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– Me alegra oírselo decir, Chris -dijo el presidente ablandándose un poco-. Me alegra que posea usted el sentido de la lealtad.

– Por supuesto que lo poseo -dijo Chris-. Pero falta saber si Tynan lo posee también. Se trata de algo más que eso. Se trata de lo que representa la democracia. Usted y yo lo sabemos. Pero, ¿lo sabe Tynan? En nuestras manos, la Enmienda XXXV no sería erróneamente utilizada. Pero, ¿y en las suyas…?

– No existe la menor prueba de que él tuviera que interpretar la ley de un modo distinto a como lo haríamos usted o yo.

– A la luz de todo lo que acabo de revelarle, ¿puede usted decir eso? Aunque no pueda demostrarle nada, tiene usted que reconocer…

– Es inútil, Chris -le interrumpió el presidente rodeando el sillón y acomodándose en el mismo con aire decidido-. Lo lamento, Chris. Respeto los hechos. Escucho los hechos. Basándome en lo que usted me ha dicho, no me parece que los hechos avalen su punto de vista. No veo suficientes motivos para destituir a Tynan. Haga un esfuerzo por verlo desde mi perspectiva. La reputación de patriota de Tynan es impecable. Destituirle con unas pruebas tan confusas sería como detener a George Washington por fomentar el desorden o encarcelar por subversión a Barbara Frietchie, la heroína que desafió a los rebeldes del Sur. Destituirle constituiría un mal servicio al país y significaría también mi suicidio político. El público confía en Tynan. La gente cree en él…

– ¿Y usted? -preguntó Collins-. ¿Cree usted en él?

– ¿Por qué no? -replicó el presidente-. Siempre le he visto deseoso de colaborar. Ha sido en todo momento uno de nuestros mejores funcionarios públicos. En algunas ocasiones tiende a ser excesivamente celoso en su intento de alcanzar sus objetivos. Pero, bien mirado…

– Va usted a conservarle en su puesto y a seguir apoyando la Enmienda XXXV -dijo Collins-. Nada de lo que yo diga le disuadirá de su propósito. Está dispuesto a seguir respaldándole.

– Sí -dijo el presidente con decisión-. No tengo más remedio, Chris.

– En tal caso, yo tampoco tengo más remedio, señor presidente -dijo Collins levantándose muy despacio-. Si apoya usted a Tynan, tendrá que prescindir de mí. No tengo más remedio que dimitir de mi cargo de secretario de Justicia. Ahora regresaré a mi despacho y redactaré mi carta oficial de dimisión. Me pasaré las próximas veinticuatro horas luchando contra la enmienda en la Asamblea de California, y, si fracaso allí, dedicaré todas las horas que me queden a combatirla en aquel Senado.

Saludó al presidente con un gesto y se estaba dirigiendo hacia la puerta que tenía más cerca cuando oyó que Wadsworth le llamaba por su nombre. Collins se detuvo ya junto a la puerta y volvió la cabeza.

El presidente le estaba mirando auténticamente apenado.

– Chris -le dijo-, antes de hacer algo que después pueda lamentar, piénselo dos veces. -Se removió inquieto en su sillón.- Se trata de un período crítico… tanto para nosotros como para el país. No es momento de agitar la embarcación.

– Yo abandono esta embarcación, señor presidente -dijo Collins-. Me hundiré o bien nadaré por mi cuenta. Buenos días.

Tras lo cual, abandonó el Despacho Ovalado.

El presidente Wadsworth permaneció largo rato con la vista clavada en la puerta una vez Collins se hubo marchado. Final-mente, descolgó el teléfono y estableció comunicación con su secretaria personal.

– ¿Señorita Ledger? Llame al director Tynan al FBI. Dígale que deseo verle a solas cuanto antes.

Al regresar a su despacho, lo primero que hizo Chris Collins fue llamar a su esposa.

Hasta aquella mañana no había mantenido a Karen al corriente de los acontecimientos que habían estado teniendo lugar en su vida en el transcurso de las últimas semanas. Desde la noche en que había sabido de la existencia del Documento R, le había revelado algún que otro detalle de vez en cuando. Pero aquella mañana, tras contemplar por televisión los reportajes relativos al asesinato de Maynard, y una vez Donald Radenbaugh hubo regresado finalmente a su hotel, Collins se había dirigido a la cocina y se lo había referido todo.

