escuchando la grabación de una cinta que su ayudante le había entregado. Era la grabación de la conversación telefónica particular que se había efectuado una hora antes entre el presidente del Tribunal Supremo Maynard y el presidente Wadsworth. La llamada la había hecho el presidente del Tribunal Supremo, y su breve conversación con el presidente no había durado más de cinco minutos.

La primera llamada del presidente a Tynan se había producido en el momento justo en que Adcock llegaba al despacho con la importante grabación.

– Dígale que todavía no he llegado -le había ordenado Tynan a su secretaria-. Dígale que intentará localizarme.

La segunda llamada del presidente había tenido lugar mientras Tynan se hallaba aún escuchando la grabación.

– Dígale que no he llegado -le había dicho a su secretaria-, pero que lo haré de un momento a otro.

56
{"b":"109478","o":1}