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«Déjame en paz.»

Cuando estaba sola, se sentaba y notaba un cosquilleo en el tobillo, humedecido por las altas hierbas del huerto. Peló una ciruela que había encontrado y se había guardado en el bolsillo de su vestido de algodón obscuro. Cuando estaba sola, intentaba imaginar quién podría llegar por la antigua carretera bajo la verde cúpula de los dieciocho cipreses.

Cuando el inglés se despertó, ella se inclinó sobre su cuerpo y le colocó un tercio de la ciruela en la boca. Él la sujetó con la boca abierta, como si fuera agua, sin mover la mandíbula. Parecía que iba a echarse a llorar de placer. Ella sintió cómo tragaba la ciruela.

Él alzó la mano y se enjugó la última gota del labio, hasta la que no llegaba su lengua, y se llevó el dedo a la boca para chuparlo. Te voy a contar una historia sobre ciruelas, dijo. Cuando yo era niño…

Después de las primeras noches, después de haber quemado la mayoría de las camas para protegerse del frío, Hana había cogido la hamaca de un muerto y había empezado a usarla. Clavaba escarpias en cualquier pared que le apeteciera, en la habitación en que deseara despertar, flotando por encima de toda la suciedad: la cordita y el agua de los suelos, las ratas que habían empezado a bajar del tercer piso. Todas las noches trepaba a la fantasmal línea caqui de la hamaca que había pertenecido a un soldado muerto, uno de los que ella había atendido.

Un par de zapatillas de tenis y una hamaca eran su único botín en aquella guerra. Se despertaba bajo la transparencia de la luz de la luna en el techo, envuelta en la vieja camisa que siempre se ponía para dormir, tras dejar su vestido colgado de un clavo junto a la puerta. Ahora hacía más calor y podía dormir así. Antes, cuando arreciaba el frío, habían tenido que quemar algunas cosas.

Su hamaca, sus zapatillas y su vestido. Se sentía segura en el mundo en miniatura que se había construido: los otros dos hombres parecían planetas distantes, cada cual en su esfera de recuerdos y soledad. Caravaggio, que había sido amigo gregario de su padre en el Canadá, podía en aquellos días, sin mover un dedo, causar estragos en la cohorte de mujeres a las que parecía haberse entregado. Ahora yacía en su obscuridad. Se había hecho ladrón a fin de no trabajar para los hombres, de los que no se fiaba; aunque hablaba con ellos, prefería hacerlo con las mujeres y, tan pronto como cambiaba unas palabras con una mujer, quedaba prendido en las redes de una relación. Cuando, al amanecer, Hana volvía a casa a hurtadillas, se lo encontraba dormido en el sillón de su padre, agotado con los robos profesionales o personales.

Pensaba en Caravaggio: había personas a las que no se podía por menos de abrazar, de un modo o de otro, por menos de morder en el músculo, para conservar la salud mental en su compañía. Había que agarrarlas del cabello y mantenerse aferrado a él como un náufrago, para que te llevaran consigo. De lo contrario, podrían venir caminando por la calle hacia ti y, estando casi a punto de saludar con la mano, saltarse una tapia y desaparecer durante meses. Para ella, él había sido el tío que no cesaba de desaparecer.

Caravaggio te perturbaba con el simple gesto de envolverte en sus brazos, en sus alas. Te abrazaba una personalidad. Pero ahora yacía en la obscuridad, como ella, en algún punto recóndito de la gran casa. Conque allí estaba Caravaggio y también el inglés del desierto.

Durante toda la guerra, con todos sus pacientes más graves, Hana había sobrevivido manteniendo una frialdad oculta bajo su papel de enfermera. Sobreviviré a esto. No me desmoronaré ante esto. Durante toda la guerra, por todas las ciudades hacia las que se habían acercado lentísimamente y habían dejado atrás -Urbino, Anghiari, Monterchi-, hasta que entraron en Florencia y continuaron adelante y, por último, alcanzaron la otra orilla del mar, cerca de Pisa, no dejó de repetirse esas palabras para sus adentros.

