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Pero esta mañana tengo que quedarme sentado y sólo les oigo entrarlo. Pero, aunque no puedo verlo, sé que no es un Ingreso corriente. No le oigo escurrirse asustado junto a las paredes y cuando le hablan de la ducha no lo acepta sumiso con un tímido «sí»; les contesta claramente, con una sonora voz metálica, que ya está perfectamente limpio, gracias.

– Esta mañana me dieron una ducha en los tribunales y ayer me ducharon en la cárcel. Y juro que, lo que es por ellos, me hubieran limpiado las orejas en el taxi que me traía aquí si hubieran tenido con qué hacerlo. Anda chico, parece que cada vez que me mandan a algún sitio tienen que fregotearme antes, después y durante el traslado. He llegado a un punto en que apenas oigo el ruido del agua ya me pongo a empaquetar mis cosas… Y apártate de mí con ese termómetro, Sam, y déjame contemplar primero mi nuevo hogar; es la primera vez que estoy en un Instituto de Psicología.

Los pacientes se miran desconcertados, luego vuelven a observar la puerta, por donde sigue llegando su voz. Grita más fuerte de lo que sería necesario si los negros no anduvieran más o menos cerca de él. Parece que estuviera por encima de ellos, que les hablara de arriba abajo, como si flotara en el aire a treinta metros, apabullando desde allí arriba a los que están en el suelo. Parece todo un hombre. Le oigo avanzar por el pasillo y por sus pisadas parece todo un hombre, y desde luego no se arrastra; lleva chapas de hierro en los tacones y los hace rechinar sobre el piso como si fueran herraduras. Aparece en la puerta, se detiene, se mete los pulgares en los bolsillos, y, con las botas muy separadas, se queda allí, de pie, con todas las miradas fijas en él.

– Hola, amigos.

Sobre su cabeza pende de un hilo un murciélago de papel, de esos que se cuelgan la víspera de Todos los Santos; alarga el brazo y le da un golpecito que lo hace girar.

– Bonito día.

Habla como solía hacerlo Papá, con voz fuerte y llena de encono, pero no tiene el mismo aspecto que Papá; Papá era de pura raza india -un jefe- y duro y reluciente como la caja de un fusil. Este tipo es pelirrojo con largas patillas rojas y una masa de rizos que asoman bajo su gorra, debería haberse cortado el pelo hace tiempo, y es tan ancho como alto era Papá, tiene una ancha mandíbula y también son anchos sus hombros y su pecho, luce una ancha y blanca sonrisa diabólica, y su dureza no es como la de Papá, resulta duro en el mismo sentido en que es dura una pelota de béisbol bajo el cuero rasposo. Una cicatriz le cruza la nariz y una mejilla, alguien debió darle un buen puñetazo en una riña, y todavía lleva los puntos en la herida. Sigue ahí de pie, esperando, y cuando nadie da señales de querer decirle nada se pone a reír. Nadie sabría decir exactamente por qué se ríe; no ha ocurrido nada divertido. Pero no se ríe de la misma manera que el de Relaciones Públicas, su risa es espontánea y sonora y brota de su ancha boca abierta y se va extendiendo en anillos cada vez más amplios hasta estrellarse contra todas las paredes de la galería. No es como la risa de ese gordo de Relaciones Públicas. Es una risa genuina. De pronto me doy cuenta de que es la primera risa que oigo en muchos años.

Sigue ahí, de pie, nos mira, se balancea sobre sus botas y ríe y ríe. Entrelaza los dedos sobre el vientre, sin sacar los pulgares de los bolsillos. Y puedo ver cuan grandes y rugosas son sus manos. Todos los de la galería, pacientes, personal y demás, todos, se han quedado anonadados con su presencia y su risa. Nadie hace un gesto para interrumpirle, nadie dice nada. Sigue riendo hasta que no puede más y entra en la sala de estar. Incluso cuando no se ríe, la risa sigue flotando a su alrededor, como flota el sonido de una gran campana que acaba de tañer en aquel momento; la risa está en sus ojos, en su forma de sonreír y de fanfarronear, en su modo de hablar.

– Me llamo McMurphy, amigos, R. P. McMurphy, y me vuelvo loco por el juego.

Parpadea y canturrea una cancioncilla:

– … y dondequiera que encuentro una baraja apuesto mi dinero -y vuelve a reír.

