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– Ay, Dios -suspiró Kyla cuando él levantó la boca para posar en su cuello, tan vulnerable, uno de esos besos traicioneros. Echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y miró el techo mientras los labios de Trevor tocaban su piel.

¿Por qué Dios le hacía aquello a ella? ¿Por qué le mandaba esa tentación? Casarse con él ya era una traición a Richard. No amaba a Trevor, sólo lo deseaba desde un punto de vista físico. ¡No estaba bien! ¿Cómo iba a resistir tanta provocación sexual sin sucumbir?

– ¿Quieres ir tú primero al dormitorio? No sé, tal vez prefieras estar sola antes de que yo vaya -preguntó él con voz ronca.

Ella asintió con la cabeza y él la soltó. Se dio la vuelta como una sonámbula y se dirigió hacia el otro lado de la casa, al dormitorio. Trevor la siguió con la bolsa de viaje en la mano y dejó ésta al lado de la puerta.

– En seguida vengo -la puerta se cerró suavemente tras él.

Ella llevó la bolsa al baño y la abrió. Como si estuviera programada para hacer aquello, fue sacando los cosméticos y las cremas y tónicos y los fue poniendo junto al lavabo. Cuando se vio reflejada en el espejo, se quedó helada.

¡Sus ojos! ¿Qué les había pasado a sus ojos? Estaban radiantes, límpidos, resplandecientes. No brillaban de ese modo desde la noche que había descubierto que estaba enamorada de Richard Stroud.

¡Enamorada! Dios, sí. Eso parecía, una mujer enamorada.

Al pensar aquello, el brillo de su mirada se extinguió inmediatamente, tan deprisa que casi se convenció de que en realidad nunca había estado allí, de que había sido un reflejo de las luces del baño, producto de su imaginación.

¿Enamorada de Trevor Rule? Imposible. Hacía muy poco tiempo que se conocían. Ella quería a Richard. Única y exclusivamente a Richard. En su corazón no había espacio para nadie más.

Incluso si aceptaba acostarse con Trevor esa noche, no estaría traicionando a Richard. Después de todo, era sólo su cuerpo lo que le estaría entregando. El cuerpo no tenía nada que ver con su corazón, el corazón de Kyla Stroud.

Kyla Rule, le recordó una vocecilla insidiosa. Kyla Stroud, insistió ella. Se acostaría con Trevor porque había hecho un trato con él e iba a cumplirlo hasta el final. Ella lo aceptaría en su cama y él, a cambio, ejercería de padre con Aaron. Tendría derecho a su cuerpo, pero nunca, nunca, a su corazón. Había entregado su corazón a Richard y no permitiría que Trevor Rule rompiera esa promesa.

La tarde anterior, Babs y ella habían llevado sus cosas a la casa. Toda su ropa, la de verano y la de invierno, ocupaba tan sólo una pequeña parte del amplio armario del dormitorio. Se dio una ducha rápida, se puso el salto de cama que había comprado bajo coacción y se cepilló los dientes y el pelo. Casi mecánicamente, se puso unas gotas de perfume detrás de las orejas y en la base del cuello.

Fue al dormitorio y retiró la colcha que cubría la cama. Dejó sólo una lámpara encendida. Al oír el golpe suave de los nudillos en la puerta, se giró y entrelazó las manos.

– Pasa, Trevor.

Cuando la luz de la única lámpara cayó sobre Trevor, Kyla lamentó por un instante no estar enamorada de él. Llevaba los pantalones negros del pijama sujetos con un cordón a la altura de la cadera. El pecho era impresionante. El vello oscuro descendía por su abdomen en una flecha que desaparecía bajo su ombligo. No quería ni pensar adónde conduciría aquella flecha. La cicatriz que tenía bajo el pecho, en el lado izquierdo, la seguía intrigando. Quería tocarla, aliviarla de algún modo. Iba descalzo y el pie izquierdo estaba cubierto de cicatrices que cruzaban el empeine.

Sólo después de haber recorrido su cuerpo, los ojos de Kyla fueron hasta su cara. Él estaba contemplándola con un asomo de sonrisa que curvaba uno de los extremos de su bigote.

– Estás preciosa, Kyla -se acercó y se detuvo a menos de un metro de ella.

Ella no podía adivinar lo atractiva que en ese momento le resultaba. Era la mujer de las cartas, la mujer cuyas cartas habían cautivado su corazón antes incluso de conocerla. Y estaba allí, delante de él, desnuda debajo de aquel camisón de gasa color de melocotón. Una fantasía erótica estaba al alcance de la mano. Podía sentir su aliento en el pecho desnudo.

