– Pero sí saben dónde vives tú. Irán a buscarte.
– Ya lo he pensado. Yo me quedo en casa de Javier todo el verano. Para septiembre ya se habrán olvidado de mí. Mira, en peores líos me he metido antes con Coco, y al final las aguas siempre han vuelto a su cauce. La gente no habla, no se moja, y no le da más vueltas a las cosas. El tío ese se llevó un navajazo, pero él te atacó primero, así que ya sabía a lo que se arriesgaba. Si no das primero te dan a ti, y te jodes. Es la vida.
– ¿Y si lo he matado?
– Si lo has matado, mejor. Entonces sí que no hablará nadie. Y a ti no tienen cómo relacionarte con el tipo. Además, seguro que no te lo has cargado. Relájate.
Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago, un impulso nostálgico de acercamiento que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada. Intenté aproximarme a ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí. Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. Entre Mónica y yo acababa de establecerse una zona de nadie, un abismo de vértigo, y sentí que cuando hablaba me miraba desde muy lejos. Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de la cafetería. No la besé al despedirme.
Mónica era un mal bicho, dirán algunos; otros, más benevolentes, podrán decir que Mónica estaba desequilibrada, o no sabía lo que quería, o no sabía quién era. Está bien, yo siempre me he topado con chalados, pero ¿acaso no los he ido buscando? Yo misma rechacé a los retoños de familias normales, á las niñas de mi colegio, a aquel pobre chico que me perseguía por La Metralleta y que seguramente era un encanto de persona, con su carrera acabada y ya establecido. Cuando pienso en la gente con la que me he relacionado a veces se me ocurre que he tenido mala suerte, y otras pienso que los he ido buscando, que es como si mi corazón estuviera blindado con un sistema secreto de seguridad que sólo pudiera desactivarse introduciendo una combinación determinada, y de esta forma sólo acceden a mi interior gentes con determinadas características: personas que reniegan de su pasado, en permanente huida de sí mismos, como Mónica, como Caitlin, como Ralph.
Una tarde en la que Ralph y yo cruzábamos los Meadows de camino a su casa, casi nos dimos de bruces con Barry, que andaba mirando al suelo, con las manos en los bolsillos. Por supuesto Barry nada podía saber de la relación que nos unía, pero aun así me sentí pillada en falta y me invadió un sentimiento de culpabilidad y miedo. Reapareció mi sempiterna conciencia católica, que yo creía acallada, y se me ocurrió de pronto que Barry se daría cuenta sólo con vernos de que éramos amantes, como si yo llevase la falta escrita en el rostro. Para mi sorpresa Barry no se dirigió a mí, sino a Ralph, al que saludó con un breve movimiento de cabeza.
– Hola, colega. Años sin verte…
– No tantos -le respondió Ralph, lacónico.
– Hola -me dijo a mí, y señalando a Ralph con la cabeza-: ¿Os conocéis?
– Somos compañeros. En la universidad, ya sabes -corté yo, inmediatamente.
– Ah, claro… Bueno, pues me voy a Negotians, que hay que abrir. Nos vemos.
– Muy bien -dije yo.
– Nos vemos -dijo Ralph.
No podíamos haber sido más secos, los tres.
Dos o tres días después, al regresar a casa desde la universidad, me encontré a Barry en la mesa de la cocina, tomando el té con Cat y Aylsa. Yo ardía en deseos de averiguar la razón por la que Barry conocía a Ralph, pero no me atrevía a preguntar, a aparentar interés por alguien que oficialmente no era sino un mero conocido. Barry se anticipó a mis deseos, como si me hubiera leído el pensamiento, y sacó a colación el tema de Ralph.
– Ese tipo con el que ibas el otro día, es Ralph Scott-Foreman, ¿no?
– Se llama Ralph -confirmé. No conocía su apellido.
– ¿Estudia literatura?
– No, estudia arte. Pero coincidimos en un seminario común de estética -mentí. No quería verme obligada a explicar cómo le había conocido, porque nunca le había dicho a Cat que hubiese hecho amistades en la universidad.
– Hacía siglos que no le veía. Y siempre me he preguntado qué habría sido de él.