Se acerca a una de las mesas donde juegan, mira las cartas de un Agudo, las repasa con su grueso dedo y hace una mueca al ver la mano y sacude la cabeza.

– Sí señor, a eso he venido a esta casa, a animar un poco las cosas en las mesas de juego. En el Centro de Trabajo de Pendleton ya no quedaba nadie que pudiera alegrarme un poco la vida, conque fui y pedí un traslado, eso es. Necesitaba sangre nueva. ¡Eh!, mirad a éste, mirad cómo enseña sus cartas a los cuatro vientos; ¡caramba!, voy a esquilaros como a ovejas.

Cheswick esconde sus cartas. El pelirrojo le tiende la mano.

– Hola, amigo; ¿a qué jugáis? ¿Pinacle? Dios mío, no me extraña que no te preocupes de enseñar las cartas. ¿No tenéis ni una buena baraja por ahí? Bueno, ahí va, me he traído mi propia baraja, por si acaso, es un poco distinta; y qué te parecen las figuras, ¿eh? Todas son distintas. Cincuenta y dos posiciones.

Cheswick ya tiene los ojos desorbitados y lo que ve en esas cartas no mejora las cosas.

– Tranquilo, no las estropees; tenemos mucho tiempo, muchas partidas, por delante. Me gusta usar esta baraja porque los otros jugadores tardan al menos una semana en empezar a descubrir los palos…

Lleva pantalones y camisa camperos, tan desteñidos por el sol que han quedado del color de la leche aguada. Tiene la cara y el cuello y los brazos curtidos de tanto trabajar en los campos. Se cubre el pelo con una gorra de motorista que antaño fuera negra y lleva una chaqueta de cuero colgada del brazo, y usa unas botas grises y polvorientas y tan pesadas que podrían partir a un hombre en dos. Se aparta de Cheswick, se quita la gorra y comienza a sacudirse una nube de polvo de los muslos. Uno de los negros va dando vueltas a su alrededor con el termómetro, pero es demasiado rápido para ellos; se desliza entre los Agudos y, antes de que el joven negro pueda colocarse en buena posición, comienza a dar la vuelta y a estrecharles la mano. Su modo de hablar, sus guiños, su fuerte vozarrón, su fanfarronería, todo me hace pensar en un vendedor de coches usados o en un tratante de ganado, o en uno de los charlatanes que pueden verse junto a los escenarios de segunda, de pie bajo las pancartas bamboleantes, con una camisa a rayas y botones amarillos, que atrae a las multitudes como si fuera un imán.

– Verán, la verdad es que me metí en un par de líos en el centro de trabajo y el tribunal decidió que soy un psicópata. ¿Y cómo voy a discutir con un tribunal? Desde luego, pueden apostar lo que quieran a que no lo haré. Con tal de que me saquen de los puñeteros campos de guisantes estoy dispuesto a ser cualquier cosa que se les meta en la cabecita, psicópata, perro furioso u hombre lobo, porque, francamente, no tengo ningún interés en volver a ver un azadón hasta que me muera. Ahora van y me dicen que un psicópata es un tipo que pelea demasiado y jode demasiado, pero no lo veo muy claro, ¿qué opinan ustedes? Quiero decir que ¿cuándo es «demasiado»? Hola, amigo, ¿cómo te llamas? Yo me llamo McMurphy y ahora mismo te apuesto dos dólares a que no eres capaz de decirme cuántas señales hay en esa mano de pinacle, no mires. Dos dólares, ¿hace? ¡Maldita sea, Sam! ¿No puedes esperar dos minutos para meterme ese maldito termómetro?

El nuevo se detuvo a mirar a su alrededor un minuto, para captar el ambiente de la sala de estar.

A un lado de la sala están los pacientes más jóvenes, llamados Agudos porque los médicos suponen que aún están lo suficientemente enfermos como para poder hacer algo con ellos; practican pulsos y juegos de manos en los que se trata de sumar y restar y contar tantas cartas y se adivina la carta escogida. Billy Bibbit intenta aprender a liar cigarrillos perfectos y Martini va dando vueltas y descubre cosas debajo de las sillas y de las mesas. Los Agudos se mueven mucho. Se cuentan chistes y hacen muecas tapándose la boca (nadie se atreve a actuar espontáneamente y soltar una carcajada, de inmediato aparecería todo el personal con libritos de notas y un montón de preguntas) y escriben cartas con lápices amarillos, gastados y mordidos.

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