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La canoa quedó inmovilizada junto al flanco mismo del pecio. En ese punto había una escalera metálica medio desencajada. Oya brincó la primera, seguida por Okawho, que amarró la canoa. Fintan se aferró a la batayola y se encaramó a la escalera.

Los peldaños metálicos flaqueaban bajo sus plantas, produciendo un extraño eco en el silencio del pecio. Oya se encontraba ya arriba, y corría por cubierta entre los zarzales. Parecía conocer el camino.

Fintan permaneció en cubierta agarrado a la batayola de la escalera. Okawho desapareció en el vientre del pecio. La cubierta era de tablas de madera, la mayoría partidas o podridas. Debido a la inclinación, Fintan tuvo que ponerse a cuatro patas para avanzar.

El pecio, inmenso, estaba vacío. A la vista aquí y allá los fragmentos de lo que en tiempos fue la toldilla, el castillo de proa y los troncos de los mástiles. El castillo de popa no era más que un revoltijo de chapas. Los crecidos árboles sobresalían por las ventanas.

Una escotilla abierta daba a los vestigios de una barroca escalera. Sabine Rodes se introdujo escalera abajo tras Oya y Okawho. Fintan descendió a su vez al interior del casco.

Inclinado hacia adelante, se esforzó por distinguir algo, pero estaba tan cegado como al penetrar en una gruta. La escalera descendía en espiral hasta una amplia sala que era pasto de las lianas y las ramas muertas. El ambiente era sofocante, un ensordecedor hervidero de insectos. Fintan mirabasin arriesgar el menor movimiento. Le pareció ver el destello metálico de una serpiente. Sintió escalofríos.

El ruido de su respiración inundaba la sala. Cerca de una ventana obstruida por donde se filtraba la claridad, Fintan distinguió un mamparo desmantelado, y el interior de un antiguo cuarto de baño presidido por una bañera verde turquesa. En la pared, un gran espejo oval alumbraba como una ventana. Entonces los vio, a Oya y Okawho, en el suelo del cuarto de baño. El ruido de sus hálitos, rápido, ahogado, anulaba el resto. Oya estaba echada y Okawho, que la sostenía, daba la impresión de hacerle daño. En la penumbra, Fintan vislumbró el semblante de Oya; exhibía una expresión extraña, una especie de vacío. Tenía nublada la vista.

Fintan se estremeció. Sabine Rodes también estaba allí, oculto en la oscuridad. Tenía la mirada clavada en la pareja, como si no pudiera apartarla, y sus labios murmuraban palabras incomprensibles. Fintan retrocedió, intentó localizar con la vista la escalera para salir de allí. El corazón le latía con brutalidad, estaba asustado.

De pronto se oyó un violento ruido, un estruendo. Al volverse, Fintan vio a Okawho de pie en la penumbra, desnudo, empuñando un arma. Enseguida comprendió que con un trozo de la cañería Okawho acababa de hacer añicos el espejo grande. Oya estaba a su lado, de pie, apoyada en la pared. Una sonrisa le iluminaba el rostro. Parecía una guerrera salvaje. Lanzó un grito gutural que resonó en el interior del casco. Sabine Rodes agarró a Fintan del brazo, lo obligó a retroceder.

«Ven, pikni. No la mires. Está loca.»

Volvieron escalera arriba. Okawho se quedó abajo, con ella. Después de unos minutos eternos subió por fin. Su rostro señalado de cicatrices era una verdadera máscara, no se podía leer nada en él. Parecía también un guerrero.

Una vez instalados en la canoa, Okawho soltó la amarra. Oya apareció en cubierta, entre los zarzales. La canoa iniciaba con lentitud su movimiento a lo largo del casco, como si fueran a partir de ella. Con vivacidad propia de un animal, Oya se dejó deslizar agarrada a las lianas y las asperezas, y saltó a la canoa en el momento en que Okawho tiraba de la cuerdecilla del arranque. El ruido del motor se adueñó de todo el río, resonó en el interior del casco vacío.

