Es aún más lejos, hace mucho, como en otro mundo. La nueva ciudad, en las islas, en medio del río ambarino. Como en un sueño. Geoffroy se desliza sobre el agua, transportado por la balsa de cañas. Ve las riberas cubiertas de tupidas selvas, y de improviso, al borde de la playa, las casas de adobe, los templos. Aquí, a la orilla del gran río, fue donde se detuvo Arsinoe. El pueblo ha desbrozado y roturado la selva, ha abierto los caminos. Las canoas se desplazan con lentitud entre las islas, los pescadores lanzan las redes en los cañaverales. Algunas aves levantan vuelo en el pálido cielo del alba, grullas, zaidas, patos. De pronto aparece el dorado disco solar, alumbra los templos, alumbra la estela de basalto que lleva inscrito el signo de Osiris, el ojo y el ala del halcón. Es el signo itsi, Geoffroy lo reconoce, está grabado en el rostro de Oya, el sol y la luna en la frente, las plumas de las alas y la cola del halcón en las mejillas. El signo lo ciega, pupila que lanzaran como un dardo hasta el fondo de su cuerpo. En el islote Brokkedon, la estela mira erecta hacia el sol naciente. Geoffroy siente que la luz entra en él, lo abrasa en lo más hondo. La verdad no es más que eso, sólo el peso de su cuerpo le impedía verla. Brokkedon, con el pecio del George Shotton, osamenta antediluviana. La luz es muy hermosa y tan cegadora como la dicha. Geoffroy mira la estela, que luce el mágico signo, ve el rostro de Oya, y todo se vuelve evidente, legible hasta el fin de los tiempos. La nueva Meroe se extiende a ambas laderas del río, frente a la isla entre Onitsha y Asaba, en el lugar mismo donde ha esperado todos estos años, en el Wharf, en el desgastado piso de las oficinas de la United África, al sofocante amparo de los cobertizos. Aquí es donde la reina negra condujo a su pueblo, a las cenagosas orillas donde vienen a descargar los barcos las cajas de mercancías. Aquí es donde ella mandó erigir la estela del sol, el signo sagrado de los umundri. Aquí volvió Oya, para dar a luz a su hijo. La luz de la verdad es tan fuerte que ilumina un instante el rostro de Geoffroy, pasa por su frente y sus mejillas, a modo de reflejo dichoso, y todo su cuerpo se pone a temblar.
«Geoffroy, Geoffroy, ¿qué te ocurre?» Maou se inclina sobre él, lo mira. El semblante de Geoffroy expresa una indecible alegría, un centelleo. Se levanta de la silla, se arrodilla junto a la cama. Afuera, la noche está a punto de caer sobre las colinas, la luz es suave y gris, del color del follaje de los olivos. Se oyen los chirridos de las urracas, los angustiados chillidos de los mirlos. Los crujidos de los insectos se hinchan en la hierba en fermentación. Se oyen los primeros reclamos de los sapos en el aljibe grande, más abajo. Maou no puede dejar de pensar en la noche, tal como era entonces, en Onitsha, en la inquietud y la euforia que transmitía la noche; un escalofrío le recorre la piel.
Cada anochecer, desde que regresaron al sur, ese mismo escalofrío la vincula a lo que ya ha desaparecido.
En la habitación de al lado duerme Marima tumbada sin desvestirse en la colcha blanca de su cama, con el brazo doblado encima de la cara. Está cansada por haber velado a su padre la noche anterior. Sueña que Julien, al que Maou llama con rechifla su «novio», la lleva en su moto a lo largo de las umbrías carreteras hasta el borde del mar. Marima aún es muy joven, Maou no quería que se quedara, que presenciara todo esto. Es ella la que insiste en preparar la comida, ayudar a asear a Geoffroy, lavar mudas y pañales. Siempre habla de Fintan, que ha de presentarse de un momento a otro, como si todo fuese a cambiar en cuanto él llegue. Maou piensa: «¿Traemos hijos al mundo para que nos cierren los ojos?»
En la habitación, Maou se ha incorporado. Ya no se atreve a hablar. Examina con atención el rostro de Geoffroy, los ojos, cuyos finos párpados tiemblan como si por fin fueran a abrirse. Apenas un instante y el calor y la luz pasan, al otro lado de los párpados, como un reflejo sobre el agua.
La luz del sol brilla en las paredes y las murallas de la ciudad, los templos de las islas, la piedra negra que luce el mágico signo. Es algo fuerte y extraño, lejano, intrincado en el corazón del sueño de Geoffroy Allen. Disminuye la luz. La oscuridad penetra en la pequeña habitación, le cubre el rostro al hombre que va a morir, sella para siempre sus párpados. La arena del desierto cubrió los huesos del pueblo de Arsinoe. La ruta de Meroe no tiene fin.
Poco antes de anochecer llegó Fintan. Todo está en perfecta calma en la vieja casa encaramada en lo alto de la colina, con si acaso el ruido del viento entre las zarzas y el calor del sol que aún emana de las paredes. Queda tan lejos de todo, tan fuera del tiempo. Delante de la puerta, a la luz de la bombilla eléctrica, la vieja gallina despeluzada persigue mariposas con gestos de insomne.
Maou ha besado a Fintan. No necesita decir nada, a él le basta con mirar su rostro desencajado para comprender en qué momento llega. Entra en la habitación de Geoffroy, y siente que algo se agita en su corazón, como hace mucho, antes de abandonar Onitsha. Geoffroy tiene la cara muy blanca, muy fría, con una expresión de dulzura y paz que Fintan no ha visto en su vida. Ya no hay el menor hálito. Es una noche como las otras, bella y tranquila. Se va sintiendo la primavera. Afuera rechinan enloquecidos los insectos, los sapos han reanudado su canto en el aljibe.
En la habitación de al lado, acostada en la estrecha cama, Marima duerme profundamente, con la cabeza ladeada, el pelo castaño se le ha resbalado sobre el hombro. Es hermosa.
Fintan se sienta en el suelo, al lado de Maou, en el cuarto inundado por las sombras. Juntos escuchan los gritos de los insectos, que resuenan alegremente.
Todo ha terminado. En Umahia, Aba, Owerri, a los niños famélicos no les quedan fuerzas para sostener las armas. De todos modos, sólo disponían de palos y piedras frente a los aviones y los cañones. En Nun River, en Ugheli Field, los técnicos han reparado los oleoductos, y los buques podrán llenar sus depósitos en la isla de Bonny. El mundo entero aparta la mirada. Sólo el oráculo de Aro Chuku, por un acuerdo misterioso, se ha salvado de las bombas.
Pocas semanas antes de decidir su despedida definitiva del colegio, y su regreso al sur, Fintan recibió una carta de una notaría de Londres. Cuatro palabras para decirle que Sabine Rodes había encontrado la muerte durante el bombardeo de Onitsha, a finales del verano de 1968. El mismo había dado instrucciones de que se comunicara su muerte a Fintan. La carta precisaba que su verdadero nombre era Roderick Matthews, y que era oficial de la Orden del Imperio Británico.
J. M. G. Le Clézio
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