Tenía la navaja fuera. Mi brazo me caía al costado, paralelo al cuerpo. Me esforcé por repetir en la memoria las palabras de Coco. Aprietas este botón, así, y la hoja sale disparada. Entonces atacas, sin miedo, con el filo hacia arriba, y sobre todo con seguridad, sin dudar, hundiendo la navaja hasta el fondo. Sin pensarlo. Le clavé la navaja en el costado con todas mis fuerzas. La sangré brotó a borbotones extendiéndose sobre su camisa. La sentí, viscosa y caliente, escurriéndose por mis dedos. Se le escapó un agudo grito de dolor, pero no me soltó. Apuñalé una segunda vez, sin llegar a sacar la navaja del cuerpo. Él se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo, retorciéndose en posición fetal.
Salí corriendo calle abajo, sin mirar atrás, con la navaja en la mano.
Debía de tener siete u ocho años cuando sucedió. Mi madre me había enviado a la tienda de la esquina a comprar cien gramos de jamón de York. A la vuelta me detuve en el parque, que estaba solitario y oscuro. Sabía que no debía hacerlo, pero la tentación de los columpios vacíos fue demasiado fuerte. Un señor muy amable vino a sentarse al columpio de al lado. Me hizo muchas preguntas y me dio caramelos, mientras me acariciaba los muslos, desnudos bajo la falda tableada. Luego me tomó de la mano y me llevo detrás de unos arbustos. Después me obligó a tocarle el sexo. Cuando acabó, salí disparada hacia mi casa, por las calles oscuras, sin mirar atrás. Nunca había vuelto a correr tanto hasta aquella madrugada, cuando avancé sin objetivo durante lo que a mí me parecieron horas. Me detuve al llegar a la calle Quintana, y me senté en un banco. Ya era casi de día, y al mirarme la mano ensangrentada reparé en que aún tenía la navaja en la mano. La luz rebrillaba en el filo blancoazulado, todavía manchado de restos de sangre seca. La tiré a una alcantarilla.
Fui a parar a un bar cuyas paredes estaban empapeladas de calendarios de talleres mecánicos con chicas desnudas, dotadas de unos pechos más que generosos, y en el que un grupo de obreros estaba tomándose el primer café de la mañana. Había uno que hablaba a gritos sobre fútbol, comentando goles y alineaciones que me sonaban a chino. Me miró con ojos ávidos, y a berrido limpio comentó lo buena que yo estaba. Nadie hizo la menor observación, sin embargo, sobre las manchas de sangre de mi camiseta. Pedí un café y la llave del baño, que resultó ser un cuartucho lóbrego que apestaba a orines. Allí incliné la cabeza sobre el inodoro y vomité un líquido marrón, todo el güisqui con Coca-cola que mi estómago almacenaba. Me quedé allí un buen rato, temblando como un animalillo asustado. Cuando conseguí incorporarme, hice gárgaras con el agua del lavabo para quitarme el mal sabor de boca. Acto seguido me quité la camiseta y la enjuagué en el lavabo. El agua que corría era primero roja, luego rosada y por fin transparente; la mancha sobre el tejido se diluyó hasta convertirse en una sombra parda. Luego retorcí y retorcí varias veces la camiseta intentando secarla. Casi no reconocí a la mujer pálida y demacrada que me observaba desde el otro lado del espejo. Con la camiseta todavía mojada me escabullí trotando del bar, para no escuchar las obligadas bromitas sobre los bultos de los pezones a los que se adhería el algodón mojado.
Llamé a casa de Javier desde un teléfono público. Reconocí al instante su voz engolada y pregunté por Mónica.
– Está durmiendo -me contestó con voz huraña.
– Despiértala. Es urgente. -Hubo una larga pausa y por fin, cuando yo estaba a punto de colgar, se puso Mónica. Parecía recién levantada. Su voz, pastosa, había perdido la viveza y la musicalidad que normalmente la caracterizaban.
– ¿Dónde estás? -preguntó.
Le expliqué, a grandes rasgos, lo que había pasado. Me llamó estúpida por haber vuelto a La Metralleta. Parecía enfadada de verdad; el timbre de su voz se había vuelto afilado de repente. Me dijo que pasase a verla, y que hablaríamos.
