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Gibarían había sufrido la influencia de las obras clásicas de la bioelectrónica eurasiática: Cho En-Min, Ngyalla, Kawakadze. En esos famosos estudios se establecía una analogía entre el diagrama de la actividad eléctrica del cerebro y ciertas descargas que se producían en el seno del plasma antes de la aparición, por ejemplo, de polimorfos elementales o de soláridos gemelos. Gibarían rechazaba las interpretaciones demasiado antropomórficas, las mistificaciones de las escuelas psicoanalíticas, psiquiátricas y neurofisiológicas que se esforzaban por descubrir en el océano síntomas de enfermedades humanas, entre otras la epilepsia (a la que atribuían las erupciones espasmódicas de las asimetríadas). Entre los defensores del Contacto, Gibarían era uno de los más prudentes y lúcidos, y condenaba las declaraciones extravagantes, en verdad cada vez más raras. Mi propia tesis de doctorado había despertado un cierto interés, y muchas resistencias. Fundándome en los descubrimientos de Bergmann y Reynolds, quienes habían conseguido aislar y « filtrar » los componentes de las emociones mas poderosas: desesperación, dolor, voluptuosidad, comparando sistemáticamente estos registros con las descargas eléctricas del océano, yo había observado ciertas oscilaciones en partes de las simetríadas y en la base de mimoides en formación que parecían curiosamente análogas. Los periodistas se habían adueñado prontamente de mi nombre, aderezándolo a veces con títulos grotescos: « La jalea desesperada » o « El orgasmo del planeta ». Esta dudosa fama tuvo no obstante una afortunada consecuencia (tal había sido mi opinión hasta pocos días antes): atrajo la atención de Gibarían (quien, como es lógico, no podía leer todas las obras que se referían a Solaris) y me envió una carta. Esa carta cerró un capítulo de mi vida, y abrió otro…

Los sueños

Transcurridos seis días, y no habiéndose producido ninguna reacción, decidimos repetir la experiencia. Inmovilizada hasta entonces en la intersección del paralelo 42 y el meridiano 116, la Estación se desplazó hacia el sur, planeando a una altitud constante de cuatrocientos metros sobre el nivel del océano. En efecto, nuestros radares confirmaban las observaciones automáticas del sateloide: había un incremento de actividad plasmática en el hemisferio austral.

Durante cuarenta y ocho horas, un invisible haz de rayos X modulados por mi propio encefalograma bombardeó a intervalos regulares la superficie casi lisa del océano.

Al cabo de esas cuarenta y ocho horas de viaje habíamos llegado a las inmediaciones de la región polar. El disco del sol azul descendía de un lado del horizonte y ya del lado opuesto las aureolas purpúreas de las nubes anunciaban la salida del sol encarnado. En el cielo, unas llamas enceguecedoras y una lluvia de chispas verdes luchaban con atenuados resplandores bermejos; el océano mismo participaba de ese combate de dos astros, abrasándose aquí de reflejos mercuriales y allá de reflejos escarlatas; la más pequeña nube que surcara el firmamento embellecía con destellos irisados la espuma de las olas. El sol acababa de desaparecer cuando en los confines del cielo y el océano asomó de pronto, apenas visible, ahogada entre brumas de color sangre (pero instantáneamente señalada por los detectores) una gigantesca flor de vidrio, una simetríada. La Estación no cambió de rumbo; al cabo de un cuarto de hora, el colosal rubí palpitante de resplandores mortecinos se escondió una vez más detrás del horizonte. Pocos minutos después, una esbelta columna — la curvatura del planeta ocultaba la base— se elevó a miles de metros en la atmósfera. Ese árbol fantástico que crecía derramando sangre y mercurio era el fin de la simetríada; el ramaje profuso, el capitel de la columna, se fundió en un hongo gigante, e iluminado simultáneamente por ambos soles voló con el viento; la parte inferior, en plena tumescencia, se fragmentó en pesados racimos y se hundió lentamente. La agonía de la simetríada duró toda una hora.

Transcurrieron otras cuarenta y ocho horas. Nuestros rayos habían barrido una vasta extensión del océa-no; una última vez, repetimos el experimento. Desde nuestro puesto de observación veíamos con relativa nitidez, a trescientos kilómetros al sur, una cadena de islotes, tres cumbres rocosas, cubiertas de una sustancia parecida a la nieve y que era en realidad un sedimento de origen orgánico, demostrando que esa formación montañosa había sido en otra época el fondo del océano.

