Igual que un río, el pueblo de Meroe se derrama frente al refugio de ramas y tela en que yace Amanirenas, envuelta en sombra, a las puertas del reino de la muerte. Ella no ha oído pasar a la muchedumbre, no ha oído los llantos de las mujeres, los gritos de los niños o los llamados de las bestias de carga. Sólo se ha quedado a velarla el viejo sacerdote, ciego como ella, el que fuera siempre su compañía. Se ha reservado un poco de agua y unos dátiles para sostener la espera hasta el tránsito. Amanirenas ya no oye sus plegarias. Siente que la última palpitación se le fuga del cuerpo y se propaga en el desierto. En una piedra oblicua, a la entrada de la choza, un escriba ha dibujado su nombre. Los guerreros han construid un muro de piedras en torno a la tumba,para que los chacales no puedan entrar. Han enganchado mágicas ínfulas en las espinas de las ramas. El río humano se ha dejado ir con lentitud hacia el oeste y de nuevo reina el silencio, mientras el sol traspasa el cenit e inicia su descenso hacia el horizonte. Amanirenas oye que su corazón aminora su pulso, ve el debilitamiento de la mancha de luz en el fondo de sus ojos, como un fuego que se apaga. Ya el viento le cubre la cara de polvo. El viejo sacerdote le cierra los ojos, coloca en sus manos los atributos del poder y entre sus tobillos la caja del libro de los muertos. Amanirenas ya no es más que un rastro, un montículo perdido en la desnuda inmensidad.
ARO CHUKU
Llegó la noticia, de manera insidiosa. Maou se lo figuró todo mucho antes de que se supiera. Una mañana, al alba, se despertó. Geoffroy dormía a su lado, desnudo el busto, la piel cubierta de gotitas de sudor. Ya la pálida claridad del día entraba por la ventana con las persianas subidas e iluminaba el interior del mosquitero. Geoffroy dormía curvado hacia atrás, y Maou pensó: «Tenemos que irnos de aquí, no podemos continuar ni un minuto más…» Era una evidencia, un pensamiento que dolía, como un diente enfermo que de pronto te recuerda que sigue ahí. También pensó: «Tengo que irme, he de llevarme a Fintan antes de que sea demasiado tarde.» ¿Por qué habría de ser demasiado tarde? No tenía respuesta.
Maou se levantó, fue a beber al filtro, a la antecocina. Afuera, en la veranda, el aire era fresco, el cielo color perla. Ya los pájaros invadían el jardín, daban saltitos en los techos de chapa, volaban de árbol en árbol cotorreando. Maou miraba hacia el río. En la pendiente, blancas humaredas delataban cada una de las casamatas, donde las mujeres preparaban los ñames. Escuchaba con atención casi dolorosa los ruidos de la vida ordinaria, los reclamos de los gallos, los ladridos de los perros, los hachazos, el traqueteo de los motores de las canoas de pesca, el fragor de los camiones circulando por la pista de Enugu. Aguardaba la irrupción del lejano tintineo del generador que pondría en marcha el engranaje de la serrería al otro lado del río.
Todo lo escuchaba como si tuviera la certeza de que nunca más oiría esos ruidos. De que iba a marcharse muy lejos, olvidar las cosas y los seres que ella amaba, esa ciudad tan alejada de la guerra y las atrocidades, esas gentes a quienes se sentía tan vinculada como no lo había estado jamás.
Al llegar a Onitsha era una criatura que llamaba la atención. Los niños caminaban tras ella por las polvorientas calles, soportaba sus burlas, la llamaban en pidgin, se mofaban. La primera vez, bien se acordaba, echó a correr, sin sombrero, con el vestido azul escotado de las veladas del Surabaya. Buscaba a Mollie, la gata, que había desaparecido hacía dos días; Elijah creía haberla visto en una calle de la ciudad, por la parte del Wharf. Ella abordaba a la gente, chapurreaba en pidgin: «You seen cat bilong mi?» El ruido corrió por toda la ciudad: «He don los da nyam.» Las mujeres se reían. Respondían: «No ben see da nyam!!» Fue su primer mote, nyam. Luego la gata regresó, preñada. El mote caló, y Maou oía su eco al pasar, como si fuera su propio nombre. «Nyam!»
