Los termiteros estaban construidos como chimeneas bien erguidas al cielo, algunos más altos que el propio Fintan, en el centro de un espacio de tierra pelada y resquebrajada por el sol. Imperaba un extraño silencio sobre esta ciudad, y sin saber por qué, Fintan empuñó un palo y se aplicó a descargarlo sobre los termiteros. Fue tal vez el miedo, la soledad en medio de esta ciudad silenciosa. Las chimeneas de tierra endurecida restumbaban como bajo el fuego de los cañonazos. El palo rebotaba, seguía golpeando. Poco a poco aparecían grietas en lo alto de los termiteros. Se desplomaban lienzos de pared convertidos en polvo, dejando al descubierto las galerías, desperdigando por el suelo a las lívidas larvas, que se retorcían en la tierra roja.
Fintan la emprendió con los termiteros uno a uno, con rabia. El sudor le bañaba la frente, los ojos, le empapaba la camisa. Ya no sabía realmente lo que hacía. Debía de ser por olvidar, por destruir acaso. Por reducir a polvo su propia imagen. Por desvanecer el rostro de Geoffroy, la fría cólera que a veces brillaba en los círculos de sus gafas.
Llegó Bony. Unos diez termiteros estaban reventados. Se mantenían en pie algunos lienzos de pared, a modo de ruinas, donde se retorcían las larvas a la luz del sol en medio de las ciegas termitas. Fintan estaba sentado en el suelo, el pelo y la ropa rojos de polvo y las manos doloridas de tanto ensañarse. Bony le clavó la mirada. Fintan nunca olvidaría esa mirada. Encerraba la misma cólera que cuando Geoffroy Alien mató al halcón negro. «You ravin mad, you crazy!» Apuñó la tierra y las larvas de las termitas. «¡Es Dios!» siguió diciendo en pidgin, manteniendo su sombría mirada. Las termitas nos guardaban de las langostas, sin ellas el mundo se vería devastado. Fintan experimentó la misma vergüenza. Durante semanas no volvió a aparecer Bony por Ibusun. Fintan aguardaba su llegada abajo, en el ruinoso primer embarcadero, con la esperanza de verlo pasar en la larga canoa de su padre.
Antes de la lluvia, el sol abrasaba. Las tardes resultaban interminables, sin un soplo de aire. Nada se movía. Maou se tumbaba en el catre de tijera, en la habitación de paso, cuyas paredes de cemento preservaban del calor. Geoffroy regresaba tarde, siempre quedaban asuntos pendientes en el Wharf, los arribos de mercancías, las reuniones en el Club, en casa de Simpson. Cuando regresaba, muerto de cansancio, se encerraba en su despacho, dormía hasta las seis o las siete. Maou había soñado un.África de excursiones a caballo en la sabana, raucos rugidos de fieras en la noche, profundas espesuras infestadas de tornasoladas flores venenosas, senderos de acceso a lo secreto. No había imaginado aquello, largas y monótonas jornadas, la espera en la veranda, y una ciudad de techos de chapa al rojo vivo. No había imaginado que Geoffroy Alien fuese este empleado de las compañías comerciales de África Occidental que se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo inventario de las cajas llegadas de Inglaterra, con jabón, papel higiénico, latas de corned-beef y harina resolutiva. Las fieras no existían, salvo en las baladronadas de los oficiales, y la selva había desaparecido hacía mucho tiempo para dejar paso a los campos de ñames y a las plantaciones de palma de aceite.
Mucho menos se había imaginado Maou las reuniones en casa del D.O. una vez a la semana, los hombres de pie en la terraza, con indumentaria caqui, zapatos negros y medias de lana hasta la rodilla, esgrimiendo un vaso de whisky y sus batallitas de oficina, y sus mujeres con vestidos claros y escarpines suspirando por los problemas de servicio. Una tarde, no se había cumplido un mes desde su llegada, Maou acompañó a Geoffroy a casa de Gerald Simpson. Vivía éste en una casona de madera no lejos de los docks, una casa bastante vetusta que se había propuesto restaurar. Se le había metido en la cabeza abrir una piscina en su jardín para los miembros del Club.
