– ¿Doctora Linton? -preguntó Carlos.
A pesar de lo mucho que ella insistía, nunca la llamaba Sara.
– ¿ Sí?
– Lamento lo de su hermana.
Sara apretó los labios y asintió.
– Empecemos con la chica -dijo, pensando que más valía comenzar por lo difícil-. ¿Le has sacado fotos y placas de rayos X?
Carlos asintió en un gesto adusto, pero no dijo nada acerca del estado del cadáver. Era su manera de mostrarse profesional, y ella le agradecía que se tomara el trabajo con tanta solemnidad.
Sara regresó a su oficina, que tenía una ventana que daba al depósito. Se sentó ante su escritorio y, aunque se había pasado sentada las últimas cuatro horas, le hizo bien descansar los pies. Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de su padre. Cathy contestó antes de que se apagara el primer pitido.
– ¿Sara?
– Ya hemos llegado -le dijo a su madre, pensando que debería haberla llamado antes.
Era evidente que estaba preocupada.
– ¿Habéis averiguado algo?
– Aún no -le dijo Sara, observando cómo Carlos colocaba una de las bolsas negras encima de la camilla-. ¿Cómo está Tess?
Cathy se lo pensó antes de contestar.
– Aún no habla.
Ahora Carlos abría la cremallera de la bolsa negra y colocaba el cadáver sobre la mesa de porcelana. Cualquiera que mirara consideraría que el procedimiento era salvaje, pero la única manera en que una persona podía colocar un cadáver sobre una mesa era a pulso. Carlos comenzó por los pies, empujándolos sobre la mesa, a continuación, con un movimiento brusco, trasladó el resto del cuerpo hasta colocarlo donde quería. Le habían dejado una bolsa de plástico en torno a la cabeza para proteger las pruebas.
– No estoy enfadada contigo -dijo Cathy.
Sara exhaló, dándose cuenta de que había contenido el aliento.
– Me alegro.
– No fue culpa tuya.
Sara no contestó, sobre todo porque no estaba de acuerdo.
– Cuando eras pequeña -comenzó a decir Cathy, pero se le hizo un nudo-, siempre contaba con que la protegerías de todo. Siempre fuiste la responsable.
Sara sacó un pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos. Carlos intentaba quitarle la camiseta a la muerta, pero no había manera de sacársela por la cabeza. Dirigió la mirada hacia Sara, y ésta hizo el gesto de cortar con los dedos. Los de la policía científica ya habían buscado pruebas en las fibras.
– No es culpa tuya -repitió su madre-. Ni de Jeffrey. Son cosas que pasan, a todos nos toca alguna vez.
El día anterior Sara había suspirado por oír esas palabras, pero hoy no la consolaban. Por primera vez en su vida, no creía a su madre.
– ¿Hija?
Sara se secó los ojos.
– Tengo que colgar, mamá.
– Muy bien. -Cathy guardó silencio antes de añadir-: Te quiero.
– Yo también te quiero -dijo Sara, y colgó.
Hundió la cabeza entre las manos, intentando despejar la mente. No podía pensar en Tessa mientras abría en canal a Ellen Schaffer. El mejor servicio que podía prestar a su hermana era averiguar algo que condujera a la captura del hombre que la había apuñalado. La autopsia era también un acto de violencia, la intrusión máxima. Todo cadáver tiene algo que contar. La vida y la muerte de una persona se exponen en toda su miseria y esplendor por el simple hecho de mirar bajo su piel.
Sara se puso en pie y regresó junto a la mesa de disección en el momento en que Carlos acababa de cortar la camiseta por las costuras, para poder volverla a coser y estudiarla. La tela estaba salpicada de sangre, y una zona limpia y oblonga indicaba dónde se había apoyado la escopeta. Sara comprobó el dedo del pie de la chica, y vio que también estaba manchado de sangre. El otro pie había quedado fuera del alcance de la sangre y estaba limpio.
Un sujetador de adolescente, más propio para una niña de trece años, cubría los pechos de la joven. Carlos había desabrochado el cierre y tenía un fajo de pañuelos de papel en la mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sara, aunque lo sabía perfectamente.
– Lo tenía ahí -dijo Carlos, señalando el sujetador.
Metió la mano en la otra copa y sacó otro fajo de pañuelos de papel.
– ¿Por qué se puso relleno en el sujetador si iba a suicidarse? -preguntó Sara, aunque Carlos nunca respondía a sus preguntas.
