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Una catástrofe tristemente célebre costó la vida de ciento seis personas, entre ellas el propio Giese, que a la sazón contaba sesenta años; la expedición estudiaba una simetríada perfectamente caracterizada, que fue destruida de improviso en un proceso propio de las asimetríadas. En dos segundos, una erupción de barro gelatinoso engulló a setenta y nueve hombres, con máquinas y aparatos; otros veintisiete hombres que observaban la zona desde aviones y helicópteros, también fueron arrastrados al abismo. El lugar de la catástrofe, en la intersección del paralelo 42 y el meridiano 89, lleva desde entonces el nombre de Erupción de los Ciento Seis. Pero sólo los mapas conservan el recuerdo de este cataclismo, del que no queda en el océano ningún rastro.

A raíz de la Erupción de los Ciento Seis, y por vez primera en la historia de los estudios solaristas, hubo varios petitorios que exigieron un ataque termonuclear contra el océano. Esta respuesta hubiese sido más cruel que una venganza: se pretendía destruir algo que no entendíamos. A pesar de que nunca se lo reconoció oficialmente, es probable que el ultimátum de Tsanken influyera sobre el resultado negativo del voto. Tsanken estaba al mando del equipo de reserva de Giese, y un error de transmisión le había salvado la vida; había volado sin rumbo por encima del océano y llegó a las cercanías de la catástrofe — donde aún se veía la nube negra fungiforme— pocos minutos después de la explosión.

Cuando se enteró del proyecto de ataque nuclear, amenazó con volar la Estación, junto con los diecinueve sobrevivientes.

Hoy no somos más que tres en la Estación. Supervisada por satélites, la edificación de la Estación ha sido una hazaña técnica que puede enorgullecer a los hombres; pero el océano, en pocos segundos, levanta estructuras infinitamente más notables. La Estación es un disco de cien metros de radio; hay cuatro niveles en el centro y dos niveles en el contorno; gravitadores encargados de compensar las fuerzas de atracción la mantienen a una altura de entre quinientos y mil metros por encima del océano. Además de todos los aparatos de que disponen las estaciones ordinarias y los grandes sateloides de los otros planetas, la Estación Solaris está equipada con radares especiales, sensibles al más mínimo cambio en la superficie del océano, y conectados a un circuito energético auxiliar capaz de llevar el disco de acero a la estratosfera, en cuanto aparecen los signos precursores de una nueva construcción plasmática.

Pero hoy, no obstante la presencia de nuestros fieles « visitantes », la Estación estaba singularmente despoblada. Desde que los robots fueran encerrados en los depósitos del nivel inferior — por una razón que yo ignoraba aún—, uno podía ir de un lado a otro por las cubiertas de este buque fantasma sin tropezarse con nadie; la tripulación había desaparecido y las máquinas continuaban funcionando.

Cuando devolví a su estante el noveno volumen de la monografía de Giese, me pareció que el suelo de acero, revestido de plástico, había vibrado bajo mis pies. Me detuve un momento, pero la vibración no se repitió. Como la biblioteca estaba completamente aislada de las otras salas, esa vibración sólo podía tener un origen: la partida de un cohete. Este pensamiento me devolvió a la realidad. Todavía no me había decidido a dejar la Estación, como lo deseaba Sartorius. Simulando aprobar el plan, ya estaba postergando la iniciación de las hostilidades, pues había decidido salvar a Harey. ¿Pero tenía Sartorius alguna posibilidad de éxito? De cualquier modo, era físico, y conocía bien el problema, mientras que yo, paradójicamente, sólo podía contar con la superioridad del océano. Durante una hora me afané en el estudio de los microfilms, tratando de comprender la física de los neutrinos a través de un lenguaje matemático que no me era familiar. Al principio, la empresa me pareció sin esperanzas; no había menos de cinco teorías sobre los campos de neutrinos, signo evidente de que ninguna era definitiva. Sin embargo, al fin conseguí desbrozar una parcela de terreno bastante promisoria. Estaba copiando las fórmulas cuando oí que llamaban.

Me levanté rápidamente y entreabrí la puerta. Snaut alzó hacia mí un rostro reluciente de sudor. Detrás, el corredor estaba desierto.

