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Jeffrey dijo la fecha y Sara continuó:

– Comenzamos a las 20.33 horas, con la ayuda de Carlos Quiñónez, técnico forense, y Jeffrey Tolliver, jefe de policía de Grant County. -Hizo una pausa y miró la pizarra para ver la información anotada-. Pesa aproximadamente cincuenta y seis kilos y mide uno setenta y dos. La cabeza está seriamente dañada a causa de un disparo de escopeta. -Le puso la mano en el abdomen-. El cuerpo ha sido refrigerado y está frío al tacto. El rigor mortis es completo y generalizado hasta las extremidades superiores.

A continuación, Sara enumeró las señales identificativas mientras con unas tijeras cortaba la bolsa que había cubierto la cabeza de Ellen Schaffer. Había sangre coagulada y materia gris pegadas al plástico, y trozos de cuero cabelludo formaban grumos gelatinosos.

– El resto del cuero cabelludo está en el congelador -dijo Carlos.

– Lo examinaré después -contestó Sara, apartando la bolsa de lo que quedaba de la cabeza de Ellen Schaffer.

Quedaba poco más que un muñón sanguinolento, con fragmentos de pelo rubio y dientes alojados en el tallo cerebral. Tomaron más fotografías antes de que Sara cogiera el escalpelo para comenzar el examen interno. Cuando hizo la habitual incisión en Y se sintió un poco atontada por la falta de sueño, y cerró los ojos un momento para recuperarse.

Todos los órganos fueron extraídos del cuerpo, pesados, catalogados y registrados, mientras Sara declamaba sus averiguaciones. En el estómago quedaban lo que debía haber sido los restos de la última comida de Schaffer: cereales con nueces que probablemente tenían el mismo aspecto que en la caja.

Sara sacó los intestinos y se los entregó a Carlos para que hiciera lo que denominaban limpieza de tripas. Utilizó una manguera conectada a uno de los fregaderos para lavar el tracto intestinal, y colocó un cedazo bajo el desagüe para recoger lo que saliera. El hedor era insoportable, y Sara siempre se sentía culpable de enjaretarle el trabajo a otro hasta que le llegaba una vaharada del contenido.

Se quitó los guantes con un chasquido y se dirigió a la otra punta del depósito, donde estaba la caja de luz. Carlos había colocado las radiografías anteriores a la autopsia, y bien por falta de sueño o por pura estupidez, a Sara se le había olvidado mirarlas antes. Estudió toda la serie dos veces antes de observar una forma familiar en los pulmones.

– Jeff -dijo.

Jeffrey miró las placas de la caja de luz antes de preguntar:

– ¿Eso es un diente?

– Pronto lo averiguaremos.

Sara volvió a ponerse dos pares de guantes antes de sacar el pulmón izquierdo de la bolsa de vísceras. El aspecto del tejido pleural era liso, sin indicios de solidificación. Sara había dejado aparte los pulmones para hacer una biopsia más tarde, pero la hizo en ese momento utilizando un cuchillo de hacer secciones afilado quirúrgicamente.

– Hay una leve aspiración de sangre -le dijo a Jeffrey. Encontraron el diente en el cuadrante inferior derecho del pulmón izquierdo.

– ¿Es posible que la explosión del disparo se lo hiciera tragar? -preguntó Jeffrey.

– Lo aspiró -dijo Sara-. Inhaló el diente hasta que le llegó a los pulmones.

Jeffrey se frotó los ojos con las manos. Resumió la anomalía en palabras sencillas:

– Aún respiraba cuando le arrancaron el diente.

MARTES

8

Lena ahogó un bostezo al salir del cine con Ethan. Horas antes se había tomado un Vicodin y, aunque no conseguía aliviarle en demasía el dolor de muñeca, se sentía amodorrada.

– ¿En qué piensas? -preguntó Ethan; una frase que muchos hombres utilizaban cuando querían que quien hablara fuera la mujer.

– En que más vale que consiga averiguar algo en esta fiesta -le dijo Lena, inyectando un tono de velada amenaza en su voz.

– Ya veo -dijo-. ¿Ha hecho algo más ese poli?

– No -contestó Lena.

