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– Espera -dijo Sara, deteniendo la mano de Mason, ya en el botón de sus pantalones.

Mason se incorporó con tanta precipitación que se dio con el cogote contra la pared que había detrás del sofá.

– Lo siento.

– No -dijo ella, abrochándose la blusa, y sintiéndose como una adolescente a la que han pillado en la fila de los mancos-. Soy yo la que lo siente.

– No te disculpes -dijo Mason, colocando el tobillo sobre la rodilla.

– No, yo…

Mason sacudió el pie.

– No debería haberlo hecho.

– No pasa nada -dijo Sara-. Yo tampoco me he resistido.

– Y que lo digas -dijo Mason, soltando un resoplido-. ¡Dios!, cuánto te deseo.

Sara tragó saliva, con la sensación de que tenía demasiada dentro de la boca.

Mason se volvió hacia ella.

– Eres maravillosa, Sara. Me parece que tal vez lo has olvidado.

– Mason.

– Eres extraordinaria.

Sara se sonrojó, y él extendió un brazo y le puso el pelo detrás de la oreja.

– Mason -repitió ella, cogiéndole una mano.

Mason se inclinó para volver a besarla, pero ella le apartó la cara.

Él se echó para atrás con tanta brusquedad como la primera vez.

– Lo siento. Es sólo que…

– No tienes que darme explicaciones.

– Sí, Mason. Quiero que sepas que…

– No, de verdad.

– Deja de decirme que no -le ordenó Sara, y a continuación comenzó a hablar muy deprisa-. Sólo he estado con Jeffrey. Desde que me fui de Atlanta, quiero decir. -Se apartó de él, temiendo que si se quedaba muy cerca volviera a besarla. O peor aún, que ella aceptara el beso-. Desde entonces él ha sido el único.

– Eso parece una costumbre.

– Puede que lo sea -dijo Sara, cogiéndole la mano-. Es posible… No lo sé. Pero ésta no es la manera de romper con ella.

Él bajó la mirada hacia las manos de ambos.

– Me engañó -le explicó ella.

– Entonces es un idiota.

– Sí -dijo Sara-. A veces lo es, pero lo que intento decirte es que sé lo que es sentirse engañado, y no quiero ser responsable de que nadie se sienta así.

– Pagar con la misma moneda no es jugar sucio.

– No se trata de un juego -le recordó Sara-. Todavía sigues casado, vivas en el Holiday Inn o no.

Mason asintió.

– Tienes razón.

Sara no había esperado que capitulara tan fácilmente, porque estaba acostumbrada a la empecinada terquedad de Jeffrey, y no a la despreocupada calma de Mason. Entonces se acordó de por qué había sido tan fácil dejar a Mason, al igual que todo lo que había dejado en Atlanta. No había química entre ellos. Mason nunca había tenido que luchar por nada en la vida. Hasta pensó que, más que desearla por sí misma, la deseaba porque era lo que tenía a mano.

– Voy a ver cómo está Tessa -dijo ella.

– ¿Y si te llamo?

Si él lo hubiera expresado de otra manera, a lo mejor ella hubiera dicho que sí. Por lo que lo que le contestó fue:

– Mejor que no.

– Muy bien -dijo Mason, ofreciéndole una de sus sonrisas fáciles.

Sara se puso en pie para marcharse, y él no dijo nada hasta que ella no estuvo a mitad de camino de la puerta.

– ¿Sara? -Mason esperó a que ella se volviera. Le vio reclinado en el sofá, el brazo aún extendido sobre el respaldo, las piernas cómodamente cruzadas-. Diles a tus padres que se cuiden, de mi parte.

– Lo haré -dijo Sara, y cerró la puerta.

Sara estaba junto a la ventana de la habitación de su hermana, observando cómo el tráfico avanzaba lentamente hacia la ronda que llevaba al centro. La respiración regular de Tessa a su espalda era la música más dulce que Sara había oído nunca. Cada vez que miraba a su hermana, Sara tenía que hacer un enorme esfuerzo para no meterse en la cama con ella, cogerle la mano y decirle que estaba a salvo.

Cathy entró en la habitación con una taza de té en cada mano. Sara se acordó de cuando su hermana salió del Dairy Queen con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano, no hacía ni una semana, de un humor de perros. Sara se aferró a ese momento con tanta intensidad que casi lo saboreó.

– ¿Papá está bien? -preguntó Sara.

