Tenía en el cuello ese huequito que llamábamos el Bósforo. Me zambullía desde su hombro en el Bósforo. Descansaba la vista en él. Me arrodillaba y ella me miraba burlona, como si fuera yo de otro planeta. La de la mirada burlona. Su fresca mano, que sentí de repente en el cuello en un autobús de El Cairo, el amor a toda prisa en un trayecto de taxi cubierto, desde el puente Jedive Ismail hasta el Tipperary Club, o el sol que se filtraba entre sus uñas en el vestíbulo del tercer piso del museo, cuando me cubrió la cara con la mano.
Sólo debíamos procurar que no nos viese una persona.
Pero Geoffrey Clifton era un hombre inmerso en la máquina inglesa. Tenía una genealogía familiar que se remontaba a Canuto. La máquina no necesariamente habría revelado a Clifton, quien sólo llevaba dieciocho meses casado, la infidelidad de su esposa, pero empezó a cercar el fallo, la enfermedad en el sistema. Conocía todos los movimientos que ella y yo hicimos desde nuestro primer contacto cohibido en la porte cochère del hotel Semíramis.
Yo no había hecho caso de los comentarios de ella sobre los parientes de su marido y Geoffrey Clifton era tan inocente como nosotros sobre la gran red inglesa que se cernía sobre nosotros, pero el club de guardaespaldas vigilaba a su esposo y lo mantenía protegido. Sólo Madox, que era un aristócrata y había pertenecido a círculos militares, conocía aquellas discretas circunvoluciones. Sólo Madox me puso en guardia -y con considerable tacto- sobre aquel mundo. Yo llevaba conmigo a Herodoto y Madox -santo en su matrimonio- llevaba Ana Karenina y no cesaba del leer esa historia de amor y engaño. Un día, demasiado tarde para eludir el mecanismo que habíamos puesto en marcha, intentó explicarme el mundo de Clifton mediante el ejemplo del hermano de Ana Karenina. Pásame mi libro. Escucha esto.
La mitad de los habitantes de Moscú y San Petersburgo eran parientes o amigos de Oblonsky. Había nacido entre gentes que eran o habían llegado a ser los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los funcionarios de mayor edad habían sido amigos de su padre y lo habían conocido en mantillas. (…) Por consiguiente, todos los repartidores de los bienes terrenales eran amigos suyos y no podían por menos de tomarse interés por él. (…) Lo único que tuvo que hacer fue no contradecir, no sentir envidia, no discutir ni ofenderse, cosas que su innata bondad nunca le había inspirado.
He llegado a coger cariño al toque de tu uña en la jeringa, Caravaggio. La primera vez que Hana me dio morfina delante de ti, estabas junto a la ventana y, al oír el toque de su uña, diste un respingo con el cuello hacia nosotros. Sé reconocer a un camarada, igual que un amante reconoce siempre el camuflaje de otros amantes.
Las mujeres lo quieren todo de un amante y con demasiada frecuencia yo me hundía bajo la superficie. Así desaparecen los ejércitos bajo la arena. Y no hay que olvidar su miedo a su marido, su fe en su honor, mi antiguo deseo de independencia, mis desapariciones, sus sospechas, mi incredulidad de que me quisiera: la paranoia y la claustrofobia del amor oculto.
«Creo que te has vuelto inhumano», me dijo.
«No soy yo el único que traiciona.»
«No creo que te importe… que haya ocurrido esto entre nosotros. Te escabulles de todo con tu miedo y aversión a la posesividad, a que te posean, a que te nombren. Crees que se trata de una virtud. Me pareces inhumano. Si te dejo, ¿a quién recurrirás? ¿Encontrarás otra amante?»
No respondí.
«Niégalo, desgraciado.»
Siempre había querido palabras, le encantaban, se había criado con ellas. Las palabras le daban claridad, le aportaban razón y forma. En cambio, yo pensaba que las palabras deformaban los sentimientos, como ocurre con los bastones, al introducirlos en el agua.
Volvió con su marido.
A partir de este momento -susurró-, o encontramos nuestras almas o las perderemos.
