– ¡No! Lo siento, Trevor. Babs quiere saber si te doy de cenar ostras todas las noches. ¿Qué? No, no puedo decirle eso… No… Está bien. Babs, Trevor dice que te diga de su parte que si cenara ostras todas las noches, tendríamos que comprar un colchón nuevo. Y ahora cállate, por favor. Te he dicho que estoy enamorada y quiero hablar con mi marido.
«Y estoy enamorada», se dijo Kyla, feliz, camino del salón donde iba a recoger los juguetes que Aaron había dejado desperdigados. Se fijó en las cartas sin abrir que había sobre la mesa del recibidor, se las llevó a la cocina cuando regresó a ésta y se sentó en un taburete alto junto a la barra para abrirlas mientras esperaba a que sus hombres volvieran a casa.
Un sobre en particular captó su atención. Era del Cuerpo de Marines. Lo rajó y dentro encontró otro con un sello estampado que decía Reenviar. El nombre del remitente de ese segundo sobre, escrito a mano en el ángulo superior izquierdo, le resultaba familiar, pero no averiguó por qué hasta que vio que la carta venía de Huntsville, Alabama. ¿Uno de los amigos de Richard no era de allí, de Huntsville, Alabama? Con curiosidad, rasgó el segundo sobre y sacó una hoja de papel blanco. Una fotografía cayó sobre la barra.
La carta era breve. El que la remitía se presentaba y le daba el pésame por la muerte de Richard. Explicaba que hacía poco que había encontrado la foto y que había pensado que a ella le gustaría tenerla.
Terminaba expresándole sus mejores deseos de felicidad para el futuro.
Dejó a un lado la carta y levantó la fotografía. En el centro del trío de marines, sonriendo, estaba Richard Stroud, tal y como ella lo recordaba, con el corte de pelo militar por encima de las orejas y muy corto. Llevaba puesto el uniforme, pero se estaba riendo con ganas, como si alguien acabara de contar algo muy divertido justo antes de que les tomaran la foto. El objetivo había atrapado la sonrisa espontánea y simpática de Richard.
A cada lado tenía a un marine. Los brazos de los tres estaban entrelazados sobre los hombros. El remitente se identificaba a sí mismo como el hombre situado a la derecha de Richard. Tenía una cara sincera, hogareña, una sonrisa llena de dientes y las orejas grandes. Uno no vacilaría en comprarle un coche de segunda mano a un hombre con una cara tan honrada.
Los ojos de Kyla fueron al otro lado de la foto. Besitos, estaba escrito debajo del hombre que estaba a la izquierda de Richard. Uno se lo pensaría dos veces antes de comprarle a aquél un coche usado.
¿Un hombre tan atractivo podía ser de fiar? Su sonrisa era la que exhibiría un cocodrilo hambriento, una sonrisa blanca, brillante, que surgía en un rostro muy bronceado. Los ojos eran verdes, maliciosos, y estaban enmarcados por pestañas negras muy largas. Parecía que estuviera a punto de guiñar un ojo, y Kyla sacó la impresión de que acababa de hacer algún comentario gracioso que había hecho reír a los otros dos. La sonrisa de Besitos era vanidosa, arrogante y presumida.
Y familiar.
Era la sonrisa de su marido.
No había duda. Incluso con el corte de pelo de marine, sin el parche ni el bigote, no había equivocación posible con aquella sonrisa.
Kyla tiró la fotografía como si le quemara los dedos. Se quedó mirándola fijamente, allí, sobre la barra, pero era incapaz de volver a agarrarla.
Tenía que haber una explicación lógica. ¿Richard y Trevor abrazados? ¿Trevor marine? ¿Por qué a Trevor se lo identificaba como Besitos, un apodo que ella recordaba bien de las cartas que Richard le había mandado desde Egipto?
Besitos era el mujeriego. El seductor descarado. El amigo de Richard del que ella decía que, si llegaban a conocerse, no podría soportarlo ni un minuto.
Y estaba casada con él.
Las implicaciones de aquella revelación la aguijonearon como un enjambre de abejas asesinas. Se cubrió la cabeza y se mordió el labio inferior para reprimir las lágrimas. Tragó saliva para hacer retroceder la bilis que le ardía en la garganta.
