– No sé, Trevor.
– Por favor.
La indecisión carcomía a Kyla. ¿Debía aceptar? No, no quería que Trevor se llevara una impresión equivocada. Sin embargo, ¿cómo iba a llevarse una impresión equivocada si el niño también estaba invitado? No parecía plausible que la velada acabara por transformarse en una cena romántica.
Y ¿no resultaría descortés rehusar la invitación de los Haskell? La pareja le había caído realmente bien. Y nunca venía mal cultivar la amistad de un banquero. En tanto que mujer al frente de un negocio, aquel contacto podía resultar de ayuda en el futuro. A lo mejor, algún día, Babs y ella podían llegar a necesitar un crédito para ampliar el negocio…
Dios santo, ¿a quién estaba tratando de convencer?
La verdad era que quería ir, aunque sólo fuera para probar que lo del sábado por la noche, y en especial el beso, no habían significado nada. Trevor acababa de instalarse en Chandler y no conocía mucha gente. Buscaba su compañía, eso era todo.
La culpa de que ella recordara aquel beso cargado de erotismo era de Babs, que desde hacía poco había empezado a llevarla a ver películas con escenas eróticas. Y también tenía la culpa el hecho de que, desde hacía casi dos años, ningún hombre la hubiera besado en los labios.
Aquel beso no había significado nada. ¿Por qué le daba tanta importancia? ¿Por qué no limitarse a disfrutar de la hospitalidad de los Haskell?
– Suena divertido, Trevor. Gracias por invitarme. Bueno, por invitarnos. Estaremos encantados de ir. ¿A qué hora?
– Siete en punto, hora oficial.
– La verdad es que el reloj digital indica seis y cincuenta y ocho, pero estamos listos.
Kyla se hizo a un lado y Trevor entró en la casa. Cada vez que lo veía se admiraba de lo alto que era. ¿O más bien era corpulento y por eso parecía tan alto? Unos bíceps impresionantes asomaban debajo del polo blanco de manga corta. Si Babs hubiera andado por allí, seguro que habría hecho algún comentario sobre lo bien que le quedaba el pantalón.
– ¿Están en casa tus padres?
– No, te mandan saludos. La mayoría de los viernes por la noche se van a jugar a las cartas y al dominó a casa de amigos. Cada viernes a una casa distinta, van rotando dentro del grupo.
– ¿Por eso no sabías si podías venir conmigo esta noche?
Ésa era una de las razones, pensó Kyla. Una de las menos importantes.
– Sí. Encontrar una canguro buena es difícil. Cuando empiezan a tener edad para poder confiar en ellas, comienzan a pensar en los chicos.
– ¿A ti te pasó lo mismo?
– ¿Qué?, ¿pensar en chicos? Pues claro -dijo, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa. A él le encantó el modo como el pelo bailaba sobre sus hombros-. Con una amiga como Babs, no tenía elección. En el instituto éramos unas degeneradas, locas por los chicos.
– Veo que las degeneradas han estado tomando el sol.
El vestido blanco de verano resaltaba el bronceado. Había dudado en ponérselo porque dejaba al descubierto los hombros y la mayor parte de la espalda, sólo cubierta por unas tiras entrecruzadas. Después de ducharse, se había aplicado una loción para conservar el bronceado. Se había dado polvos en los hombros y también se había pasado la brocha por la nariz, los pómulos y la frente. Tenía las puntasdel cabello aclaradas por el sol; su aspecto era veraniego, dorado.
– Por las tardes -respondió con timidez, consciente de que la mirada de Trevor la estaba recorriendo de arriba abajo-. Cuando volvemos a casa todavía hay media hora de sol.
– Te queda fenomenal -la voz de Trevor sonaba un poco ronca. Igual que cuando la había besado la otra noche.
Ella se apresuró a moverse.
– Aaron está arriba.
– Te ayudaré a traerlo.
– No hace falta.
– Cuatro manos son mejor que dos -dijo mientras la seguía escaleras arriba-. Y con Aaron ni siquiera estoy seguro de que cuatro sean suficientes.
Cuando entraron en el cuarto, el niño estaba de pie dentro de la cuna, agarrado a los barrotes. En cuanto vio a Trevor, lo señaló con el índice y empezó a mover el brazo arriba y abajo balbuceando algo que sólo él podía entender.