El agua borbollaba en torno a la hélice. La canoa se abrió paso entre las cañas. Al cabo de un instante se encontraban en medio del río. El agua salía despedida a ambos lados del estrave, el viento taponaba los oídos. En la proa de la canoa se encontraba Oya, de pie. Llevaba los brazos algo separados, las gotas que perlaban su cuerpo resplandecían, su rostro de diosa estaba un tanto vuelto de lado hacia las profundidades del río.

Llegaron a Onitsha con el crepúsculo.

Así pues, todo no es más que un sueño que sueña Geoffroy Allen, de noche, junto a Maou dormida. La ciudad es una balsa en el río por el que fluye la más antigua memoria del mundo. Esta es la ciudad que él, ahora, quiere ver. Se le ocurre que si pudiera llegar hasta ella algo se detendría en el inhumano movimiento, en el deslizamiento del mundo hacia la muerte. Como si la maquinación de los hombres pudiese trastocar su oscilación, y los restos de las civilizaciones perdidas salir de la tierra, brotar, con sus secretos y sus poderes, hacer realidad la luz eterna.

Ese movimiento, la lenta marcha del pueblo de Meroe hacia poniente, recorriendo año tras otro cada fisura de la tierra, en busca de agua, del ruido del viento en las palmeras, en busca del resplandeciente cuerpo del río.

Ahora la ve, a la vieja enjuta y vacilante que no puede apoyar más sus pies cianóticos en tierra y han de llevarla en parihuelas, protegerla del sol con un trozo de tela desgarrada que sostiene un niño en la punta de una vara, irrisorio estandarte.

Cubre sus ojos rasgados, sus ojos otrora tan hermosos, un blanco velo que le permite ver tan sólo la alternancia del día y de la noche. Por ello nunca da orden de partir la vieja reina hasta la hora en que el sol, tras franquear su cénit, emprende el descenso hacia la entrada del mundo de los muertos.

El pueblo sigue su invisible camino. A veces los sacerdotes entonan un canto de tristeza y muerte que ella ya no entiende, como si un muro la separara ahora de los vivos. La reina negra se inclina en su litera, mecida al ritmo de los hombros de sus guerreros. Frente a ella brilla, a través del velo de sus ojos, el lejano fulgor que jamás logra atrapar. Tras ella, en la tierra desierta, se extiende el rastro de los pies desnudos, el reguero de muerte y sufrimientos. Los huesos de los ancianos y los niños pequeños han quedado diseminados por esta tierra con, por toda sepultura, las anfractuosidades de las rocas, las hondonadas habitadas por las víboras. Al lado mismo de los pozos salobres, retazos de su pueblo han quedado enganchados como andrajos a las espinas de las acacias. Los que no podían, no querían perseverar. Los que ya no creían en el sueño. Y cada día, con el cenit, la voz de los sacerdotes resuena en el desierto, para anunciar al pueblo de Meroe que su reina ha reanudado la marcha hacia poniente.

Un día, sin embargo, ella ha convocado a los escribas y los adivinos. Ha dictado sus últimos designios. En un rollo de papel reseco han escrito por última vez su visión, esa ciudad de paz extendida sobre el río como una inmensa balsa. Eso mismo que ella ha guardado en su corazón al perder la vista, y que no puede aparecer con claridad salvo cuando la luz del sol poniente se posa en su rostro, abre su ruta resplandeciente. Ahora sabe que jamás alcanzará su sueño. El río se mantendrá desconocido. Ahora sabe que va a entrar en otro mundo, frío y descarnado, donde no sale el sol. A su hija Arsinoe ha transmitido su visión. A ella, todavía una niña, corresponde ser la nueva reina del pueblo de Meroe. En su frente de piedra negra, en el secreto de la tienda sagrada, los sacerdotes de Osiris han fijado el signo divino, el poderoso dibujo del disco alado. Luego le han practicado su escisión ritual, para que, en medio de su dolor, sea en todo momento la esposa del sol.

El pueblo de Meroe ha reanudado la marcha, y al presente, es la joven reina Arsinoe quien lo precede en la ruta. Igual que un río de huesos y carne, así corre el pueblo por la tierra roja, baja al fondo de las grietas, fluye por los valles desecados. El sol, inmenso y rojo, sale al este, una nube de arena cubre la tierra.

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