– Estupendo. Fantástico. Un viaje extraordinario. Me lo he pasado en grande.
– ¿No bromeas?
– No bromeo. La chica es todo lo que se dice que es. Resulta fabulosa.
– ¿De veras? ¿Ha colaborado?
– Yo la he invitado a hacerlo -repuso Shively con un gruñido-, pero ni siquiera le he dado tiempo a responder. A partir de ahora colaborará mejor.
Parece como construida en ladrillo pero yo la he hecho entrar en razón. Me parece que he conseguido hacerle entender que si nos lo pone difícil no irá a ninguna parte.
– Estoy seguro de que tienes razón -dijo Yost rápidamente-. ¿Entonces tú crees que no opondrá mucha resistencia?
– ¿Después de lo que yo le he dado? No. A partir de ahora será tan fácil como una abuela. Te digo que está vencida, domada. Estamos a punto de convertirla en un animalillo doméstico.
– Bueno, puesto que tenía que ocurrir, bienvenido sea -dijo Yost con los ojos brillantes-. ¿Y dices que es tal como suponíamos?
– Mejor -repuso Shiv apartando a un lado el vaso vacío. Se levantó y se desperezó-.
Howie, muchacho -dijo apoyando una mano fraternal sobre el hombro de Yost-espera a posar los ojos en aquel manguito. Es la cosa más bonita que hayas visto. De primera categoría. Es más, lleva el castor arreglado, un poco rasurado por los lados, una preciosidad.
Brunner, veterano de los espectáculos nocturnos de El Traje de Cumpleaños de Frank Ruffalo, aportó espontáneamente una explicación:
– Las bailarinas y las coristas suelen rasurarse los lados del pubis porque resulta más presentable cuando lucen mallas o braguitas. Mmm… y la señorita Fields creo que interpreta unas danzas muy atrevidas en su última película.
– Sí, -dijo Shively estudiando a Brunner en calidad de posible aliado-, sí, de eso se trata, Leo. -Volvió a darle a Yost unas palmadas fraternales en el hombro-.
Y lo demás unas aldabas de las que podríais colgar el sombrero. Es la octava maravilla del mundo. ¿Pero por qué fiaros de mi palabra? Id a verlo con vuestros propios ojos.
– Tal vez lo haga -dijo Yost ansiosamente-, lo estaba pensando.
– Pues que te diviertas mucho -dijo Shively soltando una risotada-. Yo voy a disfrutar de un merecido descanso. Buenas noches, consocios, hasta mañana.
Y abandonó la estancia bostezando. Una vez se hubo marchado el tejano, Yost sacudió la cabeza con admiración.
– Vosotros diréis lo que queráis -dijo sin dirigirse a nadie en particular-, pero hay que admirar a Shiv por haber tenido el valor de vivir la experiencia.
– Luego cualquiera puede cometer una violación -dijo Malone con voz pastosa.
– Eso estaba pensando yo -dijo Yost.
– Tal vez debiéramos acostarnos -dijo Brunner removiéndose en su asiento.
– Tú y Adam podéis iros a dormir -dijo Yost-, a mí no me apetece. Me siento estimulado.
– ¿No irás a entrar allí? -le preguntó Brunner.
Yost se rascó pensativo la entrepierna.
– ¿Y por qué no? -dijo-. Shiv no tiene por qué monopolizarla.
Brunner se puso en pie de un salto.
– Es cierto que no podemos deshacer el mal que se ha hecho. Pero dos males no suman un bien, Howard. No debiéramos agravar el delito. -Hizo ademán de agarrar el brazo de Yost-. Piénsalo. Mañana estaremos más tranquilos y podremos discutirlo.
Yost eludió su mano.
– Tal como ha dicho Shiv, ya hemos hablado bastante.
– Piénsalo, Howard, por favor.
– Ya lo he pensado. Y acabo de otorgarme un voto de confianza. Voy a echarle un vistazo a nuestra invitada de honor.
Malone fue a levantarse del sofá pero no lo consiguió.
– Howie, no.
Yost agitó la mano en dirección a él.
– Vosotros dos seguid hablando o acostaros. No os preocupéis por mí. Estamos en un país libre. Un hombre, un voto. Y yo ya sé por qué he votado. Se volvió y se encaminó hacia el pasillo.
