Escondido en el armario de las escobas, escucho, mi corazón golpea en la oscuridad e intento no asustarme, intento pensar en otra cosa -pensar en otros tiempos y recordar cosas del pueblo y del gran río Columbia, pensar que una vez Papá y yo fuimos a cazar pájaros a un bosque de cedros junto a Los Rápidos… Pero, como siempre que intento llevar mis pensamientos al pasado y ocultarme allí, el miedo siempre a mano se filtra a través de la memoria. Noto que por el pasillo se aproxima ese raquítico muchacho negro, y cómo olfatea mi miedo. Abre las ventanas de la nariz como negras chimeneas, balancea a uno y otro lado su desmesurada cabeza y no para de olfatear, y va absorbiendo miedo por toda la galería. Ahora me huele a mí, puedo oír sus bufidos. No sabe dónde me escondo, pero me huele y me está buscando. Procuro no moverme…
(Papá me dice que no me mueva, me dice que el perro ha olfateado un pájaro muy cerca. Un hombre de Los Rápidos nos prestó un perro perdiguero. Todos los perros del pueblo son inútiles callejeros, dice Papá, devoradores de tripas de pescado, sin ninguna clase; ¡pero este perro tiene instinto!
Yo no digo nada, pero ya he visto el pájaro, encaramado en un cedro mocho, hecho una bola de plumas grises. El perro corre en círculos bajo el árbol, el excesivo olor le impide señalar un punto concreto. El pájaro está a salvo mientras no se mueva. Resiste bastante bien, pero el perro sigue olfateando y dando vueltas, cada vez más alborotado y más cerca. Al fin, el pájaro no puede más, extiende las plumas, salta del cedro y cae bajo el disparo de la escopeta de Papá.)
El negro raquítico y uno de los más grandes me atrapan antes de que haya logrado alejarme ni diez pasos del armario de las escobas, y me arrastran hasta la barbería. No me resisto ni hago ruido. Gritar sólo empeora las cosas. Contengo los gritos. Me contengo hasta que llegan a las sienes. Hasta que llegan a las sienes no puedo saber con certeza si han sustituido la máquina de afeitar por otra de esas máquinas; entonces ya no puedo continuar resistiendo. Cuando llegan a las sienes ya no es una cuestión de fuerza de voluntad. Es un… botón, al apretarlo (dice Bombardeo, Bombardeo) me disparo a tal volumen que desaparece todo ruido, todos me gritan tapándose los oídos, detrás de paredes de cristal, sus caras se mueven como si hablasen pero de las bocas no sale ni un sonido. Mi sonido absorbe todos los demás sonidos. Hacen funcionar de nuevo la máquina de hacer niebla y sobre mi cuerpo comienza a caer una nieve fría y blanca como crema de leche, tan espesa que incluso podría escabullirme en ella si no me tuvieran cogido. Con esa niebla no puedo ver ni a diez centímetros y lo único que consigo oír por encima de mi gran lamento son los alaridos de la Gran Enfermera que avanza por el pasillo y se abre paso entre los pacientes a golpes de ese cesto de mimbre. La oigo llegar pero no consigo acallar mis aullidos. Sigo aullando hasta que llega. Me sujetan mientras ella me tapa la boca con todo lo que tiene a mano, cesto de mimbre incluido, y me lo empuja garganta abajo con el mango de una escoba.
(Un perro de caza aúlla ahí afuera en la niebla, corretea temeroso y desconcertado porque no puede ver. Ningún rastro en el suelo excepto el suyo propio, y olfatea en todas direcciones con su fría nariz roja y elástica y no capta olor alguno sino el de su propio miedo, un miedo que le bulle y le abrasa por dentro como vapor caliente.) También me abrasará y me hará estallar a mí y acabaré contando todo lo del hospital, y lo de ella, y lo de los muchachos… y lo de McMurphy. Llevo tanto tiempo callado que va a salir a borbotones como la crecida de un río y pensarán que el tipo que está contando todo esto desvaría y delira, por Dios; ¡pensarán que es demasiado horrible para que haya ocurrido realmente!, ¡que es demasiado terrible para ser verdad! Pero, un momento, por favor. Cuando lo recuerdo, todavía me cuesta conservar la calma. Sin embargo, es cierto, aunque no hubiera ocurrido.