– ¿Tanto le conoces?
– Todo el mundo le conoce. El pequeño de los Scott-Foreman. Su padre era lord.
– ¿Y de qué conoces tú al hijo de un lord? -pregunté, cogida de improviso por la misma sorpresa que me sacudió años atrás cuando me enteré de que Coco tenía amigos en la Moraleja.
No eran precisamente amigos, me explicó. Cuando Barry era un chaval, trece o catorce años a lo sumo, se hizo inseparable de su primo, que era unos años más mayor que él y que se ganaba la vida trabajando en una tienda de discos, y pinchando de vez en cuando música en discotecas -entonces no se llamaban clubes- y en fiestas de gente de dinero. Lo segundo estaba mucho mejor pagado que lo primero y pronto el primo se había hecho con una cartera de clientes que iban recomendándose sus servicios los unos a los otros: gente de clase alta, de apellidos compuestos y religión protestante, educados en public schools, que hablaban inglés sin acento, con una dicción neutra digna de un locutor de la BBC, y cuyos padres podían presumir de haber sido invitados alguna vez a Balmoral. A Barty le encantaba acudir a aquellas fiestas. Ayudaba a su primo a cargar los platos y los discos, y no cobraba nada porque se conformaba con disfrutar de la oportunidad de conocer el interior de mansiones que sólo había imaginado hasta entonces gracias a la televisión, y de poder beber cerveza sin límite ni restricciones, sin que nadie indagara por su edad.
Una vez contrataron a su primo para animar una fiesta muy especial, que tendría lugar en la residencia de lord Scott-Foreman, una granja de doscientos acres situada entre Fetercairn y Stoneheaven, a unas veinte millas de Aberdeen. Llegaron hasta allí en la vieja camioneta de su primo y, a pesar de que ya estaban acostumbrados a mansiones increíbles, se quedaron boquiabiertos ante la magnificencia del lugar. Había guardas de seguridad y alarmas, jardines cuidadísimos, establos, piscina, helipuerto… Apenas pudieron entrever el interior de la casa, pero Barry imaginaba que aquello debía parecerse a la mismísima residencia de la reina.
La fiesta tuvo lugar en una especie de pub o discoteca, con barra, camareros, luces y pista, recién acondicionado en uno de los sótanos de la enorme casa, que debía de tener unos dos siglos de antigüedad. La reunión, sin embargo, no estaba muy concurrida. Habría allí unas cuarenta personas, a lo sumo. Niños bien borrachos como cubas y niñas pijas y solemnes, sloane girls despectivas, dueñas de melenas peinadísimas y brillantísimas, de rostros sin la más leve huella de acné y de cuerpos gráciles y esbeltos (lo que hace la buena alimentación y la práctica constante del deporte…), adolescentes de belleza impecable que no se dignaron a cruzar palabra con aquellos dos macarras contratados para animar la fiesta. Sin embargo, el homenajeado, el hijo pequeño de lord Foreman, resultó ser un chico bastante amable, muy puesto en música, que se pasó un rato largo de charla con el primo de Barry, muy interesado, al parecer, en los discos que pinchaba. El primo le habló de la tienda en la que trabajaba, y, para su mayúscula sorpresa, una semana después se presentó allí el joven Ralph, que compró media tienda con la mayor naturalidad, como si gastarse cien libras (de las de entonces) en discos fuese un lujo al alcance de cualquier jovencito de dieciocho años. A partir de entonces solía descolgarse por la tienda de cuando en cuando, dilapidando siempre cantidades astronómicas. El primo de Barry, que sabía bien que él nunca dejaría de ser, a ojos de gentes como los Scott-Foreman, más que escoria católica de Glasgow, se debatía entre el rencor visceral que le inspiraba aquel niñato forrado de pasta y una irreprimible simpatía derivada del hecho de sentirse admirado; porque aquel niño bien, tímido, apocado y educadísimo, parecía beber de sus palabras y escuchaba sus recomendaciones con la misma atención con la que una beata atendería al sermón. Aquel niñato no podía comprar con sus millones el trabajo de Brian ni su erudición, pero sí podía comprar todos sus discos.