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Comenzó a leer en voz alta las recetas.

– Prozac, debe de tener unos dos años. Paxil, Evavil. -Hizo una pausa, observando las fechas-. Parece que los probó todos y al final se decidió por el Zoloft, que es… -Hizo una pausa y exclamó-: Guau.

– ¿Qué?

– Trescientos cincuenta miligramos de Zoloft al día. Eso es mucho.

– ¿Cuál es la media?

Sara se encogió de hombros.

– Yo no receto esto a mis pacientes. Yo diría que, para un adulto, entre cincuenta y cien miligramos deberían ser suficientes. -Siguió alineando los frascos-. Ritalin, claro. Su generación creció con esa mierda. Más Valium, litio, amantadina, Paxil, Xanax, ciproheptadina, buspirona, Wellbutrin, Buspar, Elavil. Otro frasco de Zoloft. Y otro.

Agrupó los tres frascos de Zoloft, observando que cada uno había sido llenado en farmacias distintas en días diferentes.

– ¿Para qué es?

– ¿Específicamente? Depresión, insomnio, ansiedad. Todos sirven para lo mismo, pero actúan de manera diferente. -Echó la silla hacia atrás, hacia la estantería que había junto al archivador, y sacó su guía farmacológica-. Tendré que buscar algunos -dijo, volviendo al escritorio-. Algunos los conozco, pero hay otros de los que no tengo ni idea. Uno de mis pacientes, un niño que tiene Parkinson, utiliza buspirona para la ansiedad. A veces puedes tomarlos juntos, pero no todos. Acabarían siendo tóxicos.

– ¿Crees que a lo mejor los vendía? -preguntó Jeffrey-. Tenía jeringuillas. En el armario le encontramos un alijo de marihuana y diez pastillas de ácido.

– No hay mercado para los antidepresivos -dijo Sara-. Hoy en día cualquiera puede hacerse con una receta. Es sólo cuestión de encontrar el médico adecuado… o equivocado, en este caso. -Señaló un par de frascos que había apartado-. El Ritalin y el Xanax sí tienen demanda en la calle.

– Puedo ir a la escuela elemental y conseguir diez pastillas de cada medicamento por unos cien dólares -señaló Jeffrey. Cogió un frasco de plástico grande-. Al menos se tomaba sus vitaminas.

– Yocon -dijo, leyendo los ingredientes-. Creo que empezaré por esto. -Sara pasó las páginas del libro, buscando la entrada adecuada. Le echó un vistazo a la descripción, y la resumió diciendo-: Es un nombre comercial para la yohimbina, que es una hierba. Se supone que ayuda a la libido.

Jeffrey cogió el frasco.

– ¿Un afrodisíaco?

– Técnicamente no -contestó Sara, leyendo un poco más-. Se supone que sirve para todo, desde la eyaculación precoz hasta tener una erección más fuerte.

– ¿Y cómo es que nunca había oído hablar de esto?

Sara lo miró con complicidad.

– Porque nunca lo has necesitado.

Jeffrey sonrió, dejando de nuevo el Yocon en su escritorio.

– Tenía veinte años. ¿Por qué iba a necesitar algo así?

– A lo mejor el Zoloft le había vuelto anorgásmico.

Jeffrey apretó los ojos.

– ¿No podía correrse?

– Bueno, ésa es otra manera de expresarlo -concedió Sara-. Podía alcanzar y mantener una erección pero tenía problemas para eyacular.

– Jesús, no me extraña que se estrangulara.

Sara hizo caso omiso del comentario, repasando lo que decía su guía del medicamento sólo para asegurarse.

– Efectos secundarios: anorgasmia, ansiedad, aumento del apetito, falta de apetito, insomnio…

– Eso explicaría el Xanax.

Sara levantó los ojos del libro.

– Ningún médico en su sano juicio recetaría todas estas píldoras juntas.

Jeffrey comparó algunas de las etiquetas.

– Iba a cuatro farmacias distintas.

– No me imagino a ningún farmacéutico llenándole todos estos frascos. Es algo muy insensato.

– Necesitaremos algo sólido para obtener un mandato judicial que nos permita inspeccionar los archivos farmacéuticos -dijo Jeffrey-. ¿Conoces al médico?