Los dos se volvieron al oír pisadas en las escaleras.
– ¿Algo interesante? -preguntó Jeffrey.
– Acabamos de empezar -le dijo Sara-. ¿Qué te ha dicho Frank?
– Nada -contestó Jeffrey, pero Sara se dio cuenta de que algo ocurría.
Sara no entendía por qué se mostraba tan reservado. Carlos había demostrado ser digno de confianza. Casi siempre, Sara se olvidaba de que fuera de la morgue tenía su propia vida.
– Vamos a sacar esto -dijo Sara, y ayudó a Carlos a quitarle los tejanos a la chica.
Jeffrey miró las bragas, que eran de las sencillas, de algodón, no como las que había encontrado en el apartamento de Andy Rosen.
– ¿Registraste los cajones de su habitación? -preguntó Sara.
– Hay de varios tipos -dijo Jeffrey-. Seda, algodón, tangas.
– ¿Tangas?
Jeffrey se encogió de hombros. Sara prosiguió.
– Hemos encontrado pañuelos de papel dentro del sujetador.
Jeffrey enarcó una ceja.
– ¿Se ponía relleno?
– Si se suicidó, sabía que alguien la encontraría, y que un forense o un empresario de pompas fúnebres examinaría el cadáver. ¿Por qué lo haría?
– ¿Porque lo hacía siempre? ¿Rutina? -sugirió Jeffrey, pero Sara captó cierto escepticismo en su voz.
– El tatuaje es antiguo -dijo Sara-. Probablemente tiene tres años. No es más que un cálculo aproximado, pero no es reciente.
Carlos le quitó las bragas, y Sara y Jeffrey observaron al mismo tiempo otro tatuaje. Era una palabra en un idioma que parecía árabe.
Jeffrey dijo:
– Esto no estaba en el cuadro de Andy.
– Pues no es reciente, ni mucho menos -observó Sara-. ¿Crees que Andy lo omitió a propósito?
– Créeme, lo habría puesto de haberlo visto.
– De modo que no estaba liada con él -dijo Sara, indicándole a Carlos que sacara una foto del tatuaje. Colocó una regla junto al tatuaje para ver la escala-. Tendremos que escanearla y encontrar a alguien que sepa lo que significa.
– Shalom -dijo Carlos.
– ¿Perdón? -exclamó Sara, sorprendida.
– Es hebreo -dijo Carlos-. Significa «paz».
Sara no podía concederle el beneficio de la duda.
– ¿Estás seguro?
– Lo aprendí en la escuela hebrea -dijo Carlos-. Mi madre es judía.
– ¡Oh! -exclamó Sara, preguntándose cuántos años habían pasado sin que se enterara de ese dato.
Le lanzó una mirada a Jeffrey, que estaba anotando algo en su cuaderno. Tenía el ceño fruncido, y se preguntó qué cabos habría atado.
Sara se volvió, olvidándose de dónde estaba, y se golpeó la cabeza con la regla que había sobre el pie de la mesa.
– Mierda -dijo, palpándose el cuero cabelludo.
No miró a Jeffrey ni a Carlos para ver su reacción. Se dirigió al armario metálico que había junto a los fregaderos y sacó una bata estéril y un par de guantes.
– ¿Puedes traerme las gafas? Creo que están en mi escritorio -preguntó a Jeffrey.
Jeffrey hizo lo que le pedía, y Sara se puso la bata y los guantes. Sacó otro par de la caja y se los puso encima de los primeros. Carlos acercó la pizarra que Sara había comprado a la facultad. Anotaron parte de la información que ya conocían. Dejaron espacios en blanco para el peso y tamaño de los órganos y otros detalles que serían anotados por Carlos durante la operación. A Sara le gustaba tener todos los datos delante cuando practicaba una autopsia. Si tenías todos los datos anotados era más fácil visualizarlos.
Sara puso en marcha el dictáfono con el pie y comenzó:
– Éste es el cuerpo bien desarrollado, bien alimentado y sin embalsamar de una mujer de raza caucásica de diecinueve años que supuestamente se disparó en la cabeza con una escopeta Wingmaster de calibre doce. Ha sido identificada como Ellen Marjory Schaffer por el agente encargado de la investigación. Las fotografías y las placas de rayos X se han tomado bajo mi dirección. De acuerdo con las disposiciones de la Ley de Investigación Forense de Georgia, se lleva a cabo una autopsia en el depósito de cadáveres de la Oficina del Forense de Grant County el día…