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– ¿Cuánto tardaría en morir?

– Según la dosis, veinte o treinta segundos.

– ¡Dios!

– Lo sé -dijo Sara-. Y es casi imposible encontrarlo en la autopsia. El cuerpo lo asimila muy rápidamente. Ni siquiera existía ningún análisis para encontrarlo hasta hace cinco años.

– O sea que las pruebas que deben realizarse para encontrarla en el organismo deben de ser caras.

– Si eres capaz de relacionar a Keller con la succinilcolina, pediré dinero del presupuesto para hacer el análisis. Y si hace falta lo pagaré yo misma.

– Haré todo lo que pueda -dijo Jeffrey, aunque no parecía muy esperanzado-. Sé que les darás la noticia a tus padres, pero ¿quieres esperar a que yo llegue para decírselo a Tessa?

– Claro -dijo Sara, pero había vacilado al contestar.

Jeffrey esperó antes de decir:

– ¿Sabes qué? Tengo muchísimas cosas que hacer. Ya nos veremos.

– Jeffrey…

– No -dijo él-. Quédate con tu familia. Es lo que necesitas en este momento, estar con tu familia.

– Eso no es…

– Vamos, Sara -repuso Jeffrey, y ella se dio cuenta de que estaba dolido-. ¿Qué estamos haciendo?

– No sé. Yo… -Sara buscó algo que decirle, pero no se le ocurrió nada-. Te dije que necesitaba tiempo.

– El tiempo no va a cambiar nada -dijo Jeffrey-. Si no podemos superar esto, algo que hice cinco años atrás…

– Lo dices como si yo fuera la insensata.

– No es eso. No quiero presionarte, es sólo que… -Soltó un gruñido-. Te quiero, Sara. Estoy harto de que salgas a hurtadillas todas las mañanas. Estoy harto de esta chorrada de que estés y no estés en mi vida. Quiero estar contigo. Quiero casarme contigo.

– ¿Casarte conmigo?

Se echó a reír, como si le hubiera pedido que fueran a dar un paseo por la luna.

– No sé por qué te parece tan horrible.

– No me parece horrible. Es sólo que… -Otra vez se quedó sin palabras-. Jeff, ya hemos estado casados. Y no salió demasiado bien.

– Sí. Yo también estaba presente, ¿te acuerdas?

– ¿Por qué no podemos seguir tal como estamos ahora?

– Quiero algo más que eso -dijo Jeffrey-. Quiero tener un día realmente asqueroso de trabajo y volver a casa y que me preguntes qué hay para cenar. Quiero volcar el cuenco de agua de Bubba en mitad de la noche. Quiero despertarme por la mañana con el sonido de tus palabrotas porque me dejé el suspensorio colgado de la puerta.

Sara sonrió en contra de su voluntad.

– Haces que todo suene tan romántico.

– Te quiero.

– Ya lo sé -dijo Sara y, aunque ella también le amaba, era incapaz de expresarlo-. ¿Cuándo puedes venir?

– Eso es lo que quería oír.

– Quiero que se lo cuentes tú -dijo Sara. Como él no respondiera, añadió-: Van a hacerme preguntas que yo no puedo contestar.

– Ya sabes todo lo que yo sé.

– No creo que sea capaz de contárselo. Creo que en estos momentos no me veo con fuerzas.

Jeffrey esperó un instante antes de decir:

– Me pasaré a eso de las cuatro y media.

– Muy bien. -Sara le dio el número de habitación de Tessa. Estaba a punto de colgar cuando dijo-: ¿Jeff?

– ¿Sí?

Ahora que no le había dejado colgar, Sara no sabía qué decirle.

– Nada -dijo-. Te veré cuando llegues.

Jeffrey le concedió unos segundos para añadir algo más, pero al final se despidió.

– Muy bien. Hasta entonces.

Sara se despidió con la sensación de que acababa de caminar sobre una cuerda floja encima de un lago infestado de caimanes. Le habían sucedido tantas cosas esa semana que ni siquiera podía asimilar lo que le había dicho Jeffrey. Quería coger el teléfono y decirle que lo sentía, que le quería, pero también quería llamarle y decirle que se quedara en casa.