El halo de luz dorada resaltaba los colores. El pelo de Kyla brillaba como el cobre y su piel parecía de seda. Sus ojos, muy abiertos e increíblemente brillantes, eran de terciopelo oscuro. El salto de cama era transparente y cubría su cuerpo como un velo. Tenía un lazo bajo el pecho, que realzaba la plenitud de sus senos. Los pezones eran una tentación oscura bajo la gasa.

El cuerpo de Kyla se recortaba a contraluz bajo la gasa. A medida que sus ojos la recorrían, la excitación de Trevor aumentaba, el deseo lo llenaba. Tenía la cintura muy estrecha, teniendo en cuenta además que había tenido un hijo. Estaba paralizado por la hendidura en sombras que se insinuaba entre sus muslos, el centro mismo de toda mujer. Quería acariciarlo; acariciarlo con su cuerpo, con su sexo, con su boca.

Incapaz de contenerse, extendió el brazo, llevó la palma de la mano hasta ese dulce delta y lo apretó.

– Eres tan cálida -murmuró-. Aquí de pie, contigo, me siento más débil que después del accidente, cuando me desperté y no podía moverme -la mano subió por su vientre hasta el pecho-. Te deseo tanto que me duele.

Movió el dedo sobre el pezón y, cuando éste respondió a su caricia, dejó escapar un gemido y se pegó a ella. La besó con ferocidad y siguió acariciándole el pecho mientras el otro brazo se cerraba en torno a la cintura.

Kyla intentaba mostrarse indiferente. Quería desdoblarse, salir de sí misma y contemplar su abrazo desde fuera, pero resultaba difícil permanecer indiferente cuando la pasión de Trevor atravesaba su cuerpo y los dedos de éste la hacían estremecerse allí donde la tocaban. La invadía una lasitud que amenazaba con hacerle incumplir su promesa de no participar con su corazón en aquel acto.

A través del fino camisón, ella notaba la caricia del vello de su pecho y sus tetillas endurecidas. Los muslos de Trevor eran fuertes y empujaban los suyos. Su sexo se acomodaba en el refugio que ella le ofrecía. Estaba excitado y ella lo deseaba.

Su mente y su cuerpo estaban enzarzados en una batalla. Luchaba para que aquello no afectara a sus emociones, pero, al hacerlo, su cuerpo se volvía tan insensible como su mente.

De repente, Trevor retiró su boca. El movimiento fue tan inesperado que a ella se le cayó hacia atrás la cabeza. Una mirada verde y fría se clavó en ella.

Trevor la agarró por los brazos y la apartó, sujetándola lejos de él.

– No, gracias, Kyla.

Ella lo miró llena de temor. Estaba furioso y se notaba. Sus cejas oscuras estaban fruncidas y las aletas de la nariz se inflaban ligeramente con cada respiración.

– ¿«No, gracias»? -repitió ella con un hilo de voz-. No entiendo.

– Te lo explicaré -hablaba con voz tensa y ella sabía que le debía costar trabajo no gritar-. No quiero que te sacrifiques como un cordero. No quiero hacer el amor con un cordero.

Ella bajó los párpados, era tanto como una confesión.

– Eres mi marido. Tienes derecho a exigir…

Él se rió.

– Si supieras lo risible que resulta eso. Exigir no es mi estilo, Kyla. ¡No tengo la menor intención de convertirme en un hombre de las cavernas con mi mujer!

La soltó tan bruscamente que ella se chocó con la mesilla.

– Relájate -dijo con ironía-. Estás a salvo. No voy a imponerte mi deseo. Ni ahora ni nunca.

Ella volvió a mirarlo.

– Mira, Kyla -habló con voz tranquila al ver lo sorprendida que estaba-. Todavía te quiero, y ese amor no está condicionado a que te acuestes o no conmigo. Pero te advierto -la señaló con un dedo- que, queriéndote como te quiero, será imposible que no te enamores de mí.

Antes de que ella se diera cuenta, Trevor ya estaba otra vez a su lado, con la mano izquierda enredada en su pelo. La derecha la apretó contra él, y a ella no le quedó duda de que seguía igual de excitado y dispuesto a tomarla si ella así lo decidía. Él le hizo bajar la cabeza hacia atrás para obligarla a mirarlo.

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