Además estaba ese nombre que ella repetía a diario durante la guerra, en San Martín, Santa Anna, luego en Niza, Marsella, ese nombre que parecía una clave de todos sus sueños. Entonces se lo hacía pronunciar cada día a Fintan, a escondidas, para que tía Aurelia y tía Rosa no lo oyeran. El adoptaba una gravedad que casi la intimidaba, o le provocaba un ataque de risa. «Cuando estemos en Onitsha…» El decía: «¿Las cosas son así en Onitsha?» Pero jamás se refería a Geoffroy, nunca quería decir «mi padre». Pensaba que no era cierto. Geoffroy era únicamente un desconocido que escribía cartas.
Y por fin tomó la decisión de partir, de ir hasta allá y reunirse con él. Lo preparó todo con mimo, sin anunciar nada a nadie, ni siquiera a Aurelia. Hubo que formalizar los pasaportes, conseguir el dinero para los pasajes del barco. Se fue a Niza a vender sus joyas, un reloj de oro que perteneció a su padre y unos luises que le regalaron antes de su boda. La abuela Aurelia no mentaba a Geoffroy Alien. Era un inglés, un enemigo. La tía Rosa era más dicharachera, le gustaba decir: Porco inglese. Le gustaba hacérselo repetir a Fintan cuando era pequeñito. Ella siempre admiró a Don Benito, hasta cuando se volvió loco y envió a los jóvenes a la degollina. Fintan repetía con ella: Porco inglese! y se mondaba de risa. Tenía cinco años. Era un secreto entre él y Rosa. Un día, Maou lo oyó, miró a la vieja solterona con dos cuchillas azules. «Como vuelvas a hacerle decir eso a Fintan, me largo con él en el acto.» No tenía ningún sitio donde ir. La tía Rosa lo sabía de sobra, le traía sin cuidado la amenaza. El ático del 18 de la rué des Accoules no disponía más que de dos habitaciones y una cocina estrecha, pintada de amarillo, que daba a un patio de luces.
Maou anunció la noticia apenas un mes antes del viaje. Aurelia palideció del pasmo. No dijo nada porque sabía que no valía la pena. Se limitó a preguntar:
«¿Y Fintan?»
«Nos vamos los dos juntos.»
Maou sabía que la abuela Aurelia lo sentía más por Fintan que por ella. Sabía que muy probablemente no volverían a verla. Rosa en cambio no sufría. Lo suyo era despecho. El odio al «inglés». Así es que no paraba de perorar; un borbotón de insanias, negros augurios, bilis.
Maou dio un largo abrazo en el umbral del pequeño inmueble a la que había sido su madre. La calle estaba concurrida, animada por un guirigay de voces, gritos infantiles, llamados de los vencejos. Era el inicio del verano. La noche no caía. El tren salía hacia Burdeos a las siete.
En el último momento, cuando el taxi se detuvo, Aurelia no pudo aguantar más. Se ahogaba. Balbució: «Déjame ir contigo hasta Burdeos, ¡por favor!» Maou la rechazó con dureza: «No, no sería razonable.» Fintan se quedó con el olor de la ropa, el pelo de su abuela. No entendía mucho. Se apartaba, la rechazaba. Había puesto a cero su mente. ¿Qué quería decir «hasta la vista» si no iban a verse nunca más?
Nunca había visto tanto espacio. Ibusun, la casa de Geoffroy, se hallaba fuera de la ciudad, río arriba, por encima de la desembocadura del Omerun, donde empezaban los cañaverales. Al otro lado del cerro, hacia levante, se extendía una pradera de hierbas amarillas que se perdía en el horizonte en dirección a las colinas de Ihni y Munshi, donde quedaban retenidas las nubes. En el transcurso de una recepción, el nuevo D.O. Gerald Simpson le explicó a Maou que por aquella parte, en las colinas, se escondían los últimos gorilas de llanura. La atrajo hasta la ventana de la residencia, desde donde se veían las masas azules en el horizonte. Geoffroy se encogió de hombros. Pero por eso precisamente le gustaba a Fintan acercarse al lindero del herbazal. Las colinas se mostraban siempre en sombra, misteriosas.
