Soterrado en su aldea, espera que amaine la tormenta Para distraerse, decora su interior "como en la ciudad" y cuelga por todas partes, en las paredes, fotografías que lo muestran en compañía de los personajes más en vista del imperio. Por suerte, parece que en los lugares encumbrados han olvidado sus travesuras. Sin duda el Zar ha ordenado a la policía que suspenda la vigilancia. En el lado opuesto, Stolypin, que ha sugerido a Sus Majestades que no reciban más al staretz, ve su crédito ante el soberano sensiblemente comprometido. Ahora se lo recibe sólo muy espaciadamente, se le pone mala cara, no se tienen en cuenta sus advertencias.
Retomando energías, Rasputín pasa al ataque: vuelve a San Petersburgo a comienzos de 1909, pide una audiencia a Stolypin y le expone sus quejas: él no tiene nada que reprocharse, los investigadores han sido engañados por calumnias, su consagración a la Iglesia y a la familia imperial es sin tacha… Deseoso de no disgustar más aún al Zar, Stolypin hace redactar un informe donde mezcla verdad y mentira y cierra el legajo provisoriamente.
Recobrado su equilibrio, Rasputín piensa aprovechar la muerte reciente del padre Juan de Cronstadt para participar activamente en los asuntos religiosos del país y dar apoyo a la carrera de los eclesiásticos amigos. En primer lugar entre esos aliados de elección figura el Jerónimo Eliodoro. Éste, instalado en Tsaritsyn, se ha metido en dificultades al atacar al gobierno de la provincia, las autoridades locales y la nobleza, que, según él, por su excesiva tolerancia hacen el juego de los judíos, los francmasones y los revolucionarios de toda laya. En castigo por esos excesos de lenguaje, el Santo Sínodo lo desplaza a Minsk, donde su audiencia no será tan grande. No hace falta más para que Rasputín asuma su defensa. En su indignación "fraternal" llega incluso a abogar por la causa de ese demasiado fogoso partidario del conservadorismo ante Nicolás II. Al encontrarse con Eliodoro en casa de Anna Vyrubova, el Zar consiente en que vuelva a Tsaritsyn, de donde ha sido expulsado por sus superiores jerárquicos.
Victoria para Eliodoro, pero también para Rasputín. Seguro de su impunidad en toda circunstancia, este último se alegra de acompañar a Pokrovskoi, en mayo de 1909, a un pequeño equipo de admiradoras: Anna Vyrubova, la señora Orlova y cierta señora S., que no ha sido identificada. La idea de delegar a esas damas por encima de toda sospecha para que la informen acerca de la vida del santo hombre en el campo, se debe a la Emperatriz. Ahora bien, animado por tantas presencias femeninas, aquél se permite molestar a la señora S. durante el viaje. A su regreso, la víctima de los toqueteos del staretz escribe a la Emperatriz para quejarse de haber sido violada. Inmediatamente, Anna Vyrubova y la señora Orlova declaran que esa acusación infame es falsa. Dicen que su permanencia en Pokrovskoi se ha desarrollado en una atmósfera a la vez bucólica y santificadora. Han escuchado las prédicas del "padre Gregorio", han cantado salmos, han visitado a los "hermanos" y a las "hermanas", han dormido "en una gran pieza, sobre jergones dispuestos en el suelo". [10] Tranquilizada, la Emperatriz decide ignorar la denuncia de una ninfómana.
Poco después de ese intermedio, Rasputín se dirige, con el obispo Hermógenes, a Tsaritsyn, a casa de Eliodoro. El Jerónimo los recibe con todos los honores imaginables. Llega hasta a invitar al " staretz Gregorio" a presentarse ante sus propios feligreses reunidos en la iglesia y proclama: "¡Hijos míos, he aquí a su bienhechor! ¡Agradézcanle!". Ante esas palabras, toda la asistencia se prosterna, la frente contra el suelo. Se apretuja alrededor del "bienhechor", lo colma de palabras de adoración, le besa las manos como si fueran reliquias. Y él acepta esos homenajes con emoción y gratitud. Esa misma noche escribe una carta a Sus Majestades para informarles, en su jerigonza, del recibimiento triunfal que ha tenido en Tsaritsyn: "Muy queridos papá y mamá, unos mil (miles) de personas me siguen… Hay que dar una metro (mitra) al pequeño Eliodoro."
