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Ésa fue la primera lección del paciente inglés sobre la lectura. No volvió a interrumpirla. Si se quedaba dormido, Hana proseguía, sin levantar la vista ni un momento, hasta que ella misma se sentía cansada. Si el inglés se había perdido la trama de la última media hora, simplemente iba a quedar a obscuras una habitación en una historia que probablemente ya conociera. Se sabía el mapa de la historia. Al Este quedaba Benarés y al norte del Punjab Chilianwallah. (Todo aquello ocurría antes de que el zapador entrara, como procedente de ese relato, en sus vidas. Como si hubieran frotado las páginas de Kipling por la noche, al modo de una lámpara maravillosa: un remedio prodigioso.)

Había pasado del final de Kim, con sus exquisitas y sagradas frases -ahora leídas con dicción clara-, al cuaderno de notas del paciente, el libro que, a saber cómo, había logrado salvar del fuego. Así abierto, el libro tenía casi el doble de su grosor original.

Había una fina página arrancada de una Biblia y pegada en el texto.

El rey David era ya viejo y entrado en años y, por más que lo cubrían con ropas, no lograba entrar en calor.

Entonces sus servidores dijeron: «Hay que buscar para el Rey, nuestro señor, una joven virgen que lo cuide y duerma en sus brazos para que el Rey, nuestro señor, entre en calor.»

Conque buscaron por toda la tierra de Israel una muchacha hermosa, hallaron a la sunamita Abisag y la llevaron ante el Rey. Y la muchacha cuidó al Rey y le sirvió, pero el Rey no la conoció.

La tribu -, que había salvado al piloto quemado, lo llevó a la base británica de Siwa en 1944. Lo trasladaron del Desierto Occidental a Túnez en el tren ambulancia de medianoche y después por barco a Italia. En aquel momento de la guerra, había centenares de soldados que habían perdido la conciencia de su identidad, sin que se tratara de un engaño. Los que afirmaban no estar seguros de su nacionalidad fueron agrupados en un campamento en Tirrenia, donde se encontraba el hospital del mar. El piloto quemado era un enigma más: sin identificación e irreconocible. En el cercano campamento para criminales, se encontraba -encerrado en una jaula- el poeta americano Ezra Pound, quien ocultaba en su cuerpo y en sus bolsillos -y la cambiaba de sitio todos los días para, según creía, mayor seguridad- la vaina de eucalipto que había recogido, cuando lo detuvieron, en el jardín de quien lo traicionó. «El eucalipto es bueno para la memoria.»

«Deberían intentar confundirme», dijo el piloto quemado a sus interrogadores, «hacerme hablar alemán, lengua que, por cierto, domino, preguntarme por Don Bradman, preguntarme por Marmite, la gran Gertrude Jekyll». Sabía dónde se hallaban todos y cada uno de los cuadros de Giotto en Europa y la mayoría de los lugares en que podían encontrarse trampantojos convincentes.

Habían instalado el hospital del mar en las cabinas de baño que los turistas alquilaban en la playa a finales de siglo. Cuando apretaba el calor, colocaban una vez más las antiguas sombrillas con anuncios de Campari en los huecos de las mesas y los vendados, los heridos y los comatosos se sentaban bajo ellas a tomar la brisa marina, mientras hacían lentamente algún comentario, se quedaban con la mirada perdida o hablaban por los codos. El hombre quemado se fijó en la joven enfermera, separada de las demás. Conocía aquellas miradas mortecinas, sabía que era más paciente que enfermera. Cuando necesitaba algo, sólo hablaba a ella.

Volvieron a interrogarlo. Todo en él era muy inglés, excepto su piel negra como el alquitrán, una momia histórica entre los oficiales que lo interrogaban.

Le preguntaron en qué parte de Italia se encontraban los Aliados y dijo que habrían tomado -suponía- Florencia, pero no habrían podido superar los pueblos encaramados en las colinas, al norte de sus posiciones: la línea gótica. «Su división está bloqueada en Florencia y no puede superar bases como Presto y Fiésole, por ejemplo, porque los alemanes se han atrincherado en villas y conventos excelentemente defendidos. Es algo que viene de lejos: los cruzados cometieron el mismo error contra los sarracenos. Y, como ellos, ustedes necesitan ahora las ciudades fortificadas. Nunca han quedado abandonadas, excepto cuando ha habido epidemias de cólera.»

