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– Tal vez será mejor que me dé tres -dijo, al tiempo que le sonreía-. Tengo intención de fumar como una chimenea.

El zumbido siguió taladrándome la cabeza hasta la reunión de esa tarde. Había estado escuchando sin prestar demasiada atención cómo se esforzaban en convencer a Sefelt para que se enfrentase con la realidad de sus problemas e intentase adaptarse («¡Es el Dilantin!» gritó él por fin. «Pero, señor Sefelt, si quiere que le ayudemos, debe ser sincero», dijo ella. «Pero, tiene que ser culpa del Dilantin; ¿no me reblandece las encías'?» Ella sonrió: «Jim, tienes cuarenta y cinco años…») cuando mis ojos se detuvieron casualmente sobre McMurphy sentado en su rincón. No estaba jugueteando con una baraja ni dormitaba tras una revista como había venido haciendo en las reuniones durante las dos últimas semanas. Y no estaba cabizbajo. Estaba sentado muy tieso en su silla, con una expresión temeraria y excitada en el rostro mientras su mirada iba de Sefelt a la Gran Enfermera y viceversa. El zumbido se me hizo más agudo al verle. Sus ojos parecían finas franjas azules bajo sus blancas cejas y se movían de un lado a otro, como solía hacer cuando vigilaba las cartas que iban saliendo en una partida de póquer. No me cupo la menor duda de que, en cualquier momento, cometería una locura capaz de hacerle ir a parar sin remedio a la galería de Perturbados. No era la primera vez que veía esa mirada en un tipo poco antes de que se arrojase sobre uno de los negros. Me agarré al brazo de mi silla y esperé, asustado de lo que podía pasar y también de pronto comencé a comprender, un poco temeroso, que tal vez no pasase nada.

Él permaneció inmóvil y siguió observándoles hasta que hubieron terminado con Sefelt; luego, dio media vuelta en su silla y se quedó contemplando a Fredrickson que protestaba por la manera cómo habían acorralado a su amigo, o vociferaba unos minutos quejándose de que les retuvieran los cigarrillos en la Casilla de las Enfermeras. Fredrickson acabó quedándose sin palabras, se ruborizó, se disculpó como de costumbre y volvió a sentarse. McMurphy aún no había insinuado el menor gesto. Aflojó la mano sobre el brazo de la silla y pensé que tal vez me había equivocado.

No faltaban más de un par de minutos para finalizar la reunión. La Gran Enfermera dobló sus papeles y los guardó en el cesto que tenía en el regazo, los dejó en el suelo y luego posó sus ojos un minuto sobre McMurphy, como si quisiera asegurarse de que estaba despierto y había escuchado lo que se decía. Cruzó las manos sobre la falda, se miró los dedos y suspiró profundamente al tiempo que movía la cabeza.

– Amigos, he estado meditando mucho sobre lo que voy a decirles. Lo he comentado con el doctor y con el resto del personal y, aunque todos lo lamentamos mucho, hemos llegado a la misma conclusión: debemos encontrar alguna forma de castigar la intolerable actitud adoptada con respecto a las tareas de limpieza, hace tres semanas.

Levantó una mano y miró a su alrededor.

– Hemos esperado todos estos días para plantearlo, pues confiábamos en que ustedes mismos tomarían la iniciativa y se disculparían por su rebelde actitud. Pero ninguno ha dado la menor señal de remordimiento.

Volvió a levantar la mano para frenar cualquier posible interrupción, con el mismo gesto que una adivina echa las cartas en una casilla de feria.

– Por favor, no me interpreten mal: todas las normas y restricciones que les imponemos han sido profundamente meditadas teniendo en cuenta su valor terapéutico. Muchos de ustedes están aquí porque son incapaces de adaptarse a las normas sociales del Mundo Exterior, porque no han conseguido aceptarlas, porque han intentado esquivarlas y escapar de ellas. Es posible que en un tiempo -tal vez cuando eran niños- consiguieron infringir impunemente las normas de la sociedad. Sabían que estaban quebrantando una norma. Ansiaban que se lo reprochasen, lo necesitaban, pero el castigo no llegó. Es posible que esa imprudente tolerancia de sus padres sea el germen que provocó su presente enfermedad. Les digo todo esto con la esperanza de que comprendan que si imponemos orden y disciplina es absolutamente por su propio bien.