Al alba, antes incluso de que Geoffroy se hubiera levantado, Fintan se aventuraba por senderos apenas distinguibles. Antes de llegar al río Omerun daba a una especie de claro, luego descendía hacia una playa de arena. Allí iban las mujeres de los contornos a bañarse y lavar la colada. Bony enseñó a Fintan el sitio. Era un lugar secreto, lleno de risas y canciones, un lugar al que los muchachos no podían asomarse so pena de invectivas y zurras. Las mujeres se metían en el agua soltándose la ropa, se sentaban y departían con el agua del río fluyendo alrededor. Después volvían a anudarse los vestidos por la cintura, y lavaban la colada golpeándola encima de las rocas planas. Les brillaban los hombros, los senos les colgaban balanceándose al ritmo de los golpes. Por la mañana hacía casi frío.
La bruma descendía con lentitud por el afluente, se incorporaba al gran río, alcanzaba las copas de los árboles, engullía las islas. Era un momento mágico.
Bony era el hijo de un pescador. Se presentaba de vez en cuando para ofrecer pescado, camarones a Maou. Esperaba a Fintan detrás de la casa, en el lindero del gran herbazal amarillento. Su verdadero nombre era Josip, o Josef, pero como era alto y delgado le habían puesto Bony, o sea esmirriado. Tenía un rostro terso y unos ojos risueños, llenos de inteligencia. Fintan se hizo enseguida amigo suyo. Hablaba pidgin, y también un poco de francés, porque su tío materno era duala. Empleaba frases hechas, «qué tal, jefe», «hola, compadre», «caray», expresiones de ese tipo. Se sabía toda clase de tacos y palabrotas en inglés, le enseñó a Fintan lo que era «cunt» y otras cosas que no conocía. También sabía hablar por gestos. Fintan aprendió con rapidez a manejar el mismo lenguaje.
Bony sabía todo sobre el río y los contornos. Era capaz de correr a la velocidad del perro con los pies desnudos por las altas hierbas. Al principio Fintan se ponía sus botas negras y los calcetines de lana que llevaban los ingleses. El doctor Charon había insistido ante Maou: «Mire usted, esto no es Francia. Hay escorpiones, serpientes, los espinos están envenenados. Yo sé lo que me digo. En Afikpo, hace seis meses, un D.O. murió de gangrena porque creyó que en África uno puede pasearse en sandalias con los pies al aire como en Brighton.» Pero por andar un día sin mirar dónde ponía los pies, a Fintan se le llenaron los calcetines de hormigas rojas. Se le alojaron en los puntos de la lana hincando las mandíbulas con tal ferocidad que, al intentar arrancarlas, las cabezas se le quedaron agarradas a la piel. A partir de ese día Fintan no quiso volver a llevar botas ni calcetines.
Bony hizo que le tocara la planta de los pies, dura como una suela de madera. Fintan escondió los dichosos calcetines en su hamaca, guardó las botas negras en el armario metálico y se puso a caminar descalzo entre las hierbas.
Al alba, la pradera amarilla parecía una inmensidad. Los senderos se ocultaban a la vista. Bony conocía los lugares de paso entre las charcas enlodadas, los zarzales. Las perdices surgían rechinando. En los claros, ahuyentaban a su paso bandadas de pintadas. Bony sabía imitar los chillidos de las aves con la ayuda de hojas, cañas o metiéndose sin más un dedo en la boca.
Era buen cazador, y, sin embargo, se negaba a matar ciertos animales. Un día, Geoffroy salió al terraplén frente a su casa. Las gallinas cacareaban porque un halcón describía círculos en el cielo. Geoffroy se echó al hombro la carabina, disparó y el pájaro cayó. Bony estaba a la entrada del jardín, lo vio todo. Montó en cólera. Su expresión dejó de ser risueña. Señaló el vacío cielo donde el halcón describía sus círculos. «Him god!» Es un dios, repetía sin cesar. Pronunció el nombre del pájaro: «Ugo». Fintan se avergonzó, y tuvo miedo. Qué extraño. Ugo era un dios, también el nombre de la abuela de Bony, Geoffroy lo había matado. También por ello se negó en adelante a ponerse las botas negras para correr por el herbazal. Eran botas de porco inglese.
Al final de la pradera había una especie de claro de tierra roja. Fintan lo descubrió él solo cuando en los primeros días se aventuró tan lejos. Era la ciudad de las termitas.