Al otro lado de la puerta oía cómo por megafonía llamaban a los médicos y repetían los códigos de urgencia. Unas figuras borrosas pasaron junto al cristal, y sus imágenes centellearon como luces estroboscópicas mientras corrían para ayudar a los pacientes. Era como si hubieran transcurrido cien años desde que ella era una interna. Ahora todo parecía más complicado y, aunque estaba segura de que la vida era tan agobiante como cuando era joven, siempre pensaba en esos días con nostalgia. Aprender a ser cirujano, tratar casos críticos que exigían el empleo de toda su disciplina, había sido algo tan adictivo como la heroína. Todavía le daba un subidón cuando se acordaba de lo que era trabajar en el Grady. En cierto momento de su vida, el hospital había sido más importante que el aire. Hasta su familia parecía poca cosa en comparación.

Tomar la decisión de volver a Grant le había parecido fácil en aquel momento. Quería -necesitaba- estar con su familia, regresar a sus raíces y sentirse segura, volver a ser una hija y una hermana. Había sido muy cómodo asumir el papel de pediatra de una pequeña población, y sabía que le había proporcionado cierta paz poder devolver a esa población todo lo que le había dado de niña y adolescente. Sin embargo, desde que se fuera de Atlanta, no pasaba una semana sin que se preguntara qué habría sido de su vida de haberse quedado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

Sara recorrió el despacho de Mason con la mirada, preguntándose cómo sería volver a trabajar con él. Cuando era interno, Mason era muy meticuloso, lo que le convirtió en un cirujano muy bueno. Contrariamente a Sara, dejaba que ese rasgo se traspasara a su vida personal. Era de esos hombres que no podían dejar un plato sucio en el fregadero ni un montón de ropa arrugada en la secadora. La primera vez que Mason visitó su apartamento, casi le da una apoplejía al ver el cesto de ropa sin doblar que llevaba dos semanas en la mesa de la cocina. Cuando Sara se despertó a la mañana siguiente, Mason había doblado la ropa antes de iniciar su turno de las cinco de la mañana.

Un golpe en la puerta sacó a Sara de su ensueño.

– Pase -dijo poniéndose en pie.

Mason James abrió la puerta. Llevaba una caja de pizza en una mano y dos latas de Coca-Cola en la otra.

– Pensé que tendrías hambre.

– Siempre -dijo ella, cogiendo los refrescos.

Mason puso varias servilletas de papel sobre la mesita, sosteniendo en lo alto la pizza mientras decía:

– Les he llevado una a tus padres.

– Has sido muy amable -dijo Sara, dejando las latas sobre la mesa para ayudarle con las servilletas.

Mason le dio la caja de pizza para que pudiera poner las servilletas bajo las latas.

– Cuando ibas a la facultad te encantaba esta pizzería.

– Shroomies -leyó en lo alto de la caja-. ¿De verdad?

– Siempre ibas a comer allí. -Se frotó las manos-. Voilá.

Sara bajó la vista. Mason había alineado las servilletas formando un cuadrado perfecto. Sara le entregó la caja.

– Dejaré que la pongas tú para que quede perfecta.

Mason se rió.

– Hay cosas que nunca cambian.

– No -asintió Sara.

– Tu hermana tiene buen aspecto -dijo Mason, colocando la caja de modo que coincidiera con los ángulos de la mesa-. Camina mucho mejor que ayer.

Sara se sentó en el sofá.

– Creo que mi madre le ha estado insistiendo en que debe caminar.

– Sé lo insistente que puede ser Cathy. -Abrió una servilleta y se la colocó sobre el regazo-. ¿Te llegaron las flores?

– Sí -dijo Sara-. Gracias. Son preciosas.

Mason abrió las latas.

– Sólo quería que supieras que pensaba en ti.

Sara jugó con la servilleta, sin saber qué decir.

– Sara -dijo Mason, apoyando la mano en el respaldo del sofá, detrás de Sara-. Nunca he dejado de amarte.

Sara se sonrojó, un tanto incómoda, pero, antes de que ella pudiera reaccionar, Mason se inclinó hacia ella y la besó. Ante su propia sorpresa, Sara devolvió el beso. Antes de saber lo que estaba ocurriendo, Mason se acercó un poco más, la empujó suavemente sobre el sofá hasta quedar encima de ella. Sus manos se adentraron bajo la blusa de Sara mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Ella le rodeó con los brazos, pero en lugar de la despreocupada euforia que sentía en tales momentos, sólo pensaba en que la persona a la que estaba abrazando no era Jeffrey.

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