– No -dijo ella, abriendo el cajón inferior de su escritorio. Sacó la guía telefónica de Grant County y alrededores. Una rápida búsqueda reveló que el nombre no estaba en la guía-. ¿No está afiliado a ningún hospital ni a la universidad?

– No -dijo Jeffrey-. A lo mejor está en Savannah. Uno de los farmacéuticos sí aparece.

– No tengo la guía telefónica de Savannah.

– Bueno, hay esa cosa nueva -dijo Jeffrey tomándole el pelo-. Lo llaman Internet.

– Muy bien -dijo Sara para evitarse el sermón acerca de lo maravillosa que era la tecnología.

Comprendía que a alguien como Jeffrey le resultaba útil, pero por lo que a ella se refería, había visto a demasiados chicos demacrados y con sobrepeso en su consulta como para apreciar las ventajas de pasarse el día delante del ordenador.

– ¿Y si no fuera médico? -sugirió Jeffrey.

– A no ser que el farmacéutico lo sepa, necesitas un número del Departamento de Control de Fármacos cuando rellenas una receta. Está en una base de datos.

– ¿Así que tal vez alguien le robó el número a un médico jubilado?

– Tampoco es una receta de narcóticos ni de OxyContin. Imagino que estos medicamentos tampoco harían sonar las alarmas de los organismos del gobierno. -Sara frunció el ceño-. Aunque no acabo de entender para qué lo quería. No son estimulantes. No te puedes colocar con ninguno de ellos. El Xanax puede ser adictivo, pero el chaval tenía metanfetamina y hierba, que colocan muchísimo más.

Más tarde Carlos contaría y clasificaría las pastillas, pero, siguiendo un impulso, Sara abrió uno de los frascos de Zoloft. Sin sacarlas, comparó las tabletas amarillas con el dibujo de su guía farmacéutica.

– Coinciden.

Jeffrey abrió el siguiente frasco mientras Sara cogía el tercero.

– Las mías no -dijo Jeffrey.

Sara miró en el interior del tercer frasco.

– No -negó también, abriendo el cajón superior de su escritorio. Cogió unas pinzas y las utilizó para sacar una de las cápsulas de color claro. Dentro había un polvillo blanco-. Podemos enviarlo a analizar y averiguar qué es.

Jeffrey comprobó todos los frascos.

– ¿Hay dinero en el presupuesto para acelerar el análisis?

– No creo que tengamos elección -dijo Sara, deslizando la cápsula dentro de una pequeña bolsa para pruebas.

Ayudó a Jeffrey a comprobar el contenido de los frascos, pero las restantes pastillas tenían alguna marca que identificaba al fabricante o el nombre del medicamento.

– A lo mejor utilizaba las cápsulas para meter otras drogas -dijo Jeffrey.

– Primero probemos con las desconocidas -sugirió Sara, sabiendo lo caro que sería ponerse a buscar sin saber qué.

Si estuvieran en Atlanta, sin duda tendría muchos más recursos, pero el presupuesto de Grant County era tan limitado que algunos meses Sara tenía que traerse los guantes de látex de la clínica.

– ¿De dónde era Dickson? -preguntó Sara.

– De aquí -dijo, Jeffrey.

Sara repitió la pregunta que le había hecho antes, pensando que Jeffrey estaría más dispuesto a hablar ahora.

– ¿Cómo se lo han tomado los padres?

– Mejor de lo que esperaba -dijo Jeffrey-. Imaginé que debía de ser un chaval difícil.

– Igual que Andy Rosen -apuntó Sara.

Mientras volvían de Atlanta le había contado en detalle las impresiones de Haré acerca de la familia Rosen.

– Si lo único que los relaciona es que eran dos chicos malcriados de veintipocos años, eso significa que la mitad de los estudiantes de la universidad están en peligro.

– Rosen era maníaco-depresivo -le recordó Sara.

– Los padres de Dickson dicen que él no lo era. Nunca mencionó que asistiera a ningún grupo de terapia. Que ellos sepan, estaba sano como una manzana.

– ¿Crees que se habrían enterado?

– No parecían muy interesados por la vida de su hijo, aunque el padre dejó claro que le pagaba todas las facturas. Se habrían dado cuenta de algo así.

– A lo mejor le visitaba alguien gratis en el centro de salud del campus.

– Puede ser complicado tener acceso a documentos clínicos.

– Podrías volver a pedírselo a Rosen -sugirió Sara.

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