En cualquier caso, el semáforo del cruce se pone en rojo, el tráfico aminora la marcha y el camión debe detenerse. El señor Levy, moviéndose más rápido de lo que Ahmad le creía capaz, va esquivando los vehículos parados en los carriles hasta llegar al camión y, alargando la mano, llama a la ventana del copiloto. Perplejo, y condicionado por no querer faltarle el respeto a un profesor, Ahmad se inclina y quita el seguro de la puerta. Mejor tenerlo dentro, a su lado -razona el muchacho apresuradamente- que fuera, donde puede hacer saltar la alarma. El señor Levy abre de golpe la puerta del acompañante y justo cuando la circulación está a punto de reanudar la marcha se sube al camión y toma asiento en el agrietado sillón negro. Cierra de un portazo. Está jadeando.
– Gracias -dice-. Empezaba a temer que pasaras de largo.
– ¿Cómo sabía que me encontraría aquí?
– Únicamente hay un acceso a la Ruta 80.
– Pero éste no es mi camión.
– Ya contaba con eso.
– ¿Cómo?
– Es una larga historia. Yo sólo sé algunas partes sueltas. Persianas Automáticas, qué bueno. Claro, dejan paso a la luz. ¿Y quién dice que estos tíos no tienen sentido del humor?
Sigue jadeando. Al fijarse en su perfil, ocupando el lugar donde solía sentarse Charlie, Ahmad queda sorprendido por lo viejo que es el responsable de tutorías visto así, fuera del contexto que el tumulto juvenil del Central High propicia. La fatiga se ha acumulado bajo sus ojos. Sus labios tienen un aspecto flácido, le cuelga la piel de los párpados. Ahmad se pregunta qué debe de sentirse cuando avanzas día a día hacia la muerte natural. Tampoco lo sabrá nunca. Quizá cuando estás vivo tanto tiempo como el señor Levy ni lo notas. Aún sin fuelle, el hombre se endereza, satisfecho por haber alcanzado su propósito de meterse en el camión de Ahmad.
– ¿Qué es esto? -inquiere, refiriéndose a la caja metálica gris pegada a la cesta de plástico entre los dos asientos.
– ¡No lo toque! -Las palabras han brotado tan bruscamente que Ahmad, por educación, añade-: Señor.
– No lo haré -dice el señor Levy-. Pero tú tampoco. -Permanece en silencio, observando el aparato sin tocarlo-. De fabricación extranjera, quizá checo o chino. Lo que sí es seguro es que no se trata de nuestro viejo detonador LD20 estándar. Estuve en el ejército, ya lo sabes, aunque no me enviaron a Vietnam. Eso me molestó. No quería ir, pero sí demostrar lo que valía. Tú lo entenderás. ¿Quieres demostrar algo?
– No. Y no lo entiendo -dice Ahmad. Esta intrusión repentina lo ha confundido; le parece que sus pensamientos son como abejorros, chocando a ciegas contra los muros del cráneo. Aun así continúa conduciendo con suavidad, planeando con la GMC 3500 por la rampa circular que da a la Ruta 80, donde los coches avanzan prácticamente pegados a esta hora. Se está acostumbrando a los implacables movimientos de su nuevo camión.
– Según tengo entendido, solían meter explosivos en los parapetos de los Vietcongs, dejarlos encerrados y detonar la bomba con uno de éstos. La caza de marmotas, lo llamaban. No es que fuera muy bonito. Pero claro, el asunto en sí tampoco lo era demasiado. Excepto las mujeres, aunque oí que tampoco te podías fiar de ellas. También eran del Vietcong.
A Ahmad le zumba la cabeza. Intenta dejar clara su postura:
– Señor, si hace cualquier movimiento para cortar los cables o interferir en la conducción, voy a hacer estallar cuatro toneladas de explosivos. El amarillo es un interruptor de seguridad, y ahora mismo lo voy a desactivar. -Lo mueve a la derecha, zas, y ambos hombres quedan a la espera de lo que suceda. Ahmad piensa: «Si sucede algo, no nos enteraremos». No ocurre nada, pero ahora ya ha quitado el seguro. Únicamente le falta meter el pulgar en la pequeña cavidad en cuyo fondo está el botón rojo de detonación, y aguardar unos microsegundos para que se queme el polvo incendiario de aluminio y sobrevenga la consecuente reacción en cadena entre el pentrito y el combustible de competición, hasta que exploten los tambores de nitrato. Siente el botón rojo y liso en la punta del pulgar, sin apartar en ningún momento los ojos de la autopista abarrotada. Si este judío fofo hace un solo movimiento para desviarle el brazo, lo apartará como a un trozo de papel, como a un copo de lana cardada.
