Ella notó que el muslo de Trevor se apretaba contra el suyo.
– Chúpalo.
Ante aquella brusca orden, los ojos de Kyla se fijaron en aquel único y feroz ojo verde.
– ¿Qué?
– Que lo chupes. Rápido, antes de que empiece a gotear.
Ella abrió los labios, parpadeó y lo miró de nuevo, muda.
– El helado… -aclaró él.
Aquello la despertó e inmediatamente se echó hacia atrás.
– ¡Ay! -el helado le chorreaba por los dedos.
Trevor se levantó bruscamente con expresión de dolor.
– ¿Has acabado?
Ella miró los restos del cono de barquillo y vio que prácticamente lo había hecho migas. Como si la hubieran sorprendido con un arma mortífera en la mano, se apresuró a deshacerse de él y casi se lo tiró a las manos.
– Sí, ya no quiero más.
Por mucho que lo deseara su mente, su corazón no reducía el ritmo acelerado de sus latidos. Tenía la boca seca. Señor, lo que daría por una respiración profunda. Oxígeno, eso era lo que necesitaba para espantar el vértigo que se había apoderado de ella por primera vez cuando él había mencionado que Aaron y ella tal vez acabaran viviendo en la casa del bosque.
Trevor fue hasta una papelera que había cerca de la pérgola y tiró allí los restos de los helados. Kyla se puso en pie, aunque las rodillas le flaqueaban, y lo siguió. Él estaba asombrado de lo guapa que estaba, allí, al aire libre, sin arreglar.
El sol arrancaba reflejos dorados a su pelo, que le enmarcaba el rostro. Tenía los labios muy rojos, húmedos y entreabiertos. Sus ojos estaban entrecerrados, lo miraba a contraluz. Se veían las pestañas, largas y rizadas, que rodeaban unos ojos de un marrón aterciopelado.
– ¿Trevor?, ¿te pasa algo?
– No -replicó él con voz ronca-. Es que te estaba imaginando tomando el sol en la terraza de tu cuarto.
A Kyla se le subieron los colores. Se ruborizó hasta la punta de los cabellos. No dijo nada, pero era como si no pudiera apartar los ojos de él.
– Seguro que es algo digno de verse -continuó Trevor.
Ella tragó saliva.
– Sí. Babs tiene un tipo estupendo.
Él aguardó unos instantes interminables antes de volver a hablar, y bajó la voz.
– No estaba pensando en Babs.
Cuando se detuvieron delante de la casa, Kyla sabía que había un par de ojos en cada ventana. Lo que deseaba en ese momento era bajar del coche y echar a correr hasta la puerta, pero sabía que un caballero como Trevor no lo permitiría. Efectivamente, él rodeó el coche, le abrió la puerta y le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Ella hizo como que no la había visto. No podría soportar que se tocaran de nuevo.
Una vez en el porche, lo miró, pero se sentía muy incómoda. No había sido capaz de aguantar su mirada desde que había mencionado lo de que le gustaría verla tomando el sol.
– Gracias, Trevor, lo he pasado bien.
«Lo insípida que puedes llegar a ser, Kyla», se dijo. Probablemente él no veía la hora de marcharse.
«Tendría que haberme callado, en vez de hacerme el pícaro y soltar ese comentario sobre cómo toma el sol. Seguro que lo he estropeado todo», pensaba él.
– Yo también -de pronto, era como si las botas le quedaran pequeñas, hizo bascular el peso de un pie a otro-. Bueno, adiós, Kyla.
– Adiós.
Ella se volvió hacia la puerta de la casa y casi se choca con su madre, que salía al porche en ese instante.
– Ay, qué susto -comentó Meg, alterada por el amago de encontronazo-. Qué alegría verlo de nuevo, señor Rule.
Hablaba como si no esperara encontrarlo allí, pero se notaba que su sorpresa era fingida. Kyla reparó en que Trevor también se había dado cuenta y quiso que la tragara la tierra.
– Hola, señora Powers.
– Acabo de preparar unos sandwiches y limonada, íbamos a tomarlos en el jardín de atrás, ¿por qué no nos acompaña?
Trevor estaba tentado, pero miró a Kyla y vio que ésta tenía una sonrisa tensa. Mejor no, pensó. Aquel día ya había tentado mucho a la suerte. Si no hubiera hecho ese comentario sobre los baños de sol… Pero había dicho lo que había dicho. Bueno, maldita fuera, estaba para comérsela y había aguantado mientras ella se comía el helado con unos gestos llenos de erotismo. En fin, el mal ya estaba hecho.
