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Un silencio de muerte flotaba aún sobre la cubierta de la estación. Harey seguía atentamente mis movimientos. Abrí un hangar y examiné la embarcación; verifiqué sucesivamente el estado del microrreactor, el funcionamiento de los comandos y los difusores. Luego de retirar la cápsula vacía del zócalo, bajo el embudo de la cúpula, orienté hacia la pista inclinada la vagoneta eléctrica que transportaba el proyectil.

Había escogido un vehículo pequeño utilizado para intercambiar suministros entre la Estación y el sateloide, y que sólo transportaba hombres en ocasiones excepcionales, pues no se abría desde dentro. La elección tenía en cuenta mi plan. Yo no había pensado, por supuesto, en lanzar el cohete; sólo simulaba los preparativos de una verdadera partida. Harey, que tantas veces me acompañara en el curso de mis viajes, conocía hasta cierto punto las maniobras preliminares. Verifiqué asimismo, en el habitáculo, el buen funcionamiento de la climatización y la entrada del oxígeno; conecté el circuito central y los indicadores del tablero se iluminaron. Salí y le dije a Harey que esperaba al pie de la escalera:

—¡Entra!

—¿Y tú?

— Yo entraré después. Tengo que cerrar la escotilla detrás de nosotros.

No me pareció que ella sospechara. Cuando desapareció en el interior, asomé la cabeza por la abertura y le pregunté:

—¿Estás cómoda?

Oí un « sí » apagado, ahogado por la exigüidad de la cabina. Me agaché y cerré de golpe la escotilla. Eché los dos cerrojos; ajusté las cinco tuercas de seguridad con la llave especial que yo había traído.

El cigarro ahusado se erguía, vertical, como si realmente fuese a partir hacia el espacio. Ningún peligro amenazaba a la cautiva; los recipientes de oxígeno estaban llenos, y en el habitáculo había víveres; además, no me proponía tenerla allí prisionera indefinidamente.

Necesitaba con desesperación dos horas de libertad, para concentrarme y tomar alguna decisión, y elaborar con Snaut una técnica común.

En el momento en que ajustaba la penúltima tuerca, sentí que el cohete se ponía a vibrar; pensé que acaso lo habría sacado de quicio al manejar impetuosamente mi enorme llave. Sin embargo, cuando levanté la cabeza, asistí a un espectáculo que espero no volver a ver.

Todo el cohete temblaba, sacudido violentamente desde el interior. Ni un robot de acero hubiera podido estremecer de ese modo una mole de ocho toneladas, y sin embargo quien estaba en la cabina era sólo una muchacha grácil, una joven de cabellos oscuros.

Los reflejos de las lámparas temblaban sobre la pulida cápsula del cohete. Yo no oía los golpes; en el interior del proyectil todo estaba en silencio. Pero los pedestales del zócalo vibraban como cuerdas. Las sacudidas eran tan violentas que yo temía ver desmoronarse todo el andamiaje.

Ajusté con mano vacilante la última tuerca, tiré la llave y salté al pie de la escala. Mientras retrocedía unos pasos, vi que los amortiguadores, preparados para resistir una presión continua, se estremecían frenéticamente. Me pareció que la envoltura del cohete se contraía de algún modo.

Me precipité al tablero de control, y alcé con ambas manos la palanca de arranque. En ese momento, el altoparlante conectado al interior del cohete emitió un sonido penetrante… no un grito, un sonido que no se parecía a una voz humana, y sin embargo distinguí confusamente mi nombre, repetido varias veces:

—¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!

Me abalancé sobre las palancas con una violencia desordenada. Me lastimé los dedos, que empezaron a sangrar. Un resplandor azul, una pálida aurora, iluminó los muros. Torbellinos de polvo vaporoso brotaron alrededor de la plataforma; el polvo se transformó en una columna de chispas violentas, y los ecos de un rugido poderoso cubrieron todos los otros « ruidos. Tres llamas, confundidas al instante en una sola pira de fuego, levantaron el cohete, que subió por la abertura de la cúpula. La estela incandescente ondeó y se extinguió. Los postigos volvieron a cerrarse sobre el orificio del foso; los ventiladores automáticos comenzaron a aspirar el humo sofocante que se movía en olas por el recinto.