Había seguido así, volviéndolos locos con sus divagaciones, y nunca podían estar seguros de si se trataba de un traidor o un aliado.

Ahora, meses después, en la Villa San Girolamo, en el pueblo encaramado en una colina al norte de Florencia, en el cuarto decorado como un cenador que le servía de alcoba, descansaba como la escultura del caballero muerto en Rávena. Hablaba fragmentariamente de pueblos situados en oasis, de los últimos Mediéis, del estilo de Kipling, de una mujer que lo había mordido. Y en su libro de citas, su edición de la Historia de Herodoto de 1890, había otros fragmentos: mapas, entradas de diario, escritos en numerosas lenguas, párrafos recortados de otros libros. Lo único que faltaba era su nombre. Seguía sin haber una clave para averiguar quién podía ser en realidad: sin nombre ni grado, batallón ni escuadrón. Todas las referencias que figuraban en su libro databan de antes de la guerra, los desiertos de Egipto y Libia en el decenio de 1930, entremezcladas con referencias al arte rupestre o al arte de los museos o notas de diario de su diminuta caligrafía. «Ninguna de las Madonnas florentinas», dijo el paciente inglés a Hana, cuando ésta se inclinó sobre él, «es morena».

Se había quedado dormido con el libro en las manos. Ella lo recogió y lo dejó en la mesilla de noche. Lo dejó abierto y se quedó ahí, de pie, leyéndolo. Se prometió no pasar la página.

Mayo de 1936.

Te voy a leer un poema, dijo la esposa de Clifton, con su voz de persona muy cumplida, que es lo que siempre parece, a no ser que seas un íntimo. Estábamos todos en el campamento meridional, junto al fuego.

Caminaba por un desierto.

Y grité:

«¡Ay, Dios, sácame de aquí!»

Una voz dijo: «No es un desierto.»

Yo grité: «Ya, pero…

La arena, el calor, el horizonte vacío.»

Una voz dijo: «No es un desierto.»

Nadie dijo nada.

Ella dijo: «Es de Stephen Crane, quien nunca visitó el desierto.»

«Sí que lo visitó», dijo Madox.

Julio de 1936.

En la guerra hay traiciones que, comparadas con nuestras traiciones humanas en época de paz, resultan infantiles. El nuevo amor irrumpe en los hábitos del otro. Todo queda destruido y se ve desde una nueva perspectiva. Para ello se recurre a frases nerviosas o tiernas, aunque el corazón es un órgano de fuego.

Una historia de amor no versa sobre aquellos cuyos corazones se extravían, sino sobre quienes tropiezan con ese hosco personaje interior y comprenden que el cuerpo no puede engañar a nadie ni nada: ni la sabiduría del sueño ni el hábito de la cortesía. Es un consumirse de uno mismo y del pasado.

La habitación verde estaba casi sumida en la obscuridad. Hana se volvió y advirtió que tenía el cuello entumecido por la inmovilidad. Había estado concentrada y absorta en la enrevesada caligrafía del grueso volumen de mapas y textos. Había incluso un pequeño helécho pegado. Los nueve libros de la Historia. No cerró el libro, no lo había tocado después de dejarlo sobre la mesilla. Se alejó de él.

Cuando encontró la gran mina, Kip estaba en un campo al norte de la villa. Al cruzar el huerto, se torció el pie con el que estuvo a punto de pisar el cable verde, perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Levantó el cable hasta tensarlo y después lo recorrió, zigzagueando entre los árboles.

Al llegar al punto del que partía el cable, se sentó con la bolsa de lona en las rodillas. Aquella mina le impresionó. La habían cubierto con hormigón. Habían derramado cemento líquido sobre el explosivo para camuflar su mecanismo y su potencia. A unos cuatro metros de distancia, había un árbol desnudo y otro a unos diez metros. La bola de hormigón estaba cubierta por la hierba crecida durante dos meses.

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