Sara cerró los ojos, deseando que no se lo contara. Como ella no decía nada, Brock prosiguió.
– Si quieres que te diga la verdad, pensaba que como eran judíos, Dios les bendiga, querrían hacerlo rápido, pero han querido la celebración estándar. Supongo que no lo son de verdad, como otros.
– No -dijo Sara.
Como forense, sólo había visto un caso en el que una familia de ortodoxos judíos se opusiera a que practicara la autopsia. Y aunque admiraba la devoción de esa familia, imaginó que éstos se sintieron realmente aliviados al saber que su padre hubiera muerto de un ataque al corazón y no por haberse adentrado voluntariamente con su coche en el lago.
– Bueno… -Brock se aclaró la garganta, como si se sintiera incómodo, quizás interpretando el silencio de Sara como signo de desaprobación-. Llegaré en un periquete.
Sara colgó y se puso las gafas mientras echaba un vistazo al resto de mensajes. El ruido de fondo del depósito se veía puntuado por los pops y los flashes de la cámara con que Carlos tomaba fotos del cadáver. Sara se detuvo en el último mensaje, al comprobar que había pasado a visitarla el representante de una compañía farmacéutica. Frunció el ceño, sabiendo que le habría dejado más muestras gratuitas para sus pacientes de haber estado presente para hablar con él.
Debajo de los mensajes había un folleto en papel satinado dejado por el representante que anunciaba un medicamento para el asma que acababa de ser aprobado para los niños. De hecho, pediatras como Sara llevaban años recetando el inhalador; las compañías farmacéuticas utilizaban la aprobación de la FDAI [4] para ampliar sus patentes respecto al fármaco, con lo que podían seguir imponiéndoselo al consumidor sin tener que preocuparse de la competencia de los genéricos. Sara a menudo se decía que si dejaran de hacer folletos y anuncios de televisión tan caros, las empresas farmacéuticas podrían bajar el precio de los medicamentos para que la gente pudiera comprarlos.
El cubo de la basura estaba al otro extremo de su despacho, e intentó encestar el folleto en él, fallando justo en el momento en que entraba Jeffrey.
– Hola -dijo Jeffrey.
Arrojó una carpeta color manila sobre el escritorio y encima dejó caer una gran bolsa de papel.
Sara se levantó para recoger el folleto, y él le puso una mano en el brazo.
– Qué…
Jeffrey la besó en los labios, algo que no solía hacer en público. El beso fue casto, más parecido a un hola amistoso, considerando cómo se había comportado Jeffrey con Mason James la tarde anterior, como un perro marcando el territorio.
– Hola -dijo ella, mirándolo con curiosidad mientras ponía el folleto en el lugar adecuado.
Al darse la vuelta, vio a Jeffrey rodear uno de los claveles con la mano.
– Éstas no te gustan.
Sara prefería que se acordara de ese detalle a que hubiera sido él quien le enviara las flores.
– No -dijo, en el instante en que veía cómo sacaba la tarjeta del sobre-. Por favor, léela -le invitó Sara, aunque él ya lo estaba haciendo.
Volvió a guardar la tarjeta dentro del sobre con deliberada lentitud.
– Qué bonito -dijo, y a continuación citó lo que ponía la tarjeta-: «Me tienes a tu disposición».
Sara se cruzó de brazos, a la espera de que Jeffrey dijera todo lo que tenía que decir.
– Ha sido una mañana muy larga -dijo, al mismo tiempo que cerraba la puerta. Su expresión era impertérrita, y ella se dio cuenta de que intentaba cambiar de tema cuando pregunto-: ¿Tessa está igual?
– De hecho, mejor -le dijo Sara, poniéndose las gafas al sentarse-. ¿De qué quieres hablar?
Hurgó con el dedo una de las flores.
– Lena sufrió un golpe esta mañana.
Sara se incorporó.
– ¿Tuvo un accidente de coche?
– No -dijo Jeffrey-. Le pegaron. Fue Ethan White, ese desgraciado del que te hablé. El tipo con el que sale. El que intentó tirarme al suelo.
– ¿Y ése es su nombre? -preguntó Sara, pues por alguna razón el nombre le parecía inofensivo.