– No tengo la menor intención de hacer nada -le cuenta el señor Levy, en la voz falsamente relajada con que aconseja a los alumnos que suspenden, a los insolentes, a los que han renunciado a sí mismos-. Sólo quiero contarte unas cuantas cosas que a lo mejor son de tu interés.
– ¿Qué? Dígamelo, y yo le dejaré bajar cuando nos acerquemos a mi destino.
– Bueno, supongo que lo principal es que Charlie está muerto.
– ¿Muerto?
– Decapitado, de hecho. Truculento, ¿no? Le torturaron antes de hacerlo. Ayer por la mañana encontraron el cuerpo, en las vegas, cerca del canal que pasa al sur del estadio de los Giants. Quisieron que lo encontraran. Junto al cadáver dejaron una nota, en árabe. Evidentemente, Charlie era un infiltrado de la CIA, y lo acabaron descubriendo.
Primero hubo un padre que se esfumó antes de que su memoria pudiera retratarlo, y luego Charlie, que fue amable y le enseñó todo sobre las carreteras, y ahora este judío cansado que parece que se vista a oscuras ha ocupado el lugar de los otros dos, el vacío que tiene al lado.
– ¿Qué decía la nota exactamente?
– Oh, no lo sé. Lo mismo de siempre, que quien rompe una promesa lo hace en perjuicio propio. Y que Dios no le negará su recompensa.
– Parece del Corán, la sura cuarenta y ocho.
– También suena como la Torá, pero como tú digas. Hay muchas cosas que no sé. Y soy viejo para aprenderlas.
– Si me lo permite, ¿cómo lo ha averiguado?
– Por la hermana de mi mujer. Trabaja en Washington para el Departamento de Seguridad Nacional. Me llamó ayer. Mi esposa le había hablado del interés que yo mostraba por ti y ellos se preguntaron si no habría una relación. No podían encontrarte. Nadie. Y entonces pensé que quizás esto funcionaría.
– ¿Por qué debería creer en lo que me dice?
– Pues no lo hagas. Créelo sólo si encaja con lo que sabes. Y yo intuyo que sí encaja. ¿Dónde está Charlie ahora, si estoy mintiendo? Su mujer dice que ha desaparecido. Y jura que no estaba metido en nada más que los muebles.
– ¿Y qué me dice de los otros Chehab, y de los hombres a quienes pasaban dinero?
Un Mercedes azul Prusia se ha puesto a rebufo del camión de Ahmad, lo conduce un tipo impaciente, demasiado joven para haberse comprado un Mercedes, a no ser que estuviera metido en manejos bursátiles, a expensas de los menos afortunados. Esta gente vive regaladamente en las ciudades dormitorio de New Jersey, son los que saltaban de las torres cuando Dios las derribó. Ahmad se siente superior al conductor del Mercedes, y la indiferencia es su respuesta a los bocinazos y los virajes bruscos con que el conductor manifiesta exageradamente su deseo de que el camión blanco circule con menos relajación por el carril de en medio.
El señor Levy contesta:
– Se habrán escondido y dispersado a los cuatro vientos, supongo. Han detenido a dos hombres que intentaban volar a París desde Newark, y el padre de Charlie está en el hospital con lo que supuestamente es un ataque de apoplejía.
– Es diabético, de verdad.
– Podría ser. Dice que ama a esta nación, y que su hijo también, y que ahora su hijo ha muerto por su país. Hay quien cree que fue él quien delató a su hijo. Al tío de Florida, pues bueno, los federales le habían echado el ojo hace tiempo. Todas las fuerzas de seguridad de este país van agobiadísimas, y no se comunican entre ellas, pero no todo se les pasa por alto. El tío hablará, o algún otro. Se hace difícil tragarse que un hermano no tenía ni idea de lo que planeaba el otro. Todos estos árabes se presionan los unos a los otros con la excusa del islam: ¿cómo te vas a negar a la voluntad de Alá?