Muy a su pesar, rehusó la invitación de Meg.
– Me encantaría, pero tengo que terminar un trabajo pendiente.
La sonrisa de Meg se desvaneció.
– Qué pena. Bueno, en otra ocasión.
– Me encantaría.
Sonrió a ambas, bajó los escalones del porche y fue hasta su coche. En cuanto desapareció de vista, Babs y Clif se apresuraron a precipitarse en el porche.
– Bueno, ¿cómo ha ido? -quiso saber Babs-. ¿Te ha pedido que vuelvas a salir con él?
– ¿Vais a veros otro día?
– ¿Te ha pedido permiso para llamarte a casa?
– ¡Por amor de Dios! -exclamó Kyla, malhumorada-. A ver si crecéis un poco y me dejáis tranquila -se abrió paso con aspavientos y entró en la casa dando bufidos. Pero ¿con quién estaba enfadada? ¿Con Trevor, con sus bienintencionados padres, con Babs o consigo misma?
Porque la verdad era que lamentaba un poco, un poquito, que Trevor no hubiera aceptado la invitación de su madre.
– No, no, Aaron -repitió Kyla por centésima vez-. No toques las flores.
Estaban en la trastienda de Traficantes de pétalos. Meg, que normalmente se quedaba con Aaron mientras Kyla iba a trabajar, había tenido que acudir al dentista. Clif no había vuelto a tiempo de un recado, así que ella se había llevado a Aaron a la tienda diciéndose que no se quedaría allí mucho tiempo.
No lo perdía de vista mientras revisaba la contabilidad del mes. Cuando habían tomado la decisión de abrir la tienda, se habían repartido el trabajo. Babs se ocupaba de abrir y cerrar y de la atención al público mientras que ella se dedicaba a hacer los pedidos, pagar las facturas y llevar la contabilidad. A Babs le encantaba la gente, pero era un desastre con los números. Ocuparse de los libros de contabilidad permitía a Kyla un horario flexible, lo cual era fundamental en su caso, con un niño del que ocuparse.
Mientras ponía un rollo de papel nuevo en la calculadora, le pareció oír la campanilla de la puerta de entrada. No prestó atención hasta que le llegó la voz de Babs.
– ¿Kyla?
– ¿Mmm? -respondió, ausente, pendiente de las sumas que estaba tecleando en la calculadora.
– Tienes un cliente.
– Un clien…
La palabra murió en su boca mientras Trevor Rule aparecía por la puerta batiente que separaba el espacio de atención al público de la trastienda.
– Hola.
Babs surgió tras él, con la sonrisa más grande que Kyla había visto en su vida.
– He pensado que te gustaría ocuparte en persona de este cliente.
Los ojos de Kyla parecían querer asesinar a su amiga. La tarde del domingo había sido una tortura. Habían cenado en la mesa de picnic del jardín trasero, debajo de los árboles. La pintura de la mesa estaba levantada porque ese mueble llevaba en el jardín desde siempre. De niñas, Babs y ella la tapaban con mantas para hacerse debajo una «tienda».
– ¿Es que no nos vas a contar nada? -había preguntado Babs con la boca llena.
– No hay nada que contar -había respondido Kyla-. Y ¿queréis hacer el favor de dejar de mirarme los tres? No me va a crecer la nariz como si fuera Pinocho.
– Puedes estar mintiendo por omisión -sermoneó Babs-. No es muy deportivo por tu parte dejarnos in albis.
Kyla dejó el cuchillo en el plato, contó hasta diez sin apartar la vista de él y luego levantó la cabeza.
– De acuerdo. Me llevó al bosque, aparcamos, me arrancó la ropa e hicimos el amor desenfrenadamente y con pasión en el asiento trasero. Éramos como animales en celo, nos consumía la lujuria.
Cuando terminó, ella era la única que sonreía.
– No tiene gracia -dijo Meg severamente-. Llevamos meses diciéndote que eres demasiado joven para quedarte encerrada, que debes seguir viviendo. Te hemos estado animando a que salgas con chicos, y el señor Rule es el primero del que no has salido huyendo. Simplemente, estamos contentos por ti.