Paseó la mirada por toda la habitación. Su rostro estaba fraguado en una expresión contrita por la tarea que debía cumplir. Se había hecho un gran silencio, a excepción del penetrante y febril zumbido en mi cabeza.

– Resulta difícil hacer respetar la disciplina en un ambiente como éste. Deben comprenderlo. ¿Qué podemos hacerles? No podemos arrestarles. No podemos castigarlos a pan y agua. Deben comprender el problema con el que se enfrenta el personal; ¿qué podemos hacer?

Ruckly hizo una sugerencia, pero ella no le prestó la menor atención. El rostro comenzó a agitarse con un tintineo hasta que las facciones adoptaron una nueva expresión. Al fin ella misma respondió a su pregunta.

– Debemos retirar algún privilegio. Y después de estudiar detenidamente las circunstancias de esta rebelión, hemos decidido que quizá sería justo quitarles el privilegio de la sala de baños que han venido utilizando para jugar a las cartas durante el día. ¿Creen que es injusto?

Su cabeza permaneció inmóvil. No levantó los ojos. Pero todos los demás lo observaron, uno a uno, allí sentado en su rincón. Hasta los viejos Crónicos, intrigados por el hecho de que todos se hubiesen vuelto en la misma dirección, estiraron sus huesudos cuellos de pájaro y miraron a McMurphy: todos los rostros estaban pendientes de él, llenos de una franca, temerosa esperanza.

Esa única nota aguda que resonaba en mi cabeza me recordaba el sonido de los neumáticos al patinar sobre el asfalto.

Seguía sentado muy erguido en su silla, mientras se rascaba lánguidamente la cicatriz que le surca la nariz. Sonrió a todos los que le miraban, asió la gorra por la visera y saludó gentilmente, luego volvió a mirar a la enfermera.

– Bien, si no hay objeciones a esta discusión, creo que ya casi es hora…

Hizo otra pausa y también le miró. Él se encogió de hombros y se palmeó las rodillas con ambas manos mientras emitía un sonoro suspiro, luego se levantó lentamente de la silla. Se desperezó, bostezó, volvió a rascarse la nariz y comenzó a cruzar la sala de estar en dirección al lugar donde ella estaba sentada, junto a la Casilla de las Enfermeras, sujetándose los pantalones con los pulgares mientras avanzaba. Comprendí que era demasiado tarde para impedirle hacer cualquier locura que pudiera habérsele ocurrido y me limité a observarle, al igual que todos los demás. Avanzaba a grandes pasos, demasiado largos, y se había metido otra vez los pulgares en los bolsillos. El hierro de los tacones de sus botas hacía saltar chispas de las baldosas. Volvía a ser el leñador, el jugador fanfarrón, el gran irlandés pelirrojo y peleón, el vaquero salido de la pantalla de la TV que avanzaba por el centro de la calle, dispuesto a hacer frente a cualquier provocación.

Los ojos de la Gran Enfermera se desorbitaron al ver que se le acercaba. No había previsto que hiciera nada. Ésa debía ser su victoria definitiva sobre él, debía dejar sentado su dominio de una vez para siempre. ¡Pero ahora él se acercaba y era grande como una casa!

La enfermera empezó a mover la boca y a buscar a sus negros con la mirada, con un miedo de muerte, pero él se detuvo antes de llegar a su lado. Se detuvo frente a su ventana y dijo en el tono más bajo y profundo de que era capaz, que suponía que le permitiría coger uno de los cigarrillos que había comprado esa mañana y luego atravesó el cristal con la mano.

El cristal saltó en pedazos como si fuera agua y la enfermera se llevó las manos a las orejas. El cogió uno de los cartones de cigarrillos que tenía escrito su nombre y sacó una cajetilla, luego volvió a dejarlo donde estaba y se volvió hacia la enfermera, sentada allí como una estatua de yeso, y se puso a sacudir muy suavemente los trocitos de cristal que habían caído sobre su cofia y sus hombros.

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