Tenía que haber una explicación. Claro que la había. Trevor entraría, vería la foto y diría algo así como: «Eh, qué miedo. ¿Has visto cómo se parece a mí este tipo?» o «Se dice que todo el mundo tiene un doble. Este Besitos es el mío». O «Es sorprendente lo fácil que es trucar fotografías hoy en día».
Tenía que ser uri error.
Pero no era un error y ella lo sabía.
Oyó el motor de la ranchera que estacionaba en la entrada del garaje. Por dentro estaba desquiciada, le hervía la sangre y la cabeza le retumbaba, pero el exterior parecía tan impasible como una estatua.
– Antes de que te enfades -empezó a decir Trevor según entraba por la puerta-, te cuento que Aaron y yo lo sometimos a votación y decidimos que aún faltaba un rato para cenar y que podía comerse una cookie. Así que hemos abierto el paquete en el camino de vuelta a casa. Por eso tiene la camisa… ¿Qué ocurre? -por fin había levantado la vista hasta ella y había visto su expresión de condena. Las manos pringosas de galleta no eran las responsables del gesto de desprecio-. ¿Kyla?
Fue hacia ella y, cuando llegó a la barra, vio la fotografía. Murmuró una obscenidad y se dio la vuelta. Fue hasta la ventana y una vez allí recitó un catálogo completo de palabrotas. Tenía la cabeza metida entre los hombros y las manos, con las palmas hacia fuera, en los bolsillos traseros.
– Ven aquí, Aaron -con más calma de la que sentía en realidad, Kyla se hizo cargo de su hijo. Tenía ganas de ponerse a gritar, hasta que finalmente logró exhalar el aire de sus pulmones, como si estuviera estrellando su cabeza contra un muro, como si estrellara a Trevor.
Subió al niño hasta la altura del fregadero, le lavó la cara y las manos y luego lo dejó en el suelo de la cocina, rodeado de botes de plástico de colores, uno de sus juguetes preferidos. Volvió junto a la barra, tomó la fotografía en la mano y la estudió un momento.
– Es una buena foto.
Trevor giró sobre sus talones, sobre los tacones de unas botas vaqueras que ahora a Kyla le parecían tan falsas e impostadas como el resto de su persona.
– Ya te has enterado.
– Sí, ya me he enterado -respondió con brusquedad-. Es verdad eso que dicen, ¿no? Los clichés siempre esconden una parte de verdad: la mujer es siempre la última en enterarse.
– Debería habértelo dicho.
– ¿Cuándo, Trevor?, ¿cuándo? ¿Cuando fuéramos mayores y tuviéramos el pelo gris?, ¿cuando yo estuviera demasiado débil para odiarte con todo mi ser, como te odio ahora?
– ¿A mí o a lo que he hecho?
– Las dos cosas. ¡No puedo soportar tenerte delante, Besitos!
Le lanzó aquel apodo a la cara como si fuera un insulto. Él hizo una mueca de dolor.
– Sé qué opinión te merecía Besitos, por eso no te dije quién era.
Ella se rió con cierto histerismo.
– Besitos. Estoy casada con Besitos, un hombre famoso por sus conquistas sexuales, que se revolcaría con cualquier cosa que llevara faldas porque de noche todos los gatos son pardos.
– Kyla.
– ¿No le dijiste eso una vez a Richard?
– Sí, pero eso era antes…
– No quiero oírlo -gritó, agitando las manos en el aire-. No quiero que me expliques nada, sólo quiero que me digas por qué has hecho esto. ¿Con qué fin? ¿Qué juego retorcido y enfermizo es éste?
– No es un juego -su tono razonable contrastaba con los chillidos de Kyla-. Nunca ha sido un juego, ni en un principio.
Ella consiguió controlar su cólera y respiró hondo varias veces.
– ¿Y cuál fue el principio? Está claro que no nos conocimos por casualidad.
– No.
– ¿Cuándo empezó todo esto?
– Cuando me desperté en un hospital de Alemania y descubrí que estaba vivo. Sin un ojo, con lesiones casi incurables, pero vivo.
– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Trevor dio un paso hacia ella.
– Querías saber por qué Richard no estaba en su litera la madrugada del atentado -ella asintió-. Esa noche yo volví borracho y Richard me ayudó a desvestirme. No recuerdo bien, pero creo que me eche en su litera, y él se fue a dormir a la mía.