Para cuando llegó a casa, estaba física y emocionalmente agotada. Para ahorrarse varios viajes del coche a la cocina intentó llevar tres bolsas a la vez. Subió al porche y se dirigió hacia la puerta trasera haciendo malabarismos con las tres bolsas de papel marrón.
Lo que vio no contribuyó a mejorar su humor. Trevor estaba repantingado en el jacuzzi con una cerveza fría al alcance de la mano. Y Aaron…
– ¡Aaron! -gritó enfadada-. ¿Se puede saber que es eso?
Trevor sonrió, ajeno todavía a su mal humor.
– Está explorando -respondió- las posibilidades artísticas de la comida. La maestra dice que es una de las cosas que más le gusta, así que he pensado que también lo hiciera aquí en casa.
Su hijo, sentado en una mesita que Trevor le había comprado, estaba en la parte sombreada del porche, cubierto de pies a cabeza por una sustancia pegajosa, la cual, Kyla se sintió aliviada al enterarse, eran natillas de chocolate.
Afortunadamente, sólo llevaba el pañal. La mano gordinflona sacó un pegote de natillas del bol y lo arrojó encima de una hoja de papel de estraza que le había proporcionado Trevor. Lo esparció y lo untó en todas direcciones y luego se llevó la mano a la cara y lamió el chocolate que tenía ente los dedos. Al parecer no era la primera vez que su estómago ganaba preferencia sobre sus tentativas artísticas. Tenía la cara cubierta de chocolate. Le sonrió y balbuceó algo.
– Me parece que ha dicho «pájaro» -explicó Trevor-. Al menos eso es lo que le he sugerido que pinte.
– ¡Está hecho un asco! -gritó Kyla.
Notaba cómo la ira crecía dentro de ella. Sabía que no era razonable enfadarse tanto por una nadería como ésa; sin embargo, era incapaz de controlar el estallido de cólera.
– Luego se lavará -dijo Trevor, pero había fruncido el entrecejo-. La maestra dice que es una actividad muy creativa para él.
– La maestra no tiene que limpiar luego toda esta guarrería -replicó ella sarcásticamente-. Ni tú tampoco. Me tocará a mí. ¿O de eso no habéis hablado la maestra y tú en vuestra amigable conversación?
Avanzó hasta la puerta corredera de cristal e intentó meter el pie en el hueco para empujarla y abrirla más. Pero no se movía y, con las manos ocupadas sujetando las bolsas llenas de comida, se sentía impotente.
Finalmente, rechinando los dientes, miró a su marido.
– No sabes cómo siento interrumpir tu baño de burbujas, Trevor -dijo con fingida dulzura-, pero creo que lo menos que podrías hacer es salir de ese jacuzzi y ayudarme.
– En cualquier otro momento, Kyla, pero…
– ¡No te preocupes entonces! -gritó ella-. Ya me las arreglaré.
Él salió disparado del jacuzzi, enfadado… y desnudo.
Fue hacia ella. Sus pisadas dejaban huellas mojadas en el suelo de madera rojiza. Kyla se quedó paralizada y no se movió ni siquiera cuando él llegó hasta donde estaba, le arrebató las tres bolsas marrones y, sujetándolas con un solo brazo, usó el otro para empujar la puerta de corredera que daba acceso a la cocina, con tanto ímpetu que rodó hasta el final y chocó contra el marco. Sin importarle su desnudez ni estar chorreando agua, entró en la cocina y arrojó las tres bolsas encima de la encimera.
Luego, se llevó una mano a la cadera y dobló ligeramente la rodilla derecha. En esa postura beligerante y llena de arrogancia, se volvió para mirarla. Ella podía leer en su expresión lo que estaba pensando: «Tú lo has querido».
Furiosa consigo misma por haber hecho aquella escena y furiosa con él por habérselo permitido, se fue corriendo a su dormitorio y cerró de un portazo que hizo temblar todos los cristales de la casa.
– ¿Sigo castigado?
Estaba atardeciendo. A través de los postigos del dormitorio se filtraba una luz violeta. Kyla estaba tumbada de lado, con las rodillas dobladas contra el pecho. Después de mucho llorar, se había dado una ducha y puesto el camisón. La sábana la cubría hasta la cintura. Tenía la mejilla apoyada en las manos, las cuales tenía juntas, con las palmas pegadas.