Era a la hora del té, hacía un calor bastante tórrido. Los trabajadores negros eran presidiarios que Simpson había obtenido del residente Rally, bien porque fuera incapaz de encontrar a nadie más o con la intención de evitarse el menor desembolso. Llegaban al mismo tiempo que los invitados, arrastrando una larga cadena enganchada a los grilletes de su tobillo izquierdo, y para no caer, estaban obligados a llevar el mismo paso, como en un desfile.
Maou estaba en la terraza, miraba con asombro a estos hombres encadenados que atravesaban el jardín, pala al hombro, haciendo su ruido regular cada vez que los grilletes de los tobillos arrastraban la cadena; izquierda, izquierda. En medio de aquellos harapos su piel negra brillaba como el metal. Algunos miraban hacia la terraza, tenían el rostro satinado de cansancio y sufrimiento.
Luego sirvieron la colación al amparo de la veranda; grandes fuentes de fufú [3] y de asado de cordero, y vasos de zumo de guayaba con hielo picado hasta el borde. La larga mesa lucía un mantel blanco y ramilletes de flores dispuestos por la mujer del residente en persona. Los invitados hablaban con estrépito, reían a carcajadas, pero Maou no podía apartar la vista del grupo de forzados que comenzaba ya a cavar al otro extremo del jardín. Los guardias los habían liberado de la larga cadena, pero seguían amarrados por los grilletes que ceñían sus tobillos. Con pico y pala, abrían la tierra roja donde Simpson tendría su piscina. Daba pavor. Maou sólo oía los golpes en la tierra dura, el ruido de la respiración de los forzados, el tintineo de los grilletes en torno a sus tobillos. Sentía un nudo en la garganta como si estuviera a punto de llorar. Miraba a los oficiales ingleses que rodeaban la inmaculada mesa, buscaba la mirada de Geoffroy. Pero nadie le prestaba atención y las mujeres seguían comiendo y riendo. La mirada de Gerald Simpson tropezó con ella un instante. Un extraño reflejo emanaba de sus ojos, tras los espejuelos de las gafas. Se estaba limpiando el rubio bigotillo con una servilleta. A Maou la embargó tal odio que tuvo que desviar la vista.
Al fondo del jardín, pegados a la reja que hacía las veces de valla, los negros se quemaban al sol, las espaldas, los hombros les resplandecían de sudor. Y no cesaba el ruido de sus respiraciones, un ¡ah! de dolor cada vez que descargaban sus golpes en la tierra.
De pronto, Maou se levantó, y con un temblor de cólera en la voz, con el cómico acento franco-italiano que le salía en inglés, dijo:
«¡Hay que darles de comer y beber!; miren a esa pobre gente, ¡tienen hambre y sed!» Dijo «fellow», como en pidgin.
Se hizo un estupefacto silencio durante un minuto interminable, todas las caras de los invitados, vueltas hacia ella, la miraban, y comprobó que el mismo Geoffroy la consideraba con estupor, ruborizado, con las comisuras de los labios alicaídas y los puños crispados encima de la mesa.
Gerald Simpson fue el primero en volver de su asombro, y se limitó a decir con aplomo: «Ah sí, muy cierto, supongo…»
Llamó al boy y le transmitió unas órdenes. En un instante, los guardias pusieron a los forzados fuera del alcance de la vista, detrás de la casa. El D.O. añadió, mirando a Maou con ironía: «Bueno, así está mejor, ¿no es cierto? Hacían un condenado ruido, ahora podremos estar todos un poco más tranquilos.»
Los invitados se rieron con la boca pequeña. Los hombres reanudaron su charla, continuaron bebiendo café y fumando cigarros puros, instalados en sus sillones de bejuco al final de la veranda. Las mujeres permanecieron en torno a la mesa, de cotorreo con la señora Rally.
Entonces Geoffroy agarró a Maou del brazo y se la llevó de regreso en el V 8, rodando a toda velocidad por la desierta pista. No pronunció una sola palabra sobre los forzados. Pero después de aquello, no volvió a pedirle a Maou nunca más que lo acompañara a casa del D.O., ni a la del residente. Y cuando Gerald Simpson se cruzaba con Maou por azar, en la calle, o en el Wharf, la saludaba con la mayor frialdad, sin expresar nada, como es de rigor, con su mirada azul acero, o a lo sumo un ligero desdén.