– Uno de ellos -dijo Jeffrey-. Frank y yo fuimos a verla esta mañana…
Dejó la frase sin acabar mientras miraba la flor. Sara se reclinó en la silla mientras le narraba todo lo que le había acontecido esa mañana, hasta el momento en que Jill Rosen le enseñó los moratones de su cuello.
Sara dijo una obviedad.
– Ha sufrido maltratos.
– Sí -corroboró Jeffrey.
– Cuando le hice la autopsia a Andy Rosen no había señal alguna de que le hubieran maltratado.
– Es posible hacerle daño a alguien sin dejar marcas.
– En cualquier caso, se podría argumentar que Andy Rosen se mató para acabar con los malos tratos -dijo Sara-. La nota iba dirigida a su madre, no a su padre. A lo mejor no podía soportarlo más.
– Es posible -asintió Jeffrey-. De no ser por lo de Tessa, no habría nada sospechoso en la muerte de Andy.
– ¿Hay alguna posibilidad de que no haya relación entre los dos casos?
– Mierda, Sara, no lo sé.
Sara le recordó:
– No tenemos ninguna prueba de que Andy Rosen fuera asesinado. A lo mejor deberíamos sacarlo de la ecuación y seguir con lo que tenemos.
– ¿Y qué tenemos?
– Ellen Schaffer fue asesinada. Tal vez alguien pensó en aprovecharse del suicidio de Andy y hacer creer que ella le había imitado. Ese tipo de reacción en cadena no es infrecuente en los campus. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts hay doce suicidios al año.
– ¿Y lo de Tessa? -le recordó Sara.
Tessa era siempre el comodín, la víctima absurda.
– Podría tratarse de un crimen distinto -dijo Sara-. A menos que encontremos alguna relación, quizá deberíamos considerarlos dos incidentes separados.
– ¿Y éste?
Jeffrey señaló el cadáver que ahora estaba en el depósito.
– No tengo ni idea -dijo Sara-. ¿Cómo se lo han tomado los padres?
– Todo lo bien que podría esperarse -contestó, aunque no entró en detalles.
– Más vale que empecemos -dijo Sara, quitando la bolsa de papel marrón de encima de la carpeta para leer el informe.
Jeffrey había hecho copias de sus notas, y había un inventario de la escena del crimen. Sara les echó un vistazo, pero por el rabillo del ojo observó que Jeffrey tocaba una de las flores púrpura en forma de campana.
Cuando Sara acabó, señaló el montón de revistas que había en la otra silla de su despacho.
– Puedes ponerlas en el suelo.
– Estoy harto de estar sentado -dijo Jeffrey, arrodillándose junto a su escritorio. Se frotó la mano en la pierna-. ¿Has dormido lo suficiente?
Sara puso una mano sobre la de él, diciéndose que debería hacer que Mason le enviara flores todos los días, si eso iba a hacer que Jeffrey se mostrara más atento.
– Estoy bien -le dijo Sara, volviéndose hacia la carpeta-. Las has obtenido muy deprisa -dijo, refiriéndose a las fotos de la escena del crimen.
– Brad las reveló en el cuarto oscuro -le informó Jeffrey-. Y a lo mejor deberías ir con más cuidado cuando cambies de sentido delante de la comisaría.
Sara le sonrió con inocencia y, a continuación, le indicó la bolsa de papel.
– ¿Qué es eso?
– Frascos de medicamentos que sólo se venden con receta -dijo Jeffrey, vaciando el contenido sobre el escritorio.
Por el polvo negro que había sobre los envases, Sara supo que ya les habían sacado las huellas. Debía de haber al menos veinte frascos.
– ¿Todo esto pertenecía a la víctima? -preguntó Sara.
– Su nombre está en todos los frascos.
– Antidepresivos -dijo Sara, alineando los frascos uno a uno sobre su escritorio.
– Se chutaba ice.
– Qué listo -observó Sara con ironía, aún alineando los frascos e intentando clasificarlos en secciones-. Valium, que está contraindicado con los antidepresivos.
Estudió las etiquetas: todas llevaban el nombre del médico que había extentido las recetas. El nombre no le sonaba, pero la caligrafía estaba desatando todo tipo de conjeturas en la mente de Sara.