En realidad, todo esto lo reconstruí más tarde; no sé con certeza lo que vi en esos momentos. Aferrado al tablero de mando, sintiendo que el calor me quemaba la cara y me chamuscaba los cabellos, yo aspiraba a bocanadas el aire acre, una mezcla de gases de combustión interna y el ozono desprendido de la ionización. En el momento del lanzamiento, yo había cerrado instintivamente los ojos, pero el resplandor había atravesado mis párpados. Durante un rato, no vi más que espirales negras, rojas, doradas, que se dispersaban poco a poco. Los ventiladores continuaban gimiendo; el humo, la bruma, el polvo se disipaban.

La haz verdosa de la pantalla del radar atrajo mi mirada. Manipulando de prisa las llaves, traté de localizar el cohete. Cuando lo encontré, volaba ya más allá de la atmósfera.

Nunca había lanzado un proyectil de manera tan aberrante y ciega, sin preocuparme por ajustar la velocidad y la dirección. No conocía la potencia del vehículo y temí una catástrofe de consecuencias incalculables. Decidí que lo más sencillo era poner el cohete en órbita circular, a una distancia de aproximadamente mil kilómetros de Solaris, y apagar entonces los propulsores. Verifiqué en las tablas que una órbita de mil kilómetros era estacionaria. Esto no arreglaba nada, por supuesto, pero no se me ocurría otra solución.

No tuve el coraje de conectar el altoparlante, que había callado después del lanzamiento. No, no quería exponerme a oír de nuevo aquella voz terrible, que ya nada tenía de humano. Me creía autorizado a pensar que había vencido a todos aquellos simulacros, y que más allá de las alucinaciones y contra toda expectativa, volvía a encontrarme con Harey, la verdadera Harey, a quien la hipótesis de la locura hubiera destruido del todo.

A la una abandoné la cubierta de la estación.

El « Pequeño Apócrifo »

Tenía la cara y las manos quemadas. Recordé que mientras buscaba un somnífero para Harey (no estaba con humor para reírme de mi candidez), había visto un pote de ungüento. Volví pues a mi cabina.

Abrí la puerta; el crepúsculo rojo alumbraba la estancia. Alguien estaba sentado en el sillón, junto al sitio donde Harey se había arrodillado. El terror me paralizó, un terror pánico que me impulsaba a huir, y que sólo duró unos pocos segundos. La figura sentada levantó la cabeza. Era Snaut. Cruzado de piernas (llevaba siempre el mismo pantalón de lona, manchado por los reactivos), consultaba papeles; un gran fajo de papeles depositados junto a él, sobre una mesita. Soltó las hojas que tenía en la mano, se deslizó los anteojos hasta la punta de la nariz y me contempló con aire enfurruñado.

Sin una palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín el pote de ungüento y empecé a untarme la frente y las mejillas. Afortunadamente, la cara no estaba demasiado hinchada y los ojos, que había cerrado instintivamente, no parecían inflamados. En la sien y los pómulos me pinché varias ampollas grandes con una aguja esterilizada; el tapón aséptico recogió un líquido seroso. Luego me apliqué sobre la cara dos trozos de gasa húmeda. Snaut no dejó de observarme todo el tiempo que duró la cura. Yo lo ignoré. Cuando al fin hube terminado (las quemaduras me dolían cada vez más), me senté en el otro sillón, del que tuve que retirar previamente el vestido de Harey: un vestido perfectamente común, pero desprovisto de broches.

Snaut, con las manos unidas alrededor de una rodilla puntiaguda, me observaba en actitud crítica.

— Bueno, ¿charlamos un poco? — dijo.

No le contesté; estaba ocupado en reacomodar un trozo de gasa que resbalaba a lo largo de mi mejilla.

— Tuviste una visita ¿no?

— Sí —repuse secamente.

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