Cuando ella les contó lo de Richard Carter, su padre no pudo soportarlo, y se fue antes de que Sara terminara su relato.

– Está al final del pasillo -dijo Cathy, sin responder a su pregunta.

Sara bebió un sorbo de té y puso mala cara.

– Está fuerte -dijo Cathy-. ¿Jeffrey llegará pronto?

– Debe de estar a punto de llegar.

Cathy acarició el cabello a Tessa.

– Recuerdo que cuando erais bebés os miraba dormir.

A Sara le encantaba oír a su madre hablarle de cuando eran pequeñas, pero ahora tenía una sensación tan nítida del paso del tiempo que le resultaba penoso escucharla.

– ¿Cómo está Jeffrey? -preguntó Cathy.

Sara tomó un sorbo de su té amargo.

– Bien.

– Esto ha sido muy duro para él -dijo Cathy, sacando un tubo de crema para manos de su bolso-. Siempre fue como un hermano mayor para Tessa.

Sara nunca lo había considerado, pero era cierto. Si ella había estado aterrada durante el incidente del bosque, Jeffrey estaba igual de asustado.

– Empiezo a comprender por qué ya no estás furiosa con él -dijo Cathy mientras le ponía crema a Tessa en las manos-. ¿Recuerdas aquella vez que se fue en coche a Florida para ir a buscarla?

Sara soltó una carcajada, sobre todo porque le sorprendía haber olvidado la historia. Años atrás, en unas vacaciones de primavera de la facultad, el coche de Tessa quedó totalmente destrozado tras chocar contra un camión robado que transportaba cervezas, y Jeffrey condujo hasta Panama City en plena noche para hablar con los policías de la localidad y recogerla.

– Tessa no quería que tu padre fuera a buscarla -dijo Cathy-. No quería ni que se lo mencionáramos.

– Papá se habría pasado el viaje repitiéndole: «Ya te lo había dicho» -le recordó Sara.

Eddie había dicho que sólo un idiota se llevaría un MG descapotable a Florida, donde había veinte mil universitarios borrachos.

– Bueno -dijo Cathy, frotando con la crema el brazo de Tessa-, tenía razón.

Sara sonrió, pero no hizo ningún comentario.

– Me alegrará ver a Jeffrey -dijo Cathy, más para sí que para Sara-. Tessa necesita oír de sus labios que todo ha acabado.

Sara sabía que era imposible que su madre supiera lo ocurrido entre ella y Mason James, pero se sintió como si la hubiera descubierto.

– ¿Qué? -preguntó Cathy, que siempre se daba cuenta cuándo pasaba algo.

Sara confesó enseguida, pues necesitaba desahogarse.

– He besado a Mason.

Cathy pareció perpleja.

– ¿Sólo besado?

– Mamá -dijo Sara, intentando disfrazar su vergüenza de indignación.

– ¿Y? -Cathy se echó más crema en la palma y se frotó las dos manos para calentarla-. ¿Qué tal?

– Al principio bien, pero luego… -Se llevó las dos manos a las mejillas, sintiendo el rubor.

– Pero ¿luego?

– No tan bien -admitió Sara-. No dejaba de pensar en Jeffrey.

– Deberías sacar alguna lección de eso.

– ¿Cuál? -preguntó Sara.

Más que ninguna otra cosa, quería que su madre le dijera qué hacer.

– Sara -dijo Cathy con un suspiro-. La inteligencia ha sido siempre tu perdición.

– Estupendo -dijo Sara-. Procuraré decírselo a mis pacientes.

– No te pongas impertinente conmigo -le espetó Cathy, sin levantar la voz, como siempre que estaba enfadada- últimamente has estado muy agitada, y estoy harta de verte suspirar por la vida que hubieras podido llevar en Atlanta.

– Eso no es verdad -dijo Sara, pero nunca había sabido mentir, y mucho menos a su madre.

– A tu vida no le falta de nada, y hay mucha gente que te quiere y se preocupa por ti. ¿Hay algo que quieras y no tengas?

Horas antes, Sara podría haber hecho una lista, pero ahora sólo podía negar con la cabeza.

– No te iría mal recordar que, al final del día, tanto da lo inteligente que sea ese cerebro que tienes ahí arriba, lo que necesita más cuidados es el corazón. -Le lanzó a Sara una penetrante mirada-. Y sabes lo que tu corazón necesita, ¿verdad?

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