Cogí un taxi. Ya llevaba dos días sin dormir y las manos me temblaban ligeramente. Capté una mirada suspicaz del conductor que me espiaba desde el espejo retrovisor. Bajé los ojos durante el resto del trayecto, y cuando llegamos no le di propina.
Javier vivía en un apartamento en la Castellana, y en cinco minutos estaba frente a su portal. Desde el taxi reconocí la figura de Mónica, que me estaba esperando en la acera que bordeaba el edificio, fumando un cigarro. Me recibió con un beso.
– Es mejor que no subas -me dijo-. A Javier no le hace mucha gracia que nos veamos, ya sabes. Anda, vamos a tomar un café.
Entramos en una cafetería de esas de barra de acero reluciente y camareros con pajarita. Pedí un zumo de naranja y un café solo para ella. Mónica encendió un segundo cigarrillo y, mientras revolvía el azúcar en la taza durante mucho tiempo más del que hubiera sido necesario, me largó un discurso que supongo llevaba preparado. Había estado hablando largamente con Javier y también había meditado a solas. Lo sucedido con Coco, dijo, le había hecho recapacitar. Tenía la impresión de que había estado apurando la vida demasiado rápido, y que de pronto le había estallado entre las manos. Se sentía vieja a los diecinueve años, y ahora, de repente, experimentaba una nostalgia repentina de otra vida que no había vivido pero que siempre había tenido cerca, al alcance de los dedos. La vida que Javier representaba: mañanas en el club de Golf, tardes de compras en Serrano, meriendas en Embassy y cenas en Lucio… todas esas cosas que había rechazado siempre y a las que, sin embargo, estaba abocada por nacimiento. No tenía sentido, decía, intentar negar el ambiente al que pertenecía. Hablaba con seguridad, casi con vivacidad, y noté que me arrastraba hacia un terreno resbaladizo, un pantano de arenas movedizas en el que yo agitaba los brazos desesperada, luchando por mantenerme a flote. Destrencé, con esfuerzo, sus palabras, y al soltarlas se hizo evidente una contradicción entre lo que decían sus labios y lo que afirmaban sus ojos. En ningún momento el panorama que dibujaba Mónica resultaba creíble. Podía escapar de Malasaña, de los bares oscuros, de los picos y las malas compañías, pero no de sí misma.
– ¿Sabes? -me soltó de repente, como quien comenta algo intrascendente, el encuentro casual con una antigua compañera de colegio o la posibilidad de cambiar de peinado-, Javier me ha pedido que me case con él.
– No digas tonterías. Tú sólo tienes diecinueve años.
– ¿Y qué? No tiene que ser este año. Además, mucha gente se casa a mi edad, y más jóvenes.
– Además, tú no le quieres -protesté, intentando zanjar el tema con un argumento definitivo.
– Un poco sí -respondió ella-; al fin y al cabo hemos estado juntos muchos años. Además, lo del amor es muy relativo.
– Sí, ya veo que lo del amor, para ti, es muy relativo.
No captó, o fingió no captar, la ironía. Parecía haber envejecido cinco años en un día. Dos arrugas encuadraban sus labios cuando hablaba, y advertí que no desaparecieron cuando calló. Pero en seguida retomó la palabra. En cuanto a lo del tal Paco, Mónica había hojeado los periódicos y nada mencionaban sobre el incidente. Casi con seguridad no pasaría nada, él no me denunciaría. No podía ir por ahí diciendo que ya me conocía, porque eso supondría admitir que había comprado ilegalmente una pistola. E incluso si me denunciaba -cosa que no iba a suceder, en cualquier caso- tampoco había que preocuparse demasiado. Yo no tenía antecedentes, era prácticamente menor de edad y había actuado en legítima defensa. Por supuesto, si alguien se iba de la lengua, si salía a la luz todo lo del trapicheo que habíamos organizado con las pistolas, nos meteríamos en un buen lío, pero Mónica confiaba en que eso no sucedería. Lo mejor, opinaba, era que me fuera a casa, que esperase a ver qué pasaba y que no me dejase ver en una temporada. Que me fuese al Escorial, si podía. Paco no sabía dónde vivía, así que era casi imposible que me localizase en una ciudad tan grande como Madrid.