Si los mares se alejan, ¿por qué no habrían de hacerlo los amantes? Los puertos de Éfeso, los ríos de Heráclito desaparecen y son substituidos por estuarios de aluvión. La esposa de Candaulo pasa a ser la esposa de Giges. Arden las bibliotecas.
¿Qué había sido nuestra relación? ¿Una traición a quienes nos rodeaban o el deseo de otra vida?
Volvió a su casa, junto a su marido, y yo me retiré a las tabernas.
Miraré a la luna,
pero te veré a ti.
Esa idea del viejo Herodoto. No cesaba de tararear y cantar aquella canción y de tanto machacar sus versos acababa acoplándolos a su propia vida. La gente se recupera de las pérdidas secretas de diversas formas. Alguien de su círculo me vio sentado con un comerciante de especias, el que en cierta ocasión le había regalado un dedal de peltre que contenía azafrán: como tantos millares de otras cosas.
Y si Bagnold -que me había visto sentado junto al comerciante de azafrán- lo sacó a relucir durante la cena en la mesa a la que estaba sentada ella, ¿qué sentí yo al respecto? ¿Me consolaría que ella recordara al hombre que le había dado un regalito, un dedal de peltre que llevó colgado al cuello de una cadenita obscura durante los dos días en que su marido estuvo ausente de ciudad? El azafrán que contenía le dejaba una mano dorada en el pecho.
¿Cómo se tomaría ella aquella historia relativa a mí -paria para el grupo después de tal o cual escena en que me había desacreditado- y ante la cual Bagnold había reído, su esposo, que era buena persona, se había sentido preocupado por mí y Madox se había levantado y se había acercado a una ventana para ponerse a mirar hacia el sector meridional de la ciudad? Tal vez la conversación pasara a versar sobre otras cosas que hubiesen visto. Al fin y al cabo, eran cartógrafos. Pero, ¿bajaría ella al pozo que habíamos cavado juntos y permanecería en él, del mismo modo que yo expresaba mi deseo con la mano extendida hacia ella?
Ahora cada uno de nosotros tenía su propia vida, protegida por el más secreto de los tratados con el otro.
«¿Qué haces?», me preguntó, al tropezarse conmigo por la calle. «¿Es que no ves que nos estás volviendo locos a todos?»
Yo había dicho a Madox que estaba cortejando a una viuda. Pero ella aún no estaba viuda. Cuando Madox volvió a Inglaterra, ella y yo ya no éramos amantes. «Saluda de mi parte a tu viuda de El Cairo», murmuró Madox. «Me habría gustado conocerla.» ¿Estaría enterado? Siempre me sentí más desleal ante él -aquel amigo con el que llevaba diez años trabajando, el hombre por el que más afecto sentía- que ante nadie. Estábamos en 1939 y todos íbamos a abandonar aquel país, en cualquier caso, para participar en la guerra.
Madox regresó a la aldea de Marston Magna, en Somerset, donde había nacido, y un mes después estaba sentado en la congregación de una iglesia escuchando el sermón dedicado a la guerra, cuando sacó el revólver que había llevado en el desierto y se pegó un tiro.
Yo, Herodoto de Halicarnaso, he expuesto mi historia para que el tiempo no desdibuje las creaciones de los hombres ni las grandiosas y prodigiosas hazañas de los griegos y los bárbaros (…) junto con las razones por las que se enfrentaron.
El desierto siempre había inspirado sentimientos poéticos a los hombres. Y Madox había expuesto -en la Sociedad Geográfica- hermosas relaciones de nuestras caminatas y jornadas. Bermann reducía la teoría a pavesas. ¿Y yo? Yo era el técnico, el mecánico. Los otros ponían por escrito su amor de la soledad y meditaban sobre lo que allí encontraban. Nunca estuvieron seguros de lo que yo pensaba de todo aquello. «¿Te gusta esa luna?», me preguntó Madox, cuando hacía diez años que me conocía. Lo hizo indeciso, como si hubiera violado mi intimidad. Para ellos, yo era demasiado astuto para ser un amante del desierto: más parecido a Odiseo. Y, sin embargo, lo amaba. Para mí, el desierto, es como para otros hombres un río o la ciudad de su infancia.