Aunque después de tomar el café con Ethan volvió a casa, en su identificador de llamadas aparecían cinco efectuadas desde la comisaría. Sólo era cuestión de tiempo que Jeffrey se presentara en su casa y, cuando lo hiciera, más le valdría a Lena tener algunas respuestas si no quería sufrir las consecuencias. Durante la película se había convencido de que Chuck no la despediría aunque Jeffrey se lo dijera, pero había otras cosas peores que ese gordo cabrón podía hacerle. A Chuck le encantaba ponerle las cosas difíciles, y, aunque su trabajo era una porquería, aún podía hacerla sufrir mucho más.

– ¿Te ha gustado la película? -preguntó Ethan.

– La verdad es que no -dijo Lena, pensando en qué haría si el amigo de Andy no se presentaba.

Al día siguiente tendría que hacer un hueco en su agenda para tener una charla con Jill Rosen. Lena habló con la criada de la mujer y dejado tres mensajes, pero la doctora no le había llamado. Lena tenía que saber qué le había dicho a Jeffrey. Incluso había rebuscado en el fondo de su armario y encontrado el maldito contestador por si la doctora la llamaba esa noche mientras estaba fuera.

Lena levantó la vista al cielo, inhalando profundamente para despejarse la cabeza. Necesitaba a alguien con quien poder hablar de todo eso, pero no tenía a nadie en quien confiar.

– Bonita noche -dijo Ethan, pensando probablemente en que Lena disfrutaba de la contemplación de las estrellas-. Luna llena.

– Mañana lloverá -dijo Lena, abriendo y cerrando el puño. Una fea magulladura negroazulada le rodeaba la muñeca allí donde Ethan la había agarrado, y Lena estaba segura de que había algo roto. Le dolía el hueso cuando se llevaba la mano al costado, y la hinchazón casi le había impedido abrocharse el puño de la camisa. Llevó la muñeca vendada hasta que Ethan llamó a la puerta, pero que se la llevara el diablo si iba a confesarle que aún le dolía.

El problema era que Lena no cobraba hasta el lunes. Si se iba a urgencias a hacerse una radiografía, los cincuenta dólares que le exigiría su aseguradora como pago compartido dejarían su cuenta corriente a cero. Supuso que no había ningún hueso roto, pues podía mover la mano. Si el lunes seguía doliéndole, entonces ya se preocuparía. De todos modos, era diestra y, además, había vivido durante dos días con unos dolores peores que ése. Casi era tranquilizador; le recordaba que seguía viva.

Como si pudiera leerle el pensamiento, Ethan le preguntó:

– ¿Cómo tienes la muñeca?

– Bien.

– Lo siento. Es que -pareció buscar las palabras adecuadas no quería que te fueras.

– Bonita manera de demostrarlo.

– Siento haberte hecho daño.

– No importa -murmuró Lena.

Hablar de la muñeca había hecho que le doliera más. Antes de salir de su habitación, Lena se guardó otro Vicodin y un Motrin de ochocientos miligramos en el bolsillo en caso de que el dolor fuera a más. Mientras Ethan observaba a un grupo de chavales en el aparcamiento del sindicato de estudiantes, se tragó el Motrin sin agua, y se puso a toser porque se le desvió por el conducto equivocado.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Ethan.

– Sí -dijo ella, golpeándose el pecho con la mano.

– ¿Estás cogiendo frío?

– No -contestó Lena, tosiendo-. ¿A qué hora empieza esa fiesta?

– Ya debería estar en marcha.

Se dirigió hacia un sendero que surgía entre dos arbustos. Lena sabía que era un atajo que cruzaba el bosque y desembocaba en los colegios mayores del oeste del campus, pero no quería meterse por ahí de noche, ni con luna llena.

Ethan se volvió al ver que ella no le seguía:

– Por aquí llegaremos antes.

Por razones obvias, Lena se mostraba reacia a seguir a alguien hacia una zona oscura y apartada. A primera vista, Ethan parecía lamentar haberle hecho daño, pero Lena ya había descubierto que su temperamento era tornadizo.

– Vamos -dijo Ethan, en tono de broma-. No tendrás miedo de mí, ¿verdad?

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