Luego parte de Tsaritsyn hacia Pokrovskoi. Esta vez Eliodoro lo acompaña. En el camino, Rasputín, en confianza, le habla del ascendiente que ha adquirido sobre las mujeres en general y sobre la familia imperial en particular. Para apoyar sus palabras, le muestra, en Pokrovskoi, las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas. Son tan sorprendentes en su abandono y su ingenuidad que Eliodoro no puede creer a sus propios ojos. La Zarina, que tiene treinta y siete años, escribe: "Mi inolvidable amigo y maestro, salvador y consejero, ¡cuánto me pesa tu ausencia! Mi alma no encuentra paz y no me encuentro distendida más que cuando tú, mi maestro, estás sentado a mi lado, cuando te beso las manos y apoyo mi cabeza sobre tu santo hombro. ¡Oh, qué liviana me siento entonces y no tengo más que un deseo: dormirme eternamente sobre tu hombro y en tus brazos… Vuelve pronto. Te espero y sufro sin ti… La que te ama por la eternidad. M (Mamá)".
Olga (catorce años) escribe por su parte: "Mi inapreciable amigo, me acuerdo a menudo de ti y de tus visitas en las que nos hablas de Dios. Te extraño mucho y no tengo a nadie a quien confiar mis penas, ¡y tengo tantas penas, tantas…! Reza por mí y bendíceme. Te beso las manos. La que te quiere. Olga".
Y Tatiana (doce años): "Querido y fiel amigo, ¿cuándo volverás por aquí? ¿Te vas a quedar encerrado mucho tiempo en Pokrovskoi…? Arréglate para volver lo antes posible: tú lo puedes todo, ¡Dios te ama tanto…! Sin ti es triste, triste… Beso tus santas manos… Siempre tuya. Tatiana".
María (diez años) también se queja de la ausencia del padre Gregorio: "Por la mañana, desde que me despierto, saco de debajo de la almohada el Evangelio que me regalaste y lo beso. Siento como si te besara a ti".
Hasta Anastasia (ocho años) declara: "Yo te veo a menudo en sueños, y tú, ¿sueñas conmigo? ¿Cuándo vendrás? ¿Cuándo nos reunirás en nuestro cuarto para hablarnos de Dios…? Yo trato de ser juiciosa, como tú dijiste. Si te quedas con nosotros, seré siempre juiciosa. Anastasia". [11]
En cuanto al pequeño Alexis (cinco años), se contenta con enviar al adivino hojas de papel con la letra A (su inicial) trazada torpemente en el medio de la página y adornada con flechitas.
Rasputín está orgulloso de desplegar ante Eliodoro esas pruebas de amor de la familia imperial. Eliodoro se prodiga en comentarios maravillados. Decididamente, piensa, el amigo Gregorio es o un enviado del cielo o un genial usurpador. En las dos hipótesis merece una reverencia. Esas cartas queman las manos del Jerónimo. Las palpa, las huele. ¿Pide a Rasputín que le dé algunas o se las roba pensando que algún día podrán servirle? El caso es que terminan en su bolsillo.
Después de una semana en Pokrovskoi, los dos compinches parten juntos hacia Tsaritsyn. Allí, Rasputín pronuncia diversas prédicas y distribuye pequeños obsequios a los fieles reunidos en el monasterio del Espíritu Santo. Previamente, les ha advertido que todo objeto que viene de sus manos tiene un sentido oculto. "¡Según lo que cada uno reciba será su vida más tarde!", dice. Los asistentes se apiñan y se empujan para ser favorecidos por el santo hombre. Aquel que ha recibido un pañuelo se prepara para verter lágrimas; aquel a quien le toca un terrón de azúcar piensa que la vida será dulce, las jóvenes casaderas se arrebatan los anillos de pacotilla que les ofrece el staretz y se sienten desoladas si les tiende un pequeño icono, que significa que tomarán el velo.
Cuando se marcha de la ciudad, el 30 de diciembre de 1909, dos mil personas lo acompañan en procesión hasta la estación. Desde la plataforma de su vagón, dirige un discurso de adiós a la multitud. Se llora, se agitan las manos hacia él. Jamás se ha sentido más poderoso ni más amado. Eliodoro bendice el tren antes del último sonido de la campana. Pero, al hacerlo, se pregunta si su gran amigo no está a punto de adquirir demasiada importancia, lo que terminaría por perjudicar al clero oficial. Rasputín, por su parte, con su olfato habitual, adivina que su popularidad avanza sobre la de esos mismos eclesiásticos que habían empezado por apostar todo a su favor. Tanto peor, no puede volverse atrás. Dios ha trazado su camino entre las iglesias, los monasterios, las cunas y las tumbas. Debe proseguir sin desviarse una línea el destino que le ha sido asignado desde siempre por el Altísimo. Si un día tropieza, será con el consentimiento del Cielo.