Levantó un poco la cabeza. Trevor estaba en la puerta. Su cabeza asomaba ligeramente, como si temiera que se abatiera sobre su persona una lluvia de objetos si pretendía ir más lejos.
– No. Lo siento.
Él entró. Únicamente llevaba unos pantalones cortos. Kyla cerró los ojos antes de volver a apoyar la cabeza en la almohada. Recordaba demasiado bien su cuerpo, chorreando agua. Los rayos del sol que se filtraban entre los árboles incidían en las gotas de agua que salpicaban el vello del pecho. Parecía que estaba viendo los músculos bien dibujados de su abdomen, sus piernas largas y el sexo, impresionante, alojado en una mata de pelo oscuro.
Había llorado lágrimas amargas. Amargas porque se había fijado en el cuerpo tan imponente que tenía, amargas porque a pesar de sus buenas intenciones, lo deseaba, y amargas porque se lo había negado durante mucho tiempo.
Notó que el colchón se hundía cuando él se tumbó detrás de ella y su cuerpo adoptó la forma del de ella. Le pasó los dedos por el pelo y le recogió los mechones que le caían sobre la mejilla. Esos movimientos sencillos la aliviaban.
– ¿Has tenido un día difícil?
Ella notaba su aliento en la oreja.
– Espantoso.
Él sonrió.
– Entonces me imagino que no estabas preparada para encontrarte a tu hijo cubierto de natillas de chocolate, ¿no?
«Para lo que no estaba preparada era para verte surgir de jacuzzi como una versión masculina de Venus».
– Siento haber armado tanto lío. Se han juntado muchas cosas.
Trevor estaba apoyado en el codo derecho, inclinado sobre ella. El dedo índice subía y bajaba por su mejilla.
– Ahora entiendes por qué no salí de la bañera cuando te vi llegar cargada.
– Sí.
– Esperaba que volvieras más tarde, si no habría salido antes y habría tenido a Aaron bañado y listo para cenar.
– No es culpa tuya, Trevor. Nada de lo que ha pasado. Es mía -suspiró-. No me siento bien, y…
– ¿Qué es lo que va mal? -él se puso inmediatamente alerta, con el cuerpo en tensión.
– Nada.
– Algo es. ¿Estás enferma? Cuéntamelo.
Ella se dio la vuelta y se quedó mirándolo fijamente para hacerle entender de qué se trataba.
– Ah -dijo él compungido-. Eso.
– Sí, «eso». La regla -volvió a colocarse en la posición en la que estaba antes.
– ¿Cuándo?
– Me di cuenta cuando entré en el baño. Debería haberlo sabido, me porté como una víbora.
– Estás perdonada -él se aventuró a tocarla, le puso una mano en la cintura-. ¿Te… te duele?
– Un poco.
– ¿Has tomado algo?
– Unas pastillas.
– ¿Eso ayuda?
– Un poco.
– ¿No mucho?
– No. Tiene que acabar de bajar.
– Ya veo.
Con movimientos lentos, se introdujo debajo de la sábana. El camisón era corto, de tirantes estrechos. Era de una tela blanca muy fina, como esos pañuelos de hombre tan caros. Tenía unas flores blancas bordadas. Por debajo, se veía la sombra de la braga. Tenía un aspecto vulnerable, virginal, y Trevor empezó a sentir que el deseo brotaba en su interior.
Volvió a tocarle la cintura. Ella no protestó. Fue deslizando la mano hacia abajo y alrededor, gradualmente, dándole tiempo a protestar si no le gustaba. Como no lo hizo, llevó la palma de la mano hasta la parte inferior de su abdomen.
– ¿Ahí te duele?
– Ajá.
Él le daba masajes circulares con la mano.
– ¿Mejor?
Ella asintió.
– Pobrecita -la besó con ternura en la sien.
Kyla suspiró y sus ojos, somnolientos, se cerraron.
– ¿Trevor?
– ¿Mmm?
– ¿Has vivido alguna vez con una mujer?
Su mano se detuvo sólo un instante, fue una vacilación casi imperceptible.
– No, ¿por qué?
– Entonces, ¿qué sabes de la regla?
– Solamente que me alegro de no tener que sufrirla todos los meses.
Ella sonrió sin abrir los ojos.