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Hace tres meses y medio que está en viaje. En el intervalo, su caída en desgracia ha sido olvidada. Su larga permanencia en Tierra Santa hasta ha redorado su aureola. Cuando vuelve a Rusia, a comienzos del verano de 1911, su primer recaudo es solicitar una audiencia al Emperador y la Emperatriz, que se encuentran en su residencia de Peterhof. Es recibido con alegría, se escucha con devoción el relato de su itinerario por las huellas de Cristo, le aseguran la atención afectuosa de toda la familia. Reconfortado, se instala en San Petersburgo, en casa de uno de sus amigos, el periodista Jorge Sazonov. Pero no se queda quieto. En agosto está en Tsaritsyn, donde Eliodoro hace cantar himnos en su honor y lo colma de presentes. Luego se dirige a Saratov, a la morada de Hermógenes. El obispo no está tan bien dispuesto hacia él como el Jerónimo. Le reprocha duramente su vida de libertinaje, cuyos ecos continúan llegando hasta él. A pesar del peregrinaje a Jerusalén, lo considera un cristiano descarriado y hasta peligroso. Lo acusa de comprometer la dinastía imperial a los ojos de toda Rusia. Indiferente a esas amonestaciones, Rasputín estima que, en ese asunto, la opinión de la Iglesia es menos importante que la del Zar. Ahora bien, éste le demuestra, en varias oportunidades, su consideración y su confianza consultándolo sobre decisiones políticas: Nicolás II piensa evidentemente en reemplazar a Stolypin y duda entre Witte y Kokovtsev para el cargo de presidente del Consejo. ¿Qué piensa el santo hombre? Rasputín da su opinión y se pavonea. ¿Será tan útil al país en los asuntos públicos como en los de la religión? Decididamente, después de su visita al sepulcro de Cristo, todo le sale bien.

A continuación, el Zar, la Zarina y la corte se trasladan a Kiev para la inauguración del monumento a Alejandro II, abuelo del soberano. El 1º de septiembre de 1911, en ocasión de una velada de gala en el teatro, se oyen disparos durante el entreacto. Un desconocido acaba de tirar dos balazos sobre Stolypin. Gravemente herido, éste tiene fuerzas para esbozar una señal de la cruz en dirección del palco imperial y se desploma. Detienen al asesino, un tal Bogrov, agente doble al que la policía creía tener a sueldo mientras que era un terrorista convicto. El espanto se apodera de la asistencia. ¿Hasta dónde llegará la audacia de los asesinos políticos? ¿No llegarán a atacar al soberano después de haber abatido a su primer ministro? Nicolás II está tan poco afectado por ese atentado contra Stolypin, de quien estaba resuelto a desligarse próximamente, que ni siquiera suspende la continuación de los festejos. Al día siguiente abandona Kiev para asistir a las grandes maniobras de Tchernigov. En su ausencia, la Zarina hace volver a Rasputín porque, dice, sólo él puede preservar al Emperador de la amenaza constante de los revolucionarios. La llegada del staretz agita de indignación a la corte. Los allegados a la familia imperial aceptan difícilmente que, en horas tan graves para la monarquía, Alejandra Fedorovna deposite toda su esperanza en los vaticinios de un mujik. Ella le pide que rece por la vida del agonizante, lo que él hace sin entusiasmo. El 29 de agosto de 1911, al encontrarse entre la multitud contemplando el paso del carruaje del presidente del Consejo, había sido presa de un temblor y había gritado: "¡La muerte está detrás de él… Lo sigue!". Esa premonición de un fin trágico se verifica punto por punto. Después de cuatro días de agonía, Stolypin sucumbe a sus heridas el 5 de septiembre. En seguida es reemplazado en su cargo por su adversario más acérrimo, Kokovtsev.

