Sonríe, arruga la nariz y aprieta las costillas de Harding con el pulgar, como si hubiera llegado al cabo de la calle, pero nada de rencores. Entonces, Harding hace un comentario.
– No. Tú puedes salir perdiendo más que yo, amigo.
Harding sonríe otra vez y lanza unas de sus miradas furtivas como de yegua nerviosa, con un movimiento asustadizo de la cabeza. Todos avanzan un lugar en la fila. Martini sale de la sala de rayos-X y se abrocha la camisa mientras musita: -Si no lo veo no lo creo -y Billy Bibbit se dirige a la pantalla negra para ocupar el lugar de Martini.
– Puedes salir peor parado que yo -repite Harding-. Yo soy voluntario. No estoy internado.
McMurphy se queda mudo. Su rostro tiene otra vez esa mirada desconcertada, como si algo fallase, algo que no consigue definir exactamente. Se limita a quedarse mirando a Harding y la sonrisa temerosa de éste se desvanece y se agita intentando esquivar la incómoda mirada de McMurphy. Traga saliva y comenta:
– A decir verdad, en la galería son muy pocos los que están internados. Sólo Scanlon y… bueno, supongo que tal vez alguno de los Crónicos. Y tú. En todo el hospital son pocos los internados. Sí, muy pocos.
Se interrumpe, su voz se pierde en un balbuceo ante la mirada de McMurphy. Al cabo de unos momentos de silencio, éste dice muy bajito:
– ¿Es una broma?
Harding sacude negativamente la cabeza. Parece asustado. McMurphy se pone de pie en medio del pasillo y grita:
– ¡Queréis tomarme el pelo!
Nadie se atreve a responder. McMurphy comienza a caminar arriba y abajo frente al banco, mientras se pasa la mano por la espesa mata de pelo. Recorre toda la fila hasta la cola, luego avanza en sentido contrario, hasta llegar a la máquina de rayos-X. La máquina silba y se mofa de él.
– Tú, Billy… ¡seguro que estás internado!
Billy está de espaldas a nosotros, con la barbilla apoyada en la pantalla negra, de puntillas. No, dice dirigiéndose al aparato.
– Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? ¡Eres un chico joven! Debías correr por ahí fuera en un descapotable, conquistando lindas chicas. ¿Por qué soportáis… -hace un amplio gesto circular con la mano- todo esto?
Billy no contesta y McMurphy se aparta de él para dirigirse a otros dos pacientes.
– Decidme, por qué. Os peleáis, pasáis semanas enteras comentando cuan intolerable resulta todo esto, que no podéis soportar a la enfermera ni nada de lo que hace, ¡y no estáis internados! Lo comprendo en el caso de algunos tipos de la galería. Están locos. Pero vosotros, tal vez no seáis exactamente tipos corrientes, pero no estáis locos.
No se molestan en discutir con él. Avanza hasta Sefelt.
– Sefelt, ¿y tú? Lo único que te pasa es que tienes algún que otro ataque. Qué diablos, tengo un tío que cogía unas pataletas mucho peores que las tuyas y veía terribles visiones con demonios y toda la historia, pero nunca se le ocurrió encerrarse en un manicomio. Podrías arreglártelas fuera si tuvieras pelotas…
– ¡Eso es!
Es Billy, que se ha apartado de la pantalla, con el rostro bañado en lágrimas.
– ¡Eso es! -grita otra vez-. ¡Si tuviéramos pelotas! Podría salir hoy mi-mismo, si me atreviera. Mi m-m-m-madre es amiga de la se-se-señorita Ratched y podría hacer que me firmaran el alta esta misma tarde, ¡si tuviera pelotas!
Da un tirón a su camisa que estaba sobre el banco e intenta ponérsela, pero tiembla demasiado. Por fin, acaba arrojándola lejos y se vuelve otra vez hacia McMurphy.