En el hospital de Pisa había visto por primera vez al paciente inglés: un hombre sin rostro, una poza de ébano. Toda posible identificación había quedado consumida por las llamas. Habían rociado algunas partes de su cuerpo y su rostro quemados con ácido tánico, que, al endurecerse, formaba un caparazón protector sobre su piel en carne viva. La zona alrededor de los ojos estaba cubierta por una capa de violeta de genciana. No le quedaba nada reconocible.

A veces se arrebujaba debajo de varias mantas y disfrutaba más con su peso que con el calor que le daban. Y, cuando la luz de la luna se deslizaba por el techo y la despertaba, se quedaba en la hamaca y dejaba errar sus pensamientos. El reposo en vela le resultaba el estado más placentero. Si hubiera sido escritora, habría cogido sus lápices y libretas y su gato preferido y habría escrito en la cama. Los extraños y los amantes nunca traspasarían la puerta cerrada.

Descansar era aceptar todos los aspectos del mundo sin juzgarlos. Bañarse en el mar, follar con un soldado que nunca sabía tu nombre. Ternura para con lo desconocido y anónimo, es decir, ternura para consigo misma.

Sus piernas se movían bajo el peso de las mantas militares. Nadaba en la lana, como el paciente inglés se movía en su placenta de tela.

Lo que echaba de menos allí era el atardecer lento, el sonido de los árboles familiares. Durante su adolescencia en Toronto, había aprendido a descifrar las noches estivales. Tumbándose en una cama, saliendo a sentarse en la escalera para incendios con un gato en los brazos se sentía en su elemento.

Durante su infancia, Caravaggio había sido su escuela. Le había enseñado a dar el salto mortal. Ahora, con las manos siempre en los bolsillos, se limitaba a gesticular con los hombros. A saber en qué país le habría obligado la guerra a vivir. Ella había recibido su capacitación en el hospital universitario femenino y después la habían enviado a Europa durante la invasión de Sicilia. Había sido en 1943. Mientras la primera división de infantería canadiense iba abriéndose camino hacia el norte de Italia, los cuerpos destrozados hacían el recorrido inverso hacia los hospitales de campaña, como el barro que los constructores de túneles se van pasando hacia atrás en la obscuridad. Cuando las tropas de primera línea retrocedieron después de la batalla de Arezzo, se encontró rodeada noche y día de soldados heridos. Después de tres días enteros sin descansar, se tumbó por fin en el suelo, junto a un colchón en el que yacía un cadáver, cerró los ojos para no ver lo que la rodeaba y durmió doce horas seguidas.

Cuando se despertó, cogió unas tijeras del cuenco de porcelana, se inclinó hacia adelante y empezó a cortarse el pelo, sin preocuparse de la forma ni la longitud, sin poder olvidar su presencia en los días anteriores, cuando se había inclinado hacia adelante y su pelo había tocado la sangre de una herida. No quería tener nada que la vinculara, la atase, a la muerte. Tiró del pelo para cerciorarse de que no le quedaban mechas largas y se volvió para afrontar de nuevo las salas llenas de heridos.

No volvió a mirarse en ningún espejo. A medida que arreciaba la guerra, se iba enterando de la muerte de personas a las que había conocido. Temía el día en que, al limpiar de sangre la cara de un paciente, reconociera a su padre o a alguien que le hubiese servido la comida en la barra de un establecimiento de Danforth Avenue. Se fue volviendo dura consigo misma y con los pacientes. Se había perdido lo único que podía salvarlos a todos: la razón. El nivel del termómetro de sangre subía país arriba. ¿Dónde estaba Toronto y qué representaba a aquellas alturas para ella? Se encontraba inmersa en una ópera engañosa. La gente se iba mostrando cada vez más dura con sus semejantes: soldados, médicos, enfermeras, civiles. Hana se acercaba cada vez más a los heridos a los que cuidaba y les hablaba en susurros.

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