Cuando se disipa la niebla a mi alrededor, estoy sentado en la sala de estar. No me han llevado a la Sala de Shocks esta vez. Recuerdo que me sacaron de la barbería y me llevaron a Aislamiento. No recuerdo si desayuné o no. Probablemente no. Puedo recordar las mañanas que he estado encerrado en Aislamiento, los negros siempre traían un segundo plato de todo -aparentemente para mí, pero se lo comían ellos- y se quedaban allí hasta que los tres habían desayunado mientras yo seguía echado en el colchón hediondo de orines y veía cómo mojaban tostadas en el huevo. Me llegaba el olor a grasa y les oía masticar la tostada. Otras veces me traían una papilla fría y me obligaban a comerla aunque estuviera salada.
Esta mañana simplemente no recuerdo nada. Me hicieron tragar un buen número de esas cosas que llaman pastillas, conque no me he enterado de nada hasta que se ha abierto la puerta de la galería. Si se ha abierto la puerta de la galería, ello significa que son, al menos, las ocho, y que debo haber estado desmayado más o menos una hora y media en esa Sala de Aislamiento, una hora y media durante la cual los técnicos pueden haber venido a instalar cualquier cosa que les haya ordenado la Gran Enfermera sin que yo pueda tener la menor idea de lo que es.
Oigo un ruido junto a la puerta de la galería, en el otro extremo del pasillo, fuera del alcance de mi vista. Esa puerta empieza a abrirse a las ocho y se abre y se cierra unas mil veces al cabo del día, clash, click. Cada mañana nos sentamos en fila a ambos lados de la sala de estar, después del desayuno empezamos a montar rompecabezas, siempre atentos al ruido de la llave en la cerradura, y en espera de ver qué entra. No hay mucho más que hacer. A veces, un joven interno aparece, temprano, junto a la puerta para observar qué aspecto tenemos Antes del Tratamiento. AT, lo llaman. A veces, aparece una esposa que viene de visita, con sus altos tacones y su bolso muy apretado contra el vientre. A veces, nos visita un grupo de maestras acompañadas por ese estúpido de Relaciones Públicas que no para de restregarse las manos húmedas y de repetir cuánto se alegra de que los hospitales psiquiátricos hayan eliminado todas las anticuadas crueldades: «Un ambiente muy alegre, ¿no les parece?». Da vueltas alrededor de las profesoras, que se han apiñado para sentirse más seguras, y se frota las manos. «Oh, cuando pienso en los viejos tiempos, en la suciedad, en la mala alimentación, incluso, sí, en la brutalidad, ¡oh, señoras, es evidente que nuestra campaña ha supuesto un gran progreso!». Todo el que aparece junto a la puerta suele decepcionarnos, pero siempre cabe una posibilidad de que no sea así, y cuando se oye la llave en la cerradura todas las cabezas se levantan como si una cuerda tirara de ellas.
Esta mañana la cerradura chirría de un modo extraño; el que se encuentra junto a la puerta no es un visitante habitual. Un Escolta grita con voz cortante e impaciente: -Ingreso, vengan a firmar su admisión-, y los negros acuden.
Ingreso. Todo el mundo deja las cartas y el Monopoly, todas las miradas se vuelven hacia la puerta de la sala de estar. Generalmente estoy afuera barriendo el pasillo y puedo ver quién ha ingresado; pero esta mañana, como les he dicho, la Gran Enfermera me ha cargado bien cargado y no puedo moverme de la silla. En general, soy el primero que veo al Ingreso, observo cómo se desliza por la puerta, y se arrastra a lo largo de la pared, y se queda allí, asustado, hasta que los negros vienen a firmar la admisión, y lo llevan a las duchas, donde lo desnudan y lo dejan, temblando, con la puerta abierta, mientras los tres se ponen a recorrer los pasillos muy sonrientes, en busca de la Vaselina. «Necesitamos la Vaselina», le dicen a la Gran Enfermera, «para el termómetro». Ella los mira fijamente, uno a uno: «No lo dudo», y les tiende un frasco que contiene al menos 3 litros, «pero, por favor, muchachos, no se metan todos allí al mismo tiempo». Luego veo a dos de ellos, a veces a los tres, ahí dentro, en las duchas con el Ingreso, untando el termómetro de grasa hasta cubrirlo con una capa del grosor de un dedo, mientras canturrean, «Esto va bien, esto va bien», y luego cierran la puerta y hacen correr todas las duchas a chorro de modo que sólo se oye el insidioso rumor del agua sobre las baldosas verdes. Casi siempre estoy ahí y lo veo todo.