Estaba tendida de espaldas sobre la cama, agotada por el ataque y el acceso de histerismo que posteriormente había sufrido, y le resultaba imposible pensar en nada. Sólo deseaba el olvido pero éste no se producía.
Mantenía los ojos cerrados como para convencerse de que aquel mundo no existía y había sufrido una pesadilla y pronto se despertaría a salvo en Bel Air.
Desde que había dejado de sollozar no había escuchado más rumor que los irregulares latidos de su corazón.
Corazón, detente, por favor, y líbrame de eso, rezaba.
El primer ruido que escuchó fue el de la puerta del dormitorio al cerrarse y el del pestillo al correrse. Por segunda vez, alguien había entrado en el dormitorio. No abrió los ojos inmediatamente.
No experimentaba curiosidad por saber cuál de los cuatro sería. No, bastaba con saber que aún no querían dejarla en paz.
Al principio, al pasar su acceso de histerismo, se había preguntado fugazmente si el Malo sería el único que la violaría aquella noche o más tarde. Se había preguntado si ocultaría a los demás su maldad.
Y había pensado que tal vez lo hiciera. Ahora, para saber si el visitante era de nuevo el Malo o bien uno de los demás, hizo un supremo esfuerzo y abrió los ojos.
De pie junto a la cama se encontraba la rolliza y pesada mole, enfundada en un arrugado pijama a rayas.
El Vendedor.
Sus ojos inyectados en sangre no le miraban la cara sino los pechos desnudos. La miraba fascinado y con la boca abierta y respiraba entrecortadamente.
Dios mío, gimió ella en silencio, lo sabe, lo saben todos. Ya la habían penetrado una vez.
Por consiguiente, ya no estaba intacta, no inspiraba pavor, no estaba lejos y a salvo de los intrusos Habían abierto la entrada.
El público había sido invitado a franquearla. La temporada había comenzado. Y ella era la víctima propiciatoria. Dios mío, no.
A no ser que éste, el Vendedor, y los demás fueran distintos, fueran más sensibles para con sus sentimientos y sólo se presentaran en calidad de "voyeurs".
Empezó a rezar pero se detuvo. Su infantil esperanza a propósito de una posible honradez civilizada se desvaneció antes de que pudiera formularla por entero.
Sin mirarle la cara, fascinado todavía por su busto, el Vendedor estaba intentando deshacerse el nudo del cordón del pijama.
Se quitó rápidamente los pantalones sin pronunciar palabra. No quería perder el tiempo.
– No, por favor, no -protestó ella débilmente.
El se acercó a la cama, se desabrochó con dedos enfebrecidos la chaqueta del pijama y la arrojó al suelo.
– No lo haga -le suplicó ella-. Sólo porque el otro animal…
– No le voy a hacer nada que usted no conozca -le dijo él de pie a su lado.
– No, no lo haga, no, me duele mucho. Sufro muchos dolores. Estaba seca.
– Ahora ya no lo está.
– Estoy agotada, enferma. Póngase en mi lugar. Por favor, tenga compasión.
– Tendré cuidado. Ya lo verá.
Lo que ella vio ahora, lo que no pudo evitar ver, fue la horrible y repelente figura desnuda a su lado. ¿Habría algún medio de hacerle recuperar la cordura? Sabía que resultaría inútil cualquier súplica.
Ya era demasiado tarde. La cama se hundió por el lado izquierdo al arrodillarse él en ella.
– ¿Qué prefiere usted, señora? -le estaba diciendo-. Estoy a su servicio y quiero complacerla.
– Váyase, maldita sea, o le mataré. Si me toca, le mato. Voy a…
– No pierda el tiempo. Empecemos de una vez.
Se dejó caer pesadamente a su lado rozándole la piel con la suya propia.
Con la escasa fuerza que le quedaba intentó apartarse pero él ya había extendido una mano hacia su pecho y le había acercado la cabeza a su rostro.
A continuación empezó a besarle y succionarle los pechos, primero uno y después el otro.
Quiso apartarse pero le cayó encima una mano que, la inmovilizó de espaldas.
Mientras el hombre seguía cometiendo aquellas indignidades contra sus blandos pezones, notó por segunda vez aquella noche una apresurada y creciente dureza junto al muslo.