Karen se había quedado de una pieza.

– ¿Qué vas a hacer, Chris?

– Voy a entrevistarme con el presidente a la mayor brevedad posible. Se lo voy a revelar todo. Le pediré que destituya a Tynan. Karen se habla atemorizado de inmediato,

– ¿No te parece peligroso? -le preguntó.

– No, si el presidente se muestra de acuerdo conmigo.

Al salir hacia su trabajo, Collins había dejado a Karen convencida de que el presidente Wadsworth se mostraría de acuerdo con él.

Ahora, cuatro horas más tarde, comprendía que se había equivocado de medio a medio.

Karen contestó al teléfono con voz muy nerviosa.

– ¿Qué ha sucedido, Chris?

El presidente no ha estado de acuerdo conmigo.

– Pero, ¿cómo es posible? -dijo ella en tono de incredulidad.

Ha dicho que no podía demostrarle nada. Me ha dado a entender que me consideraba un idiota paranoico. Ha respaldado a Tynan de un modo total.

– Es terrible. ¿Qué vas a hacer ahora?

– Voy a dimitir, ya se lo he dicho. He pensado que sería mejor que lo supieras.

– Gracias a Dios -dijo ella suspirando aliviada.

– Terminaré rápidamente mi trabajo, escribiré mi carta de dimisión y la enviaré. Iré un poco tarde a cenar.

– No pareces muy satisfecho, Chris.

– Es que no lo estoy. Tynan sale bien librado. La Enmienda XXXV se convierte en ley. Está por resolver la cuestión del Documento R. Y yo me veo impotente y me quedo sin trabajo.

– Saldrás adelante, Chris -le aseguró ella-. Se pueden hacer muchas cosas. Venderemos la casa. Regresaremos a California… quizás el mes que viene…

– Esta noche, Karen. Regresaremos a California esta noche. Tomaremos el último avión. Quiero estar en Sacramento mañana por la mañana. Quiero desarrollar un poco de labor de cabildeo. La Enmienda XXXV se someterá a votación por la tarde en la Asamblea. Si caigo, por lo menos caeré combatiendo.

– Lo que tú digas, cariño.

– Hasta luego. Tengo muchas cosas que hacer.

Tras colgar el aparato, Collins pensó en el trabajo que tenía acumulado sobre el escritorio. Antes de poner manos a la obra, tenía que hacer otra cosa. Llamó a su secretaria.

– Marion, a propósito de mi programa de citas, anula todas las que tenga para hoy, las que tenga para el resto de la semana y las que se hayan concertado para las semanas venideras. -Observó que ella arqueaba las cejas.- Se lo explicaré más tarde. Se lo explicaré antes de que salgamos esta tarde. Ahora diga a todo el mundo que estaré ausente de la ciudad. Ya nos pondremos en contacto con ellos. Otra cosa, Marion, reserve plaza para mi esposa y para mí en el último vuelo a California de esta noche… en el último vuelo a Sacramento. Ya buscaré yo mismo el hotel.

– Pero, señor Collins, esta noche iba usted a Chicago.

– ¿A Chicago? -repitió él sorprendido.

– ¿Lo ha olvidado usted? Mañana tiene que pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Será usted el principal orador. Una vez acabado el discurso, va usted a reunirse con Tony Pierce.

Lo había olvidado por completo. En el transcurso de su primera semana en el cargo había accedido a pronunciar un discurso en la convención de la Sociedad de Antiguos Agentes Especiales del FBI. Tras su decisión de oponerse a la Enmienda XXXV, había decidido también reunirse con Pierce, su antagonista en el programa de televisión y dirigente de la Organización de Defensores de la Ley de Derechos. A través de su hijo Josh, había localizado a Pierce, el cual había accedido a reunirse con él en la convención de ex agentes del FBI:

– Me temo que tendré que cancelar el viaje a Chicago, Marion. Tengo que ir a Sacramento.

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