– ¿Crees que me gu-gu-gu-gusta estar aquí? ¿Crees que no me gustaría tener un descapotable y una chi-chi-chi-chica? ¿Pero alguien se ha re-re-re-reído alguna vez de ti? ¡No, porque eres g-g-g-grande y fuerte! Bueno, yo no soy ni grande ni fuerte. Y tampoco lo es Harding. Ni F-F-Fredrickson. Ni Se-Se-felt. Oh… tú… ¡Tú hablas como si estuviésemos aquí por gusto! Oh… es i-i-inútil…
Está llorando y su tartamudeo le impide seguir hablando, se seca los ojos con el dorso de la mano para poder ver. Se arranca una de las costras que tenía en la mano y cuanto más intenta secarse los ojos más se va esparciendo la sangre por toda la cara. Luego echa a correr a ciegas, pasillo abajo, con la cara manchada de sangre, y un negro pisándole los talones.
McMurphy lanza una mirada a los que le rodean y abre la boca para preguntar algo más, luego vuelve a cerrarla al comprobar cómo le miran. Se queda allí un minuto con la hilera de ojos fijos en él como una fila de remaches; por fin dice: -cielo santo-, en un tono plañidero, se encasqueta la gorra y vuelve a ocupar su sitio en el banco. Los dos técnicos regresan de tomar café y entran de nuevo en la habitación al otro lado del pasillo; cuando se abre la puerta con un runrún el aire se llena de un ácido olor, parecido al que se desprende cuando recargan una batería. McMurphy sigue ahí sentado, con los ojos fijos en esa puerta.
– No alcanzo a comprender…
Cuando cruzábamos los terrenos de regreso a la galería, McMurphy se quedó rezagado del grupo con las manos en los bolsillos del verde uniforme y la gorra muy hundida en la cabeza, mientras iba reflexionando con un cigarrillo apagado en la boca. Todos caminaban bastante callados. Habían logrado calmar a Billy, que avanzaba a la cabecera del grupo con un negro a un lado y el chico blanco de la Sala de Chocs al otro.
Me fui quedando atrás hasta conseguir situarme junto a McMurphy y mi intención rué decirle que no valía la pena preocuparse, que no había solución, porque comprendía que alguna idea le daba vueltas en la cabeza igual que un perro da vueltas en torno a un agujero en el que no sabe qué encontrará, mientras una voz le dice, perro, no te metas en ese agujero; es demasiado grande y negro y en el ambiente se respira algo que indica osos o cualquier cosa igualmente temible. Y del fondo de su instinto le llega otra voz, baja y penetrante, una voz muy poco inteligente, sin una pizca de astucia, que le dice, ¡Busca, perro, busca!
Quería decirle que no le diera vueltas, y estaba a punto de abrir la boca para hablarle cuando irguió la cabeza, se apartó la gorra de los ojos y comenzó a caminar a paso ligero hasta colocarse junto al negro pequeñajo, le dio una palmada en el hombro y le preguntó:
– Oye, Sam, ¿por qué no paramos un momento en la cantina para que pueda comprarme un par de cartones de cigarrillos?
Tuve que darme maña para alcanzarlos y la carrera me hizo palpitar el corazón y comenzó a zumbarme la cabeza. Ya en la cantina seguía oyendo ese zumbido que el corazón me había metido en la cabeza, pese a que mis latidos volvían a ser normales. Ese ruido me hizo recordar cómo me sentía allí, de pie en el campo de rugby, un viernes por la noche, bajo el frío aire otoñal, esperando que alguien lanzara la pelota y comenzase el partido. El zumbido iba subiendo más y más de tono hasta que creía no poder soportarlo ni un minuto más; entonces lanzaban la pelota y todo terminaba y comenzaba el partido. En ese momento empecé a oír el mismo zumbido de los viernes por la noche y sentí la misma desenfrenada y agitada impaciencia. Y mi vista también se había aguzado y estaba alerta, como solía ocurrirme antes del partido y como me ocurrió hace unos días mientras miraba por la ventana del dormitorio: todo se veía nítido y bien dibujado y consistente, con una apariencia que había olvidado. Largas hileras de pasta de dientes y cordones de zapatos, filas de gafas de sol y bolígrafos garantizados, capaces de pasarse toda una vida escribiendo sobre mantequilla bajo el agua, todo ello bien protegido de los desvalijadores por un batallón de osos de peluche con ojos muy abiertos sentados en lo alto de una estantería encima del mostrador.
McMurphy avanzó a grandes zancadas hacia el mostrador, se puso a mi lado, se metió los pulgares en los bolsillos y le dijo a la vendedora que le diese un par de cartones de Marlboro.