Conmovida por esos acontecimientos dramáticos, la familia imperial va a tomar algunas semanas de descanso en Crimea, y Rasputín va a su vez, a comienzos del invierno, para levantar la moral de Sus Majestades con sus prédicas. Mientras tanto Hermógenes, convertido en miembro del Santo Sínodo, se ha instalado en San Petersburgo. En diciembre de 1911 se le reúne el impetuoso Eliodoro. Los obispos, con quienes debe encontrarse, lo avergüenzan por su amistad con el infame Rasputín, el hijo de Satán. En realidad, hace tiempo que Eliodoro ya no siente por el staretz más que una admiración intermitente mezclada con celos y repugnancia. Bajo una apariencia de cortesía, le guarda rencor por su notoriedad. ¿Por qué él, a pesar de su fe y su elocuencia, es siempre eclipsado por ese campesino ignorante? Sin atreverse a confesarlo, sólo espera la ocasión para alinearse junto a los enemigos del "padre Gregorio". Ahora bien, ocurre que lo ponen en presencia de Mitia Koliaba, aquel a quien en otro tiempo la Emperatriz distinguía como adivino y sanador. Ese simple de espíritu, violento y rencoroso, no puede perdonar a Rasputín el haberlo suplantado en el favor de Alejandra Fedorovna. Afirma ante Eliodoro que tiene pruebas de que la Emperatriz tiene relaciones sexuales con el falso profeta. Convencido por la denuncia del fanático, Eliodoro se siente llamado a derribar al staretz a quien, en otro tiempo, había puesto por las nubes. De partidario, se convierte en justiciero. De ahí en más, Rasputín encarna a sus ojos las malicias del diablo, y estima que su deber es abatirlo sobre las gradas del trono. Junto con Mitia Koliaba, trata de asociar a Hermógenes a un complot religioso y patriótico. El obispo, que comparte su aversión por el "alma maldita" de la Emperatriz, acepta convocar a Rasputín a su sede en la laura de San Alejandro Nevski y conjurarlo solemnemente a que se retire a Siberia para siempre. Rasputín, que acaba de regresar de Crimea, responde a la invitación no sin desconfianza y se encuentra de pronto ante un tribunal de una media docena de sacerdotes, presidido por Hermógenes, que está rodeado por Mitia Koliaba y Eliodoro. De entrada, Mitia Koliaba le grita en la cara: "¡Impío! ¡A cuántas madres has faltado! ¡A cuántas ayas has ofendido! ¡Vives con la mujer del Zar! ¡Miserable!" Y trata de aferrarlo por los genitales. Gregorio, aterrado, se dobla en dos y se esquiva, mientras que Hermógenes, revestido de una estola y blandiendo un crucifijo, lanza el anatema: "¡Espíritu maligno! ¡En nombre de Dios te prohibo tocar al sexo femenino! ¡Te prohibo penetrar en la casa del Zar y tener relaciones con la Zarina!" [14] Mitia Koliaba y Eliodoro añaden sus vociferaciones a las del obispo. Furioso, Rasputín se arroja sobre ellos con los puños levantados. Las sotanas revolotean para todos lados. Se intercambian puñetazos, golpes de crucifijo y puntapiés en nombre de Cristo. Apaleado y espantado, el staretz logra escapar y va a buscar refugio entre sus admiradoras Maria Golovina y Olga Lokhtina. Apenas la pareja imperial regresa a Tsarskoie Selo para las fiestas de Navidad, se queja a Sus Majestades de las violencias de las que ha sido objeto a instigación de Hermógenes. Dócil a las directivas del Emperador, el Santo Sínodo decide enviar al obispo de vuelta a su diócesis. Pero el culpable se niega a partir y pide ser recibido por Nicolás II para justificarse. La audiencia no le es acordada. El 17 de enero de 1912, por delito de insubordinación, Hermógenes es obligado a dejar San Petersburgo e instalarse, en estado de desgracia, en el convento de Jirovitsy, diócesis de Grodno. Eliodoro, por su parte, es asignado en residencia al monasterio de Floritcheva, diócesis de Vladimiro, en calidad de simple religioso.

A pesar de las precauciones tomadas para no divulgar el caso, toda la prensa habla de él. Los partidarios de la extrema derecha sostienen a Hermógenes y publican una declaración discutiendo al Santo Sínodo el derecho de actuar tan brutalmente contra un obispo cuyo caso, según el estilo canónico, habría debido ser juzgado por un concilio. Novoselov lanza un folleto: Gregorio Rasputín, el libertino místico. Por orden de las autoridades, el plomo es destruido y la tirada, secuestrada. Entonces Novoselov inserta, en un cotidiano moscovita, un llamado solemne al Santo Sínodo, del cual deplora la pasividad. El diario es secuestrado, pero hay copias del artículo incriminado que sé distribuyen por toda la ciudad.

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[14] Según el relato de Eliodoro. Cf. Andrei Amalrik, ob. cit.

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