Fuimos luego hacia el sudoeste. Costeamos por un tiempo una cordillera, coronada de nubes que se acumulaban durante el día rojo y luego desaparecían. Desde la primera experiencia habían transcurrido diez días.

En la Estación, al parecer, no ocurría gran cosa. Sar-torius había programado los experimentos, que se repetían automáticamente a intervalos regulares.. Yo ignoraba incluso si alguien verificaba el buen funcionamiento de las instalaciones. En realidad, la calma no era tan completa como parecía, pero no a causa de actividades humanas.

Yo temía que Sartorius no pensara seriamente en abandonar la construcción del disruptor. ¿Y cómo reaccionaría Snaut cuando se enterase de que yo lo había engañado de algún modo, que había exagerado los peligros a que nos exponíamos si intentábamos aniquilar la materia neutrínica? Ninguno de los dos, empero, había vuelto a hablarme del asunto, y yo me interrogaba sobre las razones de ese silencio. Sospechaba vagamente que me escondían algo, y que trabajaban en secreto.

Todos los días yo iba a echar un vistazo al cuarto del disruptor, un recinto sin ventanas situado exactamente debajo del laboratorio principal. Nunca encontré allí a nadie; una capa de polvo cubría el armazón y los cables del aparato, como si nadie lo hubiera tocado en las últimas semanas.

En verdad, no encontraba a nadie en ninguna parte, y no conseguía localizar a Snaut; lo llamaba a la cabina de radio, y no había respuesta. Alguien, ciertamente, vigilaba los movimientos de la Estación ¿pero quién? Yo lo ignoraba, y aunque parezca extraño, opinaba que la cuestión no me concernía. Que el océano no reaccionara, también me dejaba indiferente; a tal punto que luego de dos o tres días ya no esperaba nada, ni sentía miedo; había olvidado por completo el experimento y las posibles reacciones. Me pasaba el día sentado, ya en la biblioteca, ya en la cabina. Harey, sombra discreta, me acompañaba siempre. Yo sentía con claridad que había un cierto malestar entre nosotros, y que mi apatía, esa tregua del pensamiento, no podía prolongarse mucho más. Por supuesto, de mí dependía que hubiera un cambio en nuestras relaciones, pero yo rechazaba la idea misma de cambio; era incapaz de tomar una decisión. Todo lo que había en la Estación, y en particular mis relaciones con Harey, me parecía frágil e insustancial: la más mínima modificación podía romper ese peligroso equilibrio y precipitar un desastre. ¿De dónde me venían tales impresiones? Yo no lo sabía. Y lo más extraño era que Harey estaba pasando también por una experiencia semejante. Cuando hoy evoco aquellos días, pienso que esa impresión de incertidumbre, de prórroga, ese presentimiento de un cataclismo inminente eran provocados por una presencia invisible, que se había aposentado en la Estación, y que se manifestaba también en los sueños. No habiendo tenido nunca ni antes ni después, visiones semejantes, decidí anotarlas, transcribirlas aproximadamente, dentro de los límites de mi vocabulario, advirtiendo que sólo se trataba de ideas generales y apenas fragmentarias, casi por completo despojadas de un horror inenarrable.

En una región indistinta, en el corazón de la inmensidad, lejos del cielo y de la tierra, sin suelo bajo mis pies, sin una bóveda por encima de mi cabeza, sin paredes, sin nada, estoy encerrado en una materia desconocida; mi cuerpo se ha impregnado de una sustancia muerta, informe; o mejor dicho, no tengo cuerpo, soy esa materia extraña a mí mismo. Manchas nebulosas, de un rosa muy pálido, me circundan, suspendidas en un medio más opaco que el aire, pues sólo alcanzo a distinguir los objetos en el momento en que ya están muy cerca de mí; pero entonces, cuando los objetos se acercan, tienen una nitidez extraordinaria, se me imponen con una precisión sobrenatural; la realidad de todo cuanto me rodea tiene a partir de ese instante un incomparable poder de evidencia física. (Al despertar pienso que acabo de abandonar el mundo de la vigilia, y todo cuanto veo me parece entonces difuso e irreal.)

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