En su vida había amado a nadie como a aquellas gentes. Eran tan dulces, tenían una expresión tan luminosa, unos gestos tan puros, tan elegantes. Cuando en su trayecto hacia el Wharf atravesaba los barrios de la ciudad, los niños se le acercaban sin timidez, le acariciaban los brazos, las mujeres le cogían la mano, le hablaban en esa dulce y zumbona lengua que sonaba a música.
Es verdad que al principio la asustaban un poco esas miradas tan brillantes, el toqueteo de aquellas manos que se le pegaban al cuerpo. No estaba habituada. Se acordaba de lo que contaba Florizel en el barco. Los del Club también contaban cosas terribles. Gente que desaparecía, niños que raptaban. El Long Juju, los sacrificios humanos. Los pedazos de carne humana salada que vendían en los mercados, en las zonas alejadas de los centros urbanos. Simpson se divertía asustándola, contaba por ejemplo: «A cincuenta millas de aquí, cerca de Owerri, se encontraba el oráculo de Aro Chuku, el centro de la brujería de todo el oeste, ¡el lugar donde se predicaba la guerra santa contra el Imperio británico! ¡Cráneos apilados, altares embadurnados de sangre! ¿No oye los tambores al anochecer? ¿Sabe qué mensaje transmiten mientras usted duerme?»
Gerald Simpson se mofaba de ella, de sus expediciones a la ciudad, de su amistad con las mujeres de los pescadores, con la gente del mercado. Luego, después de que tomara la defensa de los presidiarios que cavaban su piscina, pasó a verla con desdén y rencor. No asumía su papel de esposa de funcionario que se acoge a los garden-parties de sombrilla y reina sobre una legión de criados. En el Club, Geoffroy padecía la mirada irónica de Simpson, sus mordaces indirectas. Ambos sabían que la situación del agente de la United África se hallaba cada vez más comprometida debido a los contactos del D.O. «Cada cual en su sitio» era la divisa de Simpson. Veía la sociedad colonial como un andamiaje riguroso en el que cada uno debía cumplir su papel. Como es natural, él se había reservado el más importante, junto al residente y el juez. La piedra angular. «Weather cock, ¡la veleta!» corregía Geoffroy. Gerald Simpson no perdonaba a Maou su independencia, su imaginación. De hecho, lo asustaba la mirada crítica con que ella le obsequiaba. Decidió que Geoffroy y ella abandonaran Onitsha.
En el Club, las relaciones eran cada vez más tensas. Tal vez esperaban que Geoffroy adoptara una decisión, repudiara a la intrusa, la devolviera a su casa, a ese país latino del que con tanto descaro conservaba el acento, las maneras y hasta el tono demasiado mate de la tez. El residente Rally trató de advertir a Geoffroy. El también estaba al corriente de la enemistad que Simpson profesaba a Maou.
«¿Se imagina el grosor del expediente que tienen de usted en Londres?»
Como estaba al tanto de todo, añadió:
«Debía usted suponerlo… Simpson redacta un informe a la semana. Debería usted solicitar de inmediato su traslado.»
A Geoffroy lo dejó sin aliento semejante injusticia. Regresó a casa abrumado:
«Ya no hay nada que podamos hacer. En mi opinión, le han encargado transmitirme la sentencia.»
Empezaba la estación de las lluvias. El gran río tenía un color plomizo bajo las nubes, el viento plegaba con violencia las copas de los árboles. Maou ya no salía de casa por la tarde. Permanecía en la veranda, escuchando la ascensión de las tormentas en la lejanía, hacia las fuentes del Omerun. El calor dislocaba la tierra roja antes de llover. El aire danzaba sobre los tejados de chapa. Desde su atalaya podía ver el río, las islas. No le quedaban ganas de escribir, ni siquiera de leer. Tan sólo sentía necesidad de mirar, escuchar, como si el tiempo ahora careciera de importancia.
De repente era consciente de lo que había aprendido al venir aquí, a Onitsha, y que jamás habría aprendido en otra parte. La lentitud era esto, un interminable y regular movimiento, semejante al agua del río que discurría hacia el mar, semejante a las nubes, al agobio de las tardes, cuando la luz inundaba la casa y los techos de chapa eran como la pared de un horno. La vida se detenía, el tiempo se hacía pesado. Todo se volvía impreciso, quedaba reducido al flujo del agua, ese tronco líquido y la multitud de sus ramificaciones, fuentes, riachuelos disimulados en la espesura.