— Ah, eres tú… Entra.

— Sí, soy yo.

Snaut hablaba con voz ronca. Tenía los párpados hinchados, y los ojos inyectados en sangre. Llevaba un delantal antirradiactivo de caucho reluciente, y unos tirantes le sostenían los viejos pantalones grasientos.

Paseó la mirada por la sala circular, uniformemente iluminada, y se detuvo en Harey; ella estaba de pie, en el fondo, al lado de un sillón. Snaut se volvió hacia mí; yo bajé imperceptiblemente los párpados. El asintió y yo dije con aire desenvuelto:

— Harey, el doctor Snaut. Snaut, te presento a mi mujer.

— Yo… soy sólo un miembro menor del equipo; no me hago ver con mucha frecuencia, por eso… — La vacilación de Snaut se prolongó peligrosamente, pero al fin consiguió decir — Por eso no he tenido el placer de conocerla antes…

Harey sonrió y le tendió la mano. Snaut se la estrechó con cierta estupefacción, parpadeó varias veces y se quedó mirando a Harey, sin decir nada.

Lo tomé por el brazo.

— Discúlpeme — le dijo a Harey—. Quería hablarte, Kelvin…

— Por supuesto. — La comedia me parecía siniestra ¿pero qué otra cosa podía hacer? — ¡Harey, mi querida, no te molestes! Tenemos que discutir asuntos de trabajo bastante enojosos…

Tomé a Snaut por el codo y lo llevé a las butacas del otro lado de la sala. Harey se sentó en el sillón que yo había ocupado antes, y lo hizo girar; ahora podía vernos por encima del libro.

—¿Qué hay de nuevo? — pregunté en voz baja.

— Me he divorciado — cuchicheó Snaut. Si pocos días antes alguien hubiese iniciado así una conversación, yo me hubiera reído con ganas; pero la Estación había embotado mi sentido del humor—. Desde anoche he vivido horas que valen años — agregó—. Años que no se olvidan. ¿Y tú?

Al cabo de un instante respondí:

— Nada.

No sabía qué decir. Le tenía mucho afecto a Snaut; sin embargo, desconfiaba de él, o mejor dicho, desconfiaba del motivo de la visita.

—¿Nada? — repitió Snaut—. Tú debías…

Fingí no entender.

—¿Qué?

Con los ojos entornados, se inclinó tan cerca de mí que me echó el aliento en la cara.

— Nos enredamos en este asunto, Kelvin. No consigo comunicarme con Sartorius. Sólo sé lo que te escribí, lo que él me contó después de nuestra pequeña conferencia…

—¿Desconectó el teléfono?

— No, un corto circuito en el laboratorio. Quizá lo provocó él mismo, a menos que… — Cerró el puño con fuerza y amagó el ademán de aplastar un objeto. Una sonrisa desagradable le levantó las comisuras de los labios. Yo lo miraba sin decir una palabra. — Kelvin, he venido para… ¿qué piensas hacer?

—¿Vienes a buscar mi respuesta a tu carta? Saldré de paseo, no tengo motivos para rehusarme. Justamente preparaba mi viaje…

Snaut me interrumpió.

—¡No! No se trata de eso.

—¿No? ¿De qué, entonces? Te escucho.

— Sartorius… cree estar sobre la pista. — Snaut no me sacaba los ojos de encima. Yo no me movía; trataba de conservar un aire indiferente. — Todo comenzó con ese experimento de rayos X que él y Gibarían llevaron a cabo, ¿te acuerdas? Eso puede haber provocado cierta alteración…

—¿Qué alteración?

— Apuntaron los rayos directamente al océano, modulando la intensidad de acuerdo con un programa.

— Ya sé. Niline ya lo hizo, y muchos otros.

— Sí, pero las radiaciones eran débiles. Esta vez fue una radiación poderosa. Recurrieron a toda la energía disponible.

— Eso puede tener consecuencias… violación de la Convención de los Cuatro, y las Naciones Unidas…

— Vamos, Kelvin, bien sabes que eso ya no es importante. Gibarían está muerto.

— Ah, y Sartorius lo ha convertido en chivo emisario.

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