– Creo que me ha reconocido -dijo Trevor, complacido. Sacó al niño de la cuna, alzó los brazos y lo agitó por encima de su cabeza-. ¿Has sido el terror de la casa esta semana? ¿Has comido más claveles?
Cuando levantó al niño en el aire, Kyla se fijó en la cicatriz que recorría su brazo izquierdo. Empezaba en la muñeca, giraba en el codo y desaparecía bajo la manga del polo. Cuando Trevor se dio la vuelta, riendo, para hacerle un comentario, se dio cuenta de lo que estaba mirando.
Se puso serio.
– Te dije que era feo.
Kyla llevó los ojos hasta su cara.
– Debes haber sufrido muchísimo.
Él se encogió de hombros.
– No tanto. ¿Preparada?
Se encargó de Aaron mientras Kyla se echaba al hombro la bolsa con las cosas del niño. Trevor miró la bolsa con asombro.
– Parece como si nos fuéramos de viaje, ¿eh? -comentó ella riéndose-, pero es mejor ir preparada. Seguro que Lynn me entiende.
Trevor la ayudó a cerrar puertas y ventanas en la planta baja.
– Tenemos que poner la sillita de Aaron en mi coche -dijo Trevor cuando estaban bajando las escaleras del porche.
– ¿Vamos muy lejos? Puedo llevarlo en brazos.
– Eh, eh… Mejor hacer las cosas bien.
– En ese caso, mejor ir en mi coche.
– ¿Me dejas conducir a mí?
Ella sonrió y le puso las llaves en la mano que tenía libre.
– ¿Cómo va la casa? -preguntó Kyla una vez que Aaron estuvo atado en su sillita y estaban en marcha.
Trevor había tenido que echar el asiento del conductor hacia atrás para que le cupieran las piernas. Conducía como la otra vez, sujetando el volante sólo con la mano izquierda. Pero esa vez tenía la derecha extendida sobre el respaldo del asiento. Sus dedos casi tocaban el hombro izquierdo de Kyla.
– Muy bien. Tu idea para la cocina es genial. Incluso al arquitecto le ha gustado, no entendía cómo no se le había ocurrido a él mismo.
– El entorno es precioso. Sería una pena no disfrutar de esos árboles al máximo.
– Por eso elegí ese sitio.
…una casa sin un árbol no es nada. Yo preferiría vivir en una cabaña en lo alto de un árbol, como los Robinsones suizos, antes que en un palacio que sólo tuviera cemento alrededor.
Ted y Lynn Haskell eran ambos muy alegres. Kyla y Aaron, que fue recibido con mucha expectación, entraron en el ambiente ruidoso de los hogares felices. La casa era muy bonita. Kyla incluso sintió una envidia sana de las preciosas habitaciones que Lynn le mostró a petición suya.
La pareja tenía dos niños tan guapos y tan agradables como los padres. La mayor, una niña de siete años, tomó a Aaron bajo su protección y lo mantuvo entretenido mientras los hombres se ocupaban de la barbacoa en el patio. Lynn aceptó el ofrecimiento de Kyla para ayudar en la cocina.
– Trevor nos ha contado que perdiste a tu marido.
Las manos de Kyla dejaron de cortar lechuga. ¿Habían estado hablando de ella? Lynn notó la tensión.
– No soy una cotilla, Kyla. Ni Trevor tampoco. Yo le pregunté y me dijo que tu marido había muerto, pero no me dio detalles. Si te sientes incómoda hablando de esto, cambiamos de tema inmediatamente.
Trevor no podía darle más detalles porque no sabía cómo había muerto Richard. Era curioso que no le hubiera preguntado nada al respecto. Kyla miró a Lynn.
– Richard murió al día siguiente de nacer Aaron.
– Dios mío -dijo Lynn, y dejó en la encimera el bol de ensalada de patata que acababa de sacar del frigorífico-. ¿Qué pasó?
Kyla le relató lo sucedido.
– Todavía no hace dos años.
Lynn miró hacia fuera, al patio, donde los hombres estaban tomando unas cervezas mientras asaban los filetes y los niños chapoteaban en la piscina inflable. Mientras miraba, vio que Aaron se inclinaba sobre el agua y metía dentro la cabeza. Aparentemente, era más de lo que pretendía. La sacó inmediatamente escupiendo agua. Al cabo de apenas un instante, Trevor estaba a su lado, arrodillado junto a la piscina, secándole la